¿Habremos abdicado de la responsabilidad?. ¿Se nos habrá
atrofiado el sentido común hasta vivir
en una impostura permanente?. ¿Qué nos impide asumir la realidad echando mano
de manera recurrente al artificio y la desmesura? ¿Acaso nuestros prejuicios
nos han dejado ciegos?. ¿Somos incapaces de reconocer la verdad cuando ésta no
está a nuestro lado?. ¿Es que el entendimiento
resulta imposible porque legitima al adversario?.
Sí, son reflexiones profundas que hoy dejo constancia en estas líneas al
observar con cierta pesadumbre, el
panorama en el que se está convirtiendo
no ya la acción política sino determinadas relaciones sociales. Es como
si la epidemia de falta de lucidez expresada por José Saramago en su “Ensayo
sobre la ceguera” se hubiese extendido entre
nosotros. De repente, y sin causa aparente,
todos comenzamos a quedarnos ciegos. Desesperados por esta enfermedad se
impone el egoísmo. El miedo a perder posiciones frente a los demás enciende las
bajas pasiones demostrando que la
ceguera en sí no es problema sino la ausencia de principios, la falta de ética,
de solidaridad, de respeto.
Detrás de la falta de diálogo social no hay posiciones
irreconciliables. No es posible que en el mundo del trabajo sus agentes vivan
los unos frente a los otros sin tan siquiera escucharse. Si así fuera no habría ni trabajo ni
actividad económica. Detrás de la falta de entendimiento existe una pugna por la hegemonía. Pisar o ser pisados. Sin atender al principio de que trabajadores
y empresarios están obligados a convivir y a hacerlo de la manera en la que los intereses de ambas
partes queden mejor garantizados.
La trinchera de enfrentamiento establecida entre sindicatos
y patronal, en la que los mensajes
–fundamentalmente de ruptura- se trasladan a través de los medios de
comunicación tiene, afortunadamente,
como contrapeso la interlocución micro,
empresa a empresa, donde la realidad aprieta de verdad y el acuerdo urge. Se
trata de un diálogo de tuertos, que suple con creces la ceguera establecida en el plano general.
Los medios de comunicación, soportes de intermediación entre
la opinión pública –la sociedad- y la realidad,
son cada vez más portavoces de sus empresas editoras y del ideario del
Consejo de Administración de turno. Altavoces o propagandistas de una intencionalidad expresada en prensa
escrita, en formato audiovisual o digital.
Aún reconociendo que la objetividad es una quimera
inalcanzable, la verdad de los medios de comunicación se ha convertido en “su
verdad”. Los periodistas, los columnistas y opinadores se pliegan cada vez más
ante los intereses empresariales de parte y la autocrítica es un término casi
inexistente en su mermado cuadro deontológico.
Las rectificaciones han muerto por inanición frente al no
reconocible error, propio y característico de la especie humana.
La audiencia solo importa como influencia, como la
consecución de metas y objetivos concretos para halagar a los amigos y denostar
a los adversarios.
En una sociedad enferma por la corrupción, por los
comportamientos obscenos y culpables del
enriquecimiento ilegítimo, el poder la
información debería saber diferenciar la
paja del trigo y preservar la presunción de inocencia como valor universal de
una sociedad democrática, a falta, claro está, de contraste y prueba que establezca que el hecho señalado tenga
una evidencia culposa.
Sin embargo, la epidemia de ceguera en la que nos encontramos inmersos, hace que en muchas ocasiones convirtamos todo el monte en orégano y se damnifique
por igual rasero a justos y a pecadores. Así, aparecen las “víctimas
colaterales” de informaciones que más parecen fusilamientos preventivos. Daños
de difícil reparación ante la bien ganada indignación creciente de una
ciudadanía, hastiada de tanta porquería. Y de tanto discurso estéril que nada
soluciona.
La política, con mayúsculas, es la mayor damnificada de esta
enfermedad que impide compadecer la realidad con su práctica. La ceguera de
Rajoy con la voluntad de expresión popular en Catalunya es el reflejo más
evidente de que los actuales dirigentes
deben ser amortizados.
Su ceguera es intencionada. A sabiendas se dice que lo
acontecido el pasado día 9 en Catalunya fue un “simulacro”, un “acto de
propaganda” para, a continuación afirmar
que “dos de cada tres catalanes ni siquiera se han molestado en
contestar” o que “en Cataluña hay muchos más catalanes que independentistas”.
Negar la evidencia de una movilización
de más de dos millones de personas es un acto de estupidez. Se podrá dudar de la efectividad o no de la iniciativa. Se
podrá evaluar con criterio propio la
trascendencia de lo acontecido y su validez jurídica o testimonial, pero
desacreditar totalmente el ejercicio personal de dos millones trescientas mil
personas que un domingo salieron de sus casas y con una papeleta en la mano la
depositaron en una urna, por muy de cartón que fuera, es perder toda
credibilidad. Es como negar que
llueva empapado hasta el tuétano. Eso es
mentir. E insultar a la inteligencia de la ciudadanía.
Más allá del alcance que pueda tener la falta de coraje por
asumir y abordar los problemas, la sensación de descrédito que provocan
actitudes como la demostrada por Mariano
Rajoy, sólo ayuda a alimentar el desapego de la sociedad hacia sus
representantes. No hay nada peor en la política que la desconfianza porque una
vez perdido el crédito, todo mensaje suena a cuento chino, a una
tomadura de pelo permanente. Y cuando
esa percepción se instala, es mejor cambiar de representante que seguir
mintiendo a la parroquia, que enfadada puede tener la tentación de defenestrar –echar por la ventana- al
penitente ciego. De ahí que entienda que Rajoy debe ser amortizado.
De lo grande, a lo pequeño. La epidemia de ceguera que
magistralmente publicara Saramago, la pérdida
del sentido común, no sólo aflige a la
“gran política”. Sus efectos llegan a
todas partes. El Parlamento Vasco no es
ajeno a sus febriles consecuencias. El aforado Maneiro, único representante de UPyD en la Cámara de
Gasteiz, recrea una tras otra iniciativa,
el innovador principio de la presunción de culpabilidad. Así, preguntó la pasada semana al Consejero de
Economía y Hacienda sobre la necesidad
de investigar a las cajas de ahorro vascas en relación a la posible existencia
de tarjetas opacas para sus directivos, a semejanza de Caja Madrid. Ricardo
Gatzagaetxebarria, de manera educada
respondió que en Euskadi jamás se había visto cosa igual y que no tenía sentido
investigar lo que no existía.
Refractario a la explicación, como acostumbra, Maneiro anunció
entonces que pondría el caso en manos de
la fiscalía, buscando petróleo donde se sabe que no hay. Sospecha sospechando,
Maneiro acabará dudando de sí mismo.
Pero el grado de delirio
-todo puede empeorar-, lo he encontrado en una iniciativa
parlamentaria registrada la pasada
semana por la parlamentaria de EH Bildu, Belén Arrondo. Se trata de una moción.
En ella, la diputada de la izquierda abertzale reprocha al lehendakari Urkullu
que permita la salida de su gabinete del
Consejero Aburto para ser candidato del PNV a la alcandía de Bilbao. Y, en
segundo término, censura “el comportamiento irresponsable del consejero de
Empleo y políticas sociales –y de dos de sus viceconsejeros- por abandonar el
barco y sumergirse en otras tareas” distintas a las que hoy les ocupan.
En primer lugar, Aburto no ha abandonado el Gobierno. Ni tan
siquiera al día de hoy es candidato. Pero, cuando lo sea, y cuando toque, por
pura coherencia, tendrá que salir de Lakua para dedicarse, si la ciudadanía así
lo estima, a otras responsabilidades (veremos como algunos lo piden antes de
tiempo).
Hasta ahora, habíamos escuchado eso de “¡Váyase señor
González!”. Lo que jamás habíamos sido
testigos es de lo que la parlamentaria Arrondo expresa. “¡Quédese señor
Aburto!”. “¡No se vaya!”.
Que lo denuncie también a la fiscalía. Puestos
a hacer el bobo, mejor ser esféricos. Sin aristas. Lo cojas por donde lo cojas, bobos.
...Qué epidemia
Cómo se defiende un@ de un Bob@ que no atiende ni entiende a razones???? (Salvo que se quieran pasar de listos).
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