miércoles, 15 de enero de 2014

LA FOTO DE DURANGO, UN EPÍLOGO RECONOCIBLE

He de confesar que nunca me sentí atraído por la épica del activismo armado. Ni en los momentos de juventud, cuando la sangre hervía y el corazón pedía marcha. Mi activismo era político y pese a que la tentación de la pistola vivía al lado, jamás, ni por curiosidad, me acerqué a la manzana prohibida de la violencia. Conocía a vecinos, a compañeros de aula, cuya radicalidad, menospreciaba la “debilidad” de mis creencias. Aquella “superioridad” política, sustentada en un arma en el cinturón, en la “genitalina”, jamás me sedujo. Bien es cierto que, por edad, mis circunstancias militantes arrancaban con Franco ya muerto y en los primeros albores de un proceso democrático. No obstante, quien consiga arrastrar su memoria a aquellos tiempos convendrá conmigo en que por entonces la frontera entre el “bien” y el “mal” no estaba tan definida como el paso de los años perfiló tras la salvaje evolución de una lucha armada practicada compulsivamente.

Y me arrepiento hoy de haber sido espectador indolente ante tanto crimen camuflado de combate de uniformes, en los que las víctimas eran, ante mis ojos, y ante los de muchos, simples “bajas” de un enfrentamiento bélico protagonizado por fuerzas “regulares” y partisanos. Ahí estriba buena parte de nuestro pecado colectivo, que en un tiempo nos vimos ajenos a un drama que se producía a nuestro alrededor y al que no supimos, o lo hicimos tarde, sumar nuestra protesta.

Ni la injusta represión policial, ni el miedo provocado por los “guerrilleros de Cristo Rey”, las grupos fascistas o el terrorismo de Estado revestido de siglas diversas (ATE, Triple A, Batallón Vasco Español, GAL...) debieron justificar jamás la permisividad , tan siquiera mental, del secuestro, el tiro en la nuca, la bomba lapa o la goma 2.

Conocí a “milis”, “poli-milis”, “comandos autónomos”, hasta activistas de “Iraultza” que conjugaron de forma adúltera su dinámica de muerte con valores que nos eran propios como la libertad, la independencia, la justicia social. Y si las convicciones de cada cual no estaban suficientemente abigarradas, en más de alguna ocasión sembraron dudas sobre la legitimidad de su lucha. Pero no. El mal siempre es mal, lo practique quien lo practique. Aunque se necesite un choque directo contra la cruel realidad de sus actos para darse cuenta de la indignidad moral y humana que la violencia siempre supone.

Basta ver el cadáver de un policía recién asesinado para despojarle del uniforme y contemplar que su cuerpo inerte y ensangrentado es idéntico al tuyo. Y yo lo he visto.

Basta conocer el “zulo” en el que sufrieron secuestro Ryan, Lipperheide y Guzmán , para darse cuenta de la atrocidad y del drama de un rapto. Cuando ves que tras la pequeña trampilla, situada bajo el lavabo de una lonja que almacenaba muebles, se escondía un habitáculo inmundo, te convences de que el “cándido” comerciante propietario del local con el que muchas veces habías tomado potes, no era precisamente un “querubín”. O cuando coincides con un ex preso, de vuelta a su pueblo, muerto de miedo por las amenazas de sus antiguos compañeros en activo a los que había reconocido en la calle. Es entonces cuando de verdad comprobabas que la “supremacía” de los “defensores” de la independencia y el socialismo se sustentaba no en la ideología, ni en la firmeza de las convicciones, sino en los 9 milímetros de su “parabellum”. Sentir el calor corporal de un concejal popular abatido a la puerta de su casa, escuchar por la radio el nombre de un amigo como víctima de una “ekintza”, despertarse con el impacto de cientos de kilos de explosivo detonado a escasa distancia de tu domicilio, te hace sentir la inhumanidad de quien dice dirigir sus actos por la libertad de tu propio pueblo.

Resulta plausible que optar por la clandestinidad tiene su punto de compromiso, altruismo y sufrimiento. Pero el dolor padecido es buscado y asumido por lo que, para nada, puede compararse con el inflingido indiscriminadamente a quienes tuvieron la desgracia de ser contemplados como destinatarios de un castigo seleccionado e injusto.

Cuento todo esto como reflexión íntima de la contemplación de una foto. La foto del antzoki de Durango. La he mirado muchas veces y me he acercado a la misma, obviamente sin simpatía, pero tampoco con la repugnancia que hiciera gala el Ministro de Interior.

Si elimináramos el atrezzo simbólico predispuesto por los organizadores del evento, convendría en que se trata de una instantánea en la que los protagonistas emanan una sensación de fracaso colectivo. Una foto dura. Exenta de felicidad y de buen balance.

Por la edad media, pudiera ser la foto coral de un grupo de los viajes del Imserso, o de los jubilados de una empresa del sector de la máquina-herramienta ante una comida-aniversario.

Pero no. No hay luz en los ojos. Rostros demacrados, castigados, con un rictus acerado que evidencia un curtido vital áspero.

Su porte no es el de “héroes”. Ni el de “gudaris”. Se han reunido como epílogo. Para certificar el final de su historia. De derrota en derrota hasta la victoria final. Hasta leer unas líneas les resultaba incómodo. Porque por mucha literatura que se les hubiera impreso en el papel, cada línea escrita era como un grano de sal en la herida. Un recordatorio de que nada de lo que se propusieron ganaron. Ni la independencia, ni el socialismo, ni la alternativa Kas, ni la ruptura democrática, ni la amnistía, ni la negociación. Tanta acción destructiva, tanta soledad penitenciaria, para acabar como aquellos otros que treinta años antes se quitaron la capucha en su episodio “poli mili”. Sí, los mismos que fueron acusados de “traición”. O aquellos que posteriormente fueron tildados de ser un “cáncer liquidacionista”. Por no hablar de quien pagó con su vida por el simple hecho de abandonar las armas y volver a su pueblo para reiniciar su camino civil.

Hoy, en el año 2014, alguien se acuerda de las conversaciones de Argel celebradas a mediados de los años 80. Allí debería haber acabado la historia de ETA. Pero con Txomin Iturbe muerto, el drama se prorrogó. Eugenio Etxebeste, sustituto en la interlocución diría pocos años después desde su exilio en Santo Domingo que “perdida la guerra militar” cabía el riesgo de que también la vía política quedara derrocada. Han tenido que transcurrir más de dos décadas para que ETA y su militancia lo percibiesen nítidamente.

Lecturas tremendistas interesadas, como las explicitadas por los dirigentes del PP, desenfocan las fotografías del comunicado del EPPK y su secuela de los excarcelados tras la eliminación de la “doctrina Parot”.

Ya no hay épica, ni histórica. Ni nada que se le parezca. Solamente, el despojo de un fracaso de sufrimiento y amargura. Estoy convencido de que ETA acabará desarmándose y pasará su organización al archivo histórico de este Pueblo. Esa es nuestra exigencia que no va a desfallecer hasta conseguirlo. Y llegará más pronto que tarde.

Lo que toca ahora es comenzar a escribir una nueva página de respeto e integridad en el disfrute de los derechos humanos básicos. Lo contrario, es no entender nada, o lo que es peor, añoranzas de un tiempo peor en el que todos perdimos.

La inteligencia llama a apagar los rescoldos de este fuego devastador. No como contrapartida de nada. Simplemente como evidencia de que esta triste historia está acabada. Empecinarse en no reconocerlo es un signo de irresponsabilidad dolosa. El Gobierno de Mariano Rajoy tiene en su mano hacerlo. Perseverar en el error, por cálculo político o por firmeza mal entendida haría que la sociedad vasca, de forma mayoritaria, se plantase para decir que hasta aquí hemos llegado.

Los problemas no se solucionan con más problemas. El pasado sábado, el PNV dio a Rajoy el primer aviso. Es hora ya de cambiar el paso y atender, por responsabilidad institucional y de Estado, el deber que le corresponde. El deber de atender la exigencia de paz y convivencia que reclama la sociedad vasca.

3 comentarios:

  1. Koldo comparto todo lo escrito por ti. Pero también quisiera expresar mi queja por lo sucedido el sábado en la manifestación en la que como militante del EAJ participe y en la que no me sentí cómodo. Siempre hemos soñado todos los vascos con nuestra unión para reflejar la fuerza que este pueblo tiene. Esta fuerza pasa por el respeto al otro y no me sentí respetado el sábado. La magnitud del silencio y su sensación tendrían un eco mayor, en su afán reivindicativo, que todos los gritos que allí se escucharon .El lema era incuestionable y junto al lema el apoyo mayoritario de la sociedad vasca y se hubiera que repetir, acudiría otra vez. Siempre estaré al lado de lo que representa el sentir de mi pueblo y una vez dicho esto solo pido respeto y no romper las reglas del juego democrático.
    A los representantes de mi partido ZORIONAK por estar donde hay que estar a pesar de lo que digan los demás.

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  2. Es cierto. No fue facil. Necesitan aprender mucho. Sobre todo cambiar de mentalidad. De la imposicion al respeto. Necesitan democracia. Pese a todo me quedo con que 100.000 vascos fueron detras de una pancarta que reclamaba derechos humanos, acuerdo y paz. Algunos jamas lo habian hecho. Detras de esa pancarta no cabia ni arsenales, ni armas ni violencia. Me quedo con eso. Que no es poco

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  3. Sigo con regularidad tu blog. Debo reconocer que es uno de mis blogs políticos favoritos. Y este post de hoy es de los que hacen sentir un escalofrío por la espina dorsal. Felicitaciones Koldo, magnífico texto y magnífica reflexión. Un saúdo dende Galiza

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