viernes, 29 de junio de 2012

MOSQUITOS

Han vuelto. Como siempre. Tarde o temprano les esperaba, pero no por estar alerta, su llegada ha dejado de perturbarme. Hace unas noches los sentí. En la oscuridad que lo oculta todo. Y en el momento en el que mi cerebro disfrutaba de una somnolienta vigilia, Tssssssiiiiiissssss. Era un sonido fácilmente identificable. Tssssssisssssss. Otro vuelo rasante alrededor de mi oído me decía que el sueño se había acabado. Atacaban los mosquitos.


Desde días atrás había colocado esos artefactos repelentes de insectos que se conectan a la red eléctrica. El bochorno, la humedad ambiental y las primeras polillas nocturnas, identificaban el momento. La necesidad de que corrientes de aire rebajaran la sensación térmica de la casa obligaba, al atardecer, a abrir ventanas y balcones. Pero con la brisa llegaban esos devoradores de sangre humana tan difícilmente detectables.


A plena luz del día, especímenes afines a ellos habían hecho su aparición como verdaderos aviones a reacción. Moscas negras y gordas, con brillos verduzcos, hacían las primeras incursiones. Algunas pudieran ser cazadas con escopetas, debido a su tamaño, pero, más allá del asco que su imagen genera y el peligro que entraña su acercamiento a alimentos, las moscas resultan inofensivas. Los mosquitos no. Tsssssiiisssssssss. Una nueva pasada alrededor de mi cara y el reparador sueño quedó desvanecido. De un golpe, salté de la cama (bueno, saltar, saltar…). Encendí la lámpara de mesilla (en un movimiento idiota que incitaba a todos los mosquitos de la calle a penetrar en mi habitación). Me puse las gafas. Miré al reloj. (las tres y media de la madrugada) y , acto seguido, me puse a buscar al bichejo por la estancia. Como la luz era aún tenue, encendí el aplique general (otra memez como un piano de cola), y para cuando pude discernir a un monstruo volador, ya eran varios los que de manera caótica surcaban la habitación.

Primera medida de ataque; cerrar la ventana para que no entraran más animales. Segunda, hacer un estudio de campo para encontrar invasores. El techo, las cortinas, el cabecero de la cama, la tulipa de la lámpara, la ropa plegada en la silla, el cristal de la cómoda… Hallé tres animales. El primero fue abatido de un zapatillazo y quedó estampado en el espejo. El segundo se escondía en el pliegue de una cortina y murió por aplastamiento manual. Y el tercero vivía camuflado en la pared. Un buen mamporro lo dejó planchado.

La cacería había sido pródiga pero había dejado costes colaterales. La tela del estor evidenciaba un cadáver ensangrentado en su fina textura blanca. La pared –o Dios mío, repintada hace escasos meses- presentaba una salpicadura rojiza. Y el cristal una marca evidente de adn mosquitero.

Tras media hora de safari volví a la cama. Abrí la ventana y apagué la luz (por ese orden). Al rato, comenzaba a recuperar el sueño. Pero el zumbido volvió y , esta vez, noté hasta su aleteo. Un hijoputa quería vengar la muerte de sus compañeros de escuadrilla. Manotazo a la cara (vaya torta), al brazo contrario, a la pantorrilla. Casi me doy una paliza de recordar, y sin efecto positivo. Salté de la cama de nuevo (esta vez sí). Se me subió la bola. Uffff, qué dolor. Me dirigí, casi arrastras, hasta la cocina. Busqué y encontré un insecticida y con él en la mano volví sobre mis pasos. ¡Moriréis, cabrones!, llegué a decir y descerrajé más de medio bote de aquel oloroso spray en la habitación. Al instante, escuché una tos. No era la mía, sino la de mi mujer que, plácidamente, seguía durmiendo. La intoxicación por insecticida la mantenía en estado somnoliento. Por fin volví al catre y en pocos segundos me sumergí en el universo subconsciente. El despertador sonó dos horas y media después. Desvelado, exhausto, cabreado, y en un entorno que parecía un campo de batalla inicié el día. El breve reposo me había dejado una nueva secuela; estaba acribillado de picaduras. Encendí la radio. En “Onda vasca” reproducían unas declaraciones de Rajoy. Balbuceaba. Como Antonio Ozores.

Seguro que en el G-20 o en la última cumbre de la eurozona le habían atacado enjambres de mosquitos. Que si el rescate, la prima, la deuda, el déficit, el Frob, Bankia... “no hija no”. El sarpullido le llegaba hasta la deuda soberana.

De ahí que su reacción instintiva sea la de rascarse. Rascarse el IVA, el recibo de la luz, los medicamentos, una nueva tasa “verde” en la gasolina...


En un último intento, a la desesperada, se ha aliado con Monti para bloquear el pacto para el crecimiento. Primero, aflojar la cuerda de la deuda que los ahoga, y luego estímulos para avanzar. España e Italia también quieren crecer, pero saben que solo los vivos crecen. Mariano y Mario, finalistas de la eurocopa, se han ganado un respiro. A cambio, han cedido que el Banco Central Europeo se convierta en supervisor único de las entidades financieras. Es decir, el “mandamás” de la política económica de la eurozona. Han cambiado aire por soberanía. Sumisión por supervivencia. No les quedaba otro remedio.


Y, aquí, Carlos Aguirre, sin enterarse de nada. Hablando de que la salida de la crisis es “más lenta” de lo previsible. ¿Salida? ¿Lenta?. La culpa de su dislate la tendrán los mosquitos. Le habrán acribillado el sentido común. Seguramente.

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