viernes, 15 de mayo de 2015

CONVERSOS Y NEÓFITOS

El diccionario determina que “neófito” es aquella persona adherida recientemente a una causa o a una colectividad. No son recién nacidos –neonatos-. Existían ya pero en un momento dado de su experiencia vital, se incorporaron a una nueva fe o a una creencia  de la que vivían ajenos.

Saulo de Tarso se cayó del caballo camino de Damasco y del mamporro se convirtió al cristianismo siendo con posterioridad el “apóstol de los gentiles”. Otra transformación cuasi milagrosa, y salvando las distancias, es la que el propio ministro de interior, Jorge Fernández Díaz, revela que protagonizó en 1991, en un viaje a EEUU. En plena visita a  Las Vegas (ciudad de “perdición”), el actual jefe de la porra, empezó su "camino de retorno". Textualmente, según sus palabras: "Dios salió manifiestamente a mi encuentro [...] Yo no negaba a Dios, simplemente vivía como si no existiera". Pese a la revelación sobrenatural, Fernández Díaz todavía tardó seis años en alcanzar la conversión total y su comunión en el Opus Dei.
Son muchos los casos de neófitos que han abrazado creencias  ideológicas dando un vuelco copernicano a sus vidas. Marxistas devenidos en ultraliberales o conservadores que han terminado por abrazar la radicalidad revolucionaria.
En Euskadi hemos visto algunos casos paradigmáticos en los que, por ejemplo,  quienes  en su día pegaron tiros en las rodillas y asesinaron por, supuestamente,  un País Vasco independiente y socialista, acabaron  defendiendo un integrismo español combativo y militante.
Lo cierto es que una de las principales características de los neófitos es su vehemencia  y su ardor en defender su nuevo credo. Quizá sea un síntoma reactivo para despreciar la vida pasada y afincarse, sin sombra de duda en su nueva experiencia. Es como una metamorfosis súbita en la que la puesta en valor de la nueva condición lleva a despreciar  y a difamar a quienes tradicionalmente, desde siempre, han ocupado el espacio al que aquellos ahora llegan.
En este país nuestro han pasado tantas cosas  que alguno cree que el presente trepidante que nos envuelve hace olvidar su pasado. Y no.
Probablemente pocos sepan decir hoy  qué significaba hace unos años hablar del “señor Robles”. O señalar a un misterioso “Otxia” en los ámbitos reconocibles  de Iparralde en los que los entonces “refugiados” hacían su vida semiclandestina. A muchos tampoco les dirá nada  el nombre de “Pedrito de Andoain”. Hoy todos estos sobrenombres pueden resultar anecdóticos. Pero la “anécdota” del ayer resultaba macabra y pavorosa.

Eran las referencias utilizadas de lo que se conoció eufemísticamente como “impuesto revolucionario”. Aquella extorsión, utilizada como técnica mafiosa para alimentar la “vanguardia revolucionaria armada” se coló en la vida de miles de familias de este país. Cartas, mensajes, que llenaban de zozobra de quienes las recibían. Destinatarios elegidos  por no se sabe bien qué tipo de argumentos pero que condicionaban la libertad de las personas al pago dinerario a una organización oculta que vigilaba, no sólo los movimientos del destinatario sino de sus familiares directos. Cónyuges, hijos, amigos, vecinos... Fue la maldad soterrada de una amenaza, de una persecución que se vivía en solitario, en la intimidad del hogar. Vivir con el miedo pegado a la espalda,  con la intransferible sensación de padecer un golpe físico y moral en cualquier momento  sin que nadie lo pudiera evitar. Terror en sentido puro.
El mal llamado “impuesto revolucionario”  fue el ejercicio más ruin de la corrupción humana. El sometimiento al miedo, la vulnerabilidad de la dignidad humana por quienes, sin ningún escrúpulo, aplicaba la violencia al prójimo por simple interés sectario.

Traigo a colación este recuerdo porque llevo días escuchando los mensajes de los neófitos a la democracia. Esos que, de un día para otro, se han apartado de su historia para abrazar –por fin-, el sistema democrático sumándose al reconocimiento y respeto  de todos los derechos humanos, a la libertad de pensamiento y a la acción política representativa  como único reflejo  de la voluntad popular.

Como todos los conversos tardíos, los herederos de aquella “vanguardia” se presentan  hoy a las elecciones en ciernes con un mensaje rotundo contra lo que consideran “corrupción política”. Y en su afán por poner en valor su nueva condición de grupo inmaculado no tienen empacho en acusar a sus adversarios políticos  de estar podridos  como consecuencia de, supuestamente, sus conductas deleznables.

Denuncia aquí, querella allá. Reproches e imputaciones se van sucediendo cuan inquisidores de nuevo cuño que pretenden arrojar a la hoguera a todos los que les salgan al paso. No olvidemos que  Torquemada, aquel infausto fraile dominico, confesor de la Isabel de Castilla, martillo pilón de herejes y asesino de inocentes fuera descendiente directo de judíos, colectividad que persiguió con saña y crueldad.

La nueva Izquierda Abertzale, quizá temerosa de perder los espacios que gracias a los votos había conseguido,  está protagonizando  una campaña electoral caracterizada por denostar a sus rivales con la sombra de corrupción. Como si su único de interés fuera demostrar los intereses espurios del PNV por vencer en las urnas. “Chanchullos”, “chupar del bote”, “meter la mano en el cajón”, “despilfarro” son citas habituales en las comparecencias públicas  de un amplio coro de portavoces que han llegado a afirmar que “algunas formaciones políticas – en referencia al PNV- quieren pactar a cualquier precio y con cualquiera con el único objetivo de seguir saqueando las arcas públicas".

No resulta de recibo tanta fiereza en el discurso. Ni tanto interés por el descrédito. Las campañas electorales tienen como objetivo convencer al electorado del mérito propio frente al resto de ofertas partidarias. Recurrir a la difamación, al menoscabo de la integridad del oponente, no hace sino poner en evidencia la falta de propuestas y el espíritu de autodefensa de quien solo busca el enfrentamiento a través de la insidia.

Y con más motivo, sobran las apelaciones al desdoro de los demás –sin aportar pruebas- cuando quien practica esta técnica difamatoria ha sido incapaz de ponerse ante un espejo y reconocer sus defectos.

A EH Bildu, la visión crítica del pasado le resulta insoportable. La suya solamente. Porque bien critican a los demás cuando hacen uso de su memoria histórica selectiva. No reconocer los pecados capitales en los que se vieron inmersos hace apenas unos años inhabilita su capacidad actual de guardianes de la ética y el buen gobierno.

Su incorporación al sistema democrático y la oportunidad inédita de gobierno que han dispuesto en Gipuzkoa en este pasado cuatrienio no ha servido para que su reconversión haya sido efectiva, actuando aún bajo el impulso mental de su pensamiento único. Un pensamiento que no tiene en consideración a los demás. Los demás, para ellos, no son referencia. Por eso, o se les desacredita buscando su anulación o se les ignora, en signo de supremacía ideológica propia de su autoritarismo pasado.

Hasta su lema electoral –“garaile”- rezuma dosis impositivas. “Vencedores” frente a “vencidos”. La cita que siempre han denostado pero que su subconsciente aplica para sí y para los demás. Vencer que no convencer. Esa es su cuestión.

Ser neófitos en democracia implica mucho más que denunciar la paja en el ojo ajeno. Es, cuando menos, reconocer  la maldad que supuso para muchas personas vivir con la muerte en los talones. Sometidas a una corrupción inhumana que imponía el miedo y que se aliviaba, en el mejor de los casos, con el aporte económico para la “causa”. Como en “El padrino”, la seguridad personal o colectiva tenía un precio. No era “una cuestión personal sino los negocios de la familia”


Por lo tanto, a todos esos que como Bartolo y su flauta de un agujero sólo, tocan una y otra vez la misma música de denuncia y reproche, cabe responderles lo que Manuel Irujo  dedicó a los reconvertidos demócratas franquistas de su época; “lecciones, las justas. Y los conversos a la cola”.

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