La portavoz del Partido Popular en las Juntas Generales de
Bizkaia, Esther Martínez, ha presentado una iniciativa en la Cámara territorial
en la que solicita que los 51 junteros y los altos cargos de la Diputación hagan
públicas sus declaraciones de la renta y patrimonio –si hubiere lugar– ante el
“insoportable clima de lógico recelo y reticencia que se ha generado acerca de
la honradez y honestidad de los que nos dedicamos a la actividad política”.
Es cierto que la
ciudadanía está harta y escaldada de tanto golfo suelto que, aprovechándose de
su cargo, ha saqueado en beneficio propio las arcas públicas. Sí, la sociedad
está indignada –y con razón– de tanto
chorizo, de tanta práctica corrupta, de tanto mangante y sinvergüenza. Todos
estamos asqueados de contemplar conductas miserables y mezquinas que se merecen
un castigo ejemplar e implacable.
Pero, dicho esto, creo que
la portavoz del PP se equivoca cuando reclama al conjunto de sus compañeros de
institución que exhiban sus declaraciones de renta y patrimonio –en su caso–. Se equivoca porque, entre otras cosas, cuando
tomamos posesión de nuestros cargos (quien esto escribe también es juntero), ya
hicimos y entregamos ante los servicios de la Cámara una declaración de bienes
e intereses que, existiendo alguna sospecha, puede consultarse y contrastarse.
Porque cuando finalice nuestro mandato, nos hemos comprometido a contrastar
dicha declaración inicial con la que en su momento resulte. Se equivoca Martínez
al pretender la excepcionalidad de la información al conjunto del colectivo,
extendiendo la mancha de sospecha a todos, como si el simple hecho de representar
a la ciudadanía nos convirtiera en esa “casta podrida” que tan alegremente
vitupera el europarlamentario Iglesias.
Yo, como el conjunto de
quienes nos sentamos en la Casa de Juntas de Gernika, no tenemos nada que
ocultar a la
ciudadanía. Ni nuestra declaración de renta, ni nuestro
patrimonio. Nuestras retribuciones son públicas. Acaban de ser publicadas
recientemente en algún medio de comunicación. Estamos en disposición de ser
auditados cuando sea, sin ninguna cortapisa. Y eso es normal. Así lo entiendo
porque nuestra actuación en política es vocacional. Por compromiso. Como debe
ser. Y exigirnos excepcional transparencia en nuestras nóminas –que ya son transparentes– solo infunde más dudas, más desconfianza sobre el
conjunto del colectivo de cargos públicos.
La normativa existente
sobre transparencia nos obliga ya a que nuestros bolsillos sean de cristal. Es
lo justo. Representamos a la ciudadanía y nuestro comportamiento debe estar al
servicio de la colectividad y no al revés. Lo que no es normal es que una
representante del PP, en el ejercicio de rasgarse las vestiduras por los casos
de corrupción que le afectan de manera directa, extienda la sospecha de
inmoralidad sobre todos, reclamando tal o cual medida como propuesta de
autodefensa o de autoexculpación. O como vacuna de limpieza. Las medidas
excepcionales y las sobreactuaciones generan desconfianza e incredulidad, y
alimentan el prejuicio del que piensa que quien se justifica sin ser requerido
“algo tendrá que ocultar”.
Yo no dudo de la
honorabilidad de la
señora Martínez. Al contrario. Estoy convencido de su
honradez y honestidad. Discrepamos en lo político, pero acepto que ella
defiende sus ideas por convicción y compromiso. Como los demás. Comprendo que ella
esté especialmente enfadada por el bochornoso espectáculo de sinvergüenzas que
han anidado alrededor de su formación. Estoy seguro de que, con el mismo empeño
y vehemencia que se expresa en las Juntas vizcainas, alzará su voz en su
partido para que se investiguen y esclarezcan las irregularidades de todo tipo
que han salido a la luz y, en paralelo a que los ámbitos judiciales depuren las
responsabilidades que hubiere, por propia iniciativa, espero saquen la escoba y
limpien la basura generada en su seno.
Este país, Euskadi, no es
ajeno al fenómeno de la
corrupción. Todas las sociedades están expuestas a ser
afectadas por las consecuencias de los bajos instintos de la condición humana.
Ahora bien, hasta el momento –y esperemos que dure–, la denominada “corrupción política” no se ha
visto reflejada de manera significativa en nuestro ámbito. No hay constancia de
sobresueldos en ‘B’, ni de ‘tarjetas black'. Y, pese a que algunos se pasaron
el verano hablando de batzokis y de financiación irregular sin aportar pruebas,
solo se conoce, a través de las diligencias abiertas por el juez Ruz, del
supuesto pago de una sede política con dinero negro: la del PP en Bilbao. Pese
a ello, la alarma social, la globalización mediática y la proliferación de
casos aflorados en los últimos tiempos hacen que la percepción de contagio sea
asimilado por la opinión pública, que llega a pensar que “todos son iguales”. Y
no es verdad. No es cierto que exista una “metástasis” de corruptelas. Ni que
todo el sistema esté podrido.
Es más, que se conozcan las
acciones delictivas, que se detenga a sus presuntos protagonistas y que la
justicia instruya procedimientos significa, aunque alguien lo dude, que el
sistema democrático funciona.
La cuestión estriba en
cómo se reacciona ante el fraude y el delito conocido. Si la reacción ante
casos propios o ajenos por parte de las formaciones políticas resulta confusa o
dilatoria, la confianza de la ciudadanía se seguirá perdiendo hasta un punto de
no retorno. Si, como hasta ahora, se utiliza el ‘y tú más’ como respuesta, se
abonará la base de que la porquería es común y generalizada. Si las acusaciones
sin pruebas se prodigan, si la difamación se convierte en medida de cambio, si
las imputaciones gratuitas sin contraste llegan incluso al Parlamento, donde un
aforado sin escrúpulos es capaz de dudar de todo y de todos, estaremos dilapidando
la credibilidad básica que un sistema representativo necesita para sostenerse.
Y, así, la política –del
griego “πολιτικός” –, conocida como la actividad en virtud de la cual una sociedad libre,
compuesta por mujeres y hombres libres, resuelve los problemas que le plantea su convivencia colectiva, habrá perdido su
esencia vertebradora.
Hace ahora
veinte años, un juez de Milán mandaba detener a un relevante dirigente del
Partido Socialista Italiano después de que este hubiera cobrado una ‘comisión’ de
un pequeño constructor de Módena. El empresario, cansado de los chantajes y de
la ‘mordida’ que tradicionalmente se veía obligado a abonar, denunció el caso y
se presentó ante su interlocutor con un micrófono oculto amparado por orden
judicial. Así caía Mario Chiesa, el primer dirigente del PSI. Tras él se
destapaba una larvada madeja de corrupción que afectaba a los dos partidos que,
por casi medio siglo, habían gobernado Italia: la Democracia Cristiana y el
Partido Socialista. Entre políticos y empresarios fueron procesadas 2.500
personas. El socialista Bettino Craxi, presidente del Gobierno, era procesado
–y posteriormente condenado–.
Moría en el exilio el año 2000. Caía el Gobierno. El PSI desaparecía. Al igual
que la
Democracia Cristiana.
Aquel proceso
de ‘manos limpias’ se denominó ‘Tangentópolis’ y tuvo como consecuencia una
catarsis política sin precedentes. Las formaciones políticas tradicionales
sucumbían y surgía el populismo. Instalado en él emergía ‘il Cavaliere’, Silvio
Berlusconi, y con él una de las páginas más oscuras de la nueva Italia.
El momento
actual de la España de Rajoy comienza a parecerse al proceso de descomposición
política vivida hace 20 años en Italia. La regeneración del sistema democrático
se impone con urgencia. Pero no basta con pedir perdón, ni con exigir que las
nóminas y las declaraciones de la renta de los cargos públicos puedan verse por
la ciudadanía como gesto de transparencia. Lo primero es limpiar, echar a los
corruptos del sistema: depurar responsabilidades antes de que ellos acaben con
él. Por lo tanto, fuera sinvergüenzas del plano público y póngase al frente de las instituciones y de los
partidos a personas con ética y moral intachable. Pedir perdón, sí. Pero,
también, penitencia y propósito de enmienda. No hacerlo sería alimentar la
llegada de un nuevo Berlusconi. Y eso sería todavía peor.
Por cierto, mi
declaración de renta es muy simple, como la de la mayoría de contribuyentes. Me
la envía elaborada el Departamento de Hacienda y yo la firmo. La colgaré en mi
blog. No porque me lo pida el PP –qué cara más dura–, sino porque no tengo nada que ocultar.
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