El diccionario determina que
“neófito” es aquella persona adherida recientemente a una causa o a una
colectividad. No son recién nacidos –neonatos-. Existían ya pero en un momento
dado de su experiencia vital, se incorporaron a una nueva fe o a una
creencia de la que vivían ajenos.
Saulo
de Tarso se cayó del caballo camino de Damasco y del mamporro se convirtió al
cristianismo siendo con posterioridad el “apóstol de los gentiles”. Otra
transformación cuasi milagrosa, y salvando las distancias, es la que el propio
ministro de interior, Jorge Fernández Díaz, revela que protagonizó en
1991, en un viaje a EEUU. En plena visita a Las Vegas (ciudad de “perdición”), el actual
jefe de la porra, empezó su "camino de retorno". Textualmente, según
sus palabras: "Dios salió manifiestamente a mi encuentro [...] Yo no
negaba a Dios, simplemente vivía como si no existiera". Pese a la
revelación sobrenatural, Fernández Díaz todavía tardó seis años en alcanzar la
conversión total y su comunión en el Opus Dei.
Son muchos los casos de neófitos
que han abrazado creencias ideológicas
dando un vuelco copernicano a sus vidas. Marxistas devenidos en ultraliberales
o conservadores que han terminado por abrazar la radicalidad revolucionaria.
En Euskadi hemos visto algunos
casos paradigmáticos en los que, por ejemplo,
quienes en su día pegaron tiros
en las rodillas y asesinaron por, supuestamente, un País Vasco independiente y socialista,
acabaron defendiendo un integrismo
español combativo y militante.
Lo cierto es que una de las
principales características de los neófitos es su vehemencia y su ardor en defender su nuevo credo. Quizá
sea un síntoma reactivo para despreciar la vida pasada y afincarse, sin sombra
de duda en su nueva experiencia. Es como una metamorfosis súbita en la que la
puesta en valor de la nueva condición lleva a despreciar y a difamar a quienes tradicionalmente, desde
siempre, han ocupado el espacio al que aquellos ahora llegan.
En este país nuestro han pasado
tantas cosas que alguno cree que el
presente trepidante que nos envuelve hace olvidar su pasado. Y no.
Probablemente pocos sepan
decir hoy qué significaba hace unos años
hablar del “señor Robles”. O señalar a un misterioso “Otxia” en los ámbitos
reconocibles de Iparralde en los que los
entonces “refugiados” hacían su vida semiclandestina. A muchos tampoco les dirá
nada el nombre de “Pedrito de Andoain”.
Hoy todos estos sobrenombres pueden resultar anecdóticos. Pero la “anécdota”
del ayer resultaba macabra y pavorosa.
Eran las referencias
utilizadas de lo que se conoció eufemísticamente como “impuesto
revolucionario”. Aquella extorsión, utilizada como técnica mafiosa para
alimentar la “vanguardia revolucionaria armada” se coló en la vida de miles de
familias de este país. Cartas, mensajes, que llenaban de zozobra de quienes las
recibían. Destinatarios elegidos por no
se sabe bien qué tipo de argumentos pero que condicionaban la libertad de las
personas al pago dinerario a una organización oculta que vigilaba, no sólo los
movimientos del destinatario sino de sus familiares directos. Cónyuges, hijos,
amigos, vecinos... Fue la maldad soterrada de una amenaza, de una persecución
que se vivía en solitario, en la intimidad del hogar. Vivir con el miedo pegado
a la espalda, con la intransferible
sensación de padecer un golpe físico y moral en cualquier momento sin que nadie lo pudiera evitar. Terror en
sentido puro.
El mal llamado “impuesto
revolucionario” fue el ejercicio más
ruin de la corrupción humana. El sometimiento al miedo, la vulnerabilidad de la
dignidad humana por quienes, sin ningún escrúpulo, aplicaba la violencia al
prójimo por simple interés sectario.
Traigo a colación este
recuerdo porque llevo días escuchando los mensajes de los neófitos a la democracia. Esos
que, de un día para otro, se han apartado de su historia para abrazar –por
fin-, el sistema democrático sumándose al reconocimiento y respeto de todos los derechos humanos, a la libertad
de pensamiento y a la acción política representativa como único reflejo de la voluntad popular.
Como todos los conversos
tardíos, los herederos de aquella “vanguardia” se presentan hoy a las elecciones en ciernes con un mensaje
rotundo contra lo que consideran “corrupción política”. Y en su afán por poner en
valor su nueva condición de grupo inmaculado no tienen empacho en acusar a sus
adversarios políticos de estar
podridos como consecuencia de,
supuestamente, sus conductas deleznables.
Denuncia aquí, querella allá.
Reproches e imputaciones se van sucediendo cuan inquisidores de nuevo cuño que
pretenden arrojar a la hoguera a todos los que les salgan al paso. No olvidemos
que Torquemada, aquel infausto fraile
dominico, confesor de la Isabel de Castilla, martillo pilón de herejes y
asesino de inocentes fuera descendiente directo de judíos, colectividad que
persiguió con saña y crueldad.
No resulta de recibo tanta fiereza en el discurso. Ni tanto
interés por el descrédito. Las campañas electorales tienen como objetivo
convencer al electorado del mérito propio frente al resto de ofertas
partidarias. Recurrir a la difamación, al menoscabo de la integridad del
oponente, no hace sino poner en evidencia la falta de propuestas y el espíritu
de autodefensa de quien solo busca el enfrentamiento a través de la insidia.
Y con más motivo, sobran las apelaciones al desdoro de los
demás –sin aportar pruebas- cuando quien practica esta técnica difamatoria ha
sido incapaz de ponerse ante un espejo y reconocer sus defectos.
A EH Bildu, la visión crítica del pasado le resulta
insoportable. La suya solamente. Porque bien critican a los demás cuando hacen
uso de su memoria histórica selectiva. No reconocer los pecados capitales en
los que se vieron inmersos hace apenas unos años inhabilita su capacidad actual
de guardianes de la ética y el buen gobierno.
Su incorporación al sistema democrático y la oportunidad inédita
de gobierno que han dispuesto en Gipuzkoa en este pasado cuatrienio no ha
servido para que su reconversión haya sido efectiva, actuando aún bajo el
impulso mental de su pensamiento único. Un pensamiento que no tiene en
consideración a los demás. Los demás, para ellos, no son referencia. Por eso, o
se les desacredita buscando su anulación o se les ignora, en signo de
supremacía ideológica propia de su autoritarismo pasado.
Hasta su lema electoral –“garaile”- rezuma dosis
impositivas. “Vencedores” frente a “vencidos”. La cita que siempre han
denostado pero que su subconsciente aplica para sí y para los demás. Vencer que
no convencer. Esa es su cuestión.
Ser neófitos en democracia
implica mucho más que denunciar la paja en el ojo ajeno. Es, cuando menos,
reconocer la maldad que supuso para
muchas personas vivir con la muerte en los talones. Sometidas a una corrupción
inhumana que imponía el miedo y que se aliviaba, en el mejor de los casos, con
el aporte económico para la “causa”. Como en “El padrino”, la seguridad
personal o colectiva tenía un precio. No era “una cuestión personal sino los
negocios de la familia”
Por lo tanto, a todos esos
que como Bartolo y su flauta de un agujero sólo, tocan una y otra vez la misma
música de denuncia y reproche, cabe responderles lo que Manuel Irujo dedicó a los reconvertidos demócratas
franquistas de su época; “lecciones, las justas. Y los conversos a la cola”.
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