Es una
de esas imágenes imborrables que a uno se le quedan para siempre. Pasó hace ya
muchos años, cuando quien esto escribe era un tierno infante y vivía con la
inocencia de quien disfrutaba del verano como de ese tiempo infinito en el que
todo pasaba o podía pasar. La escena era diaria y ocurría al atardecer, con la
misma seguridad y placidez que el sol se ponía en los ocasos de las tierras
castellanas. Era el momento de las cabras.
Durante
toda la jornada, los animales habían estado pastando en los pagos de abajo,
ante la atenta mirada y el control del señor Venancio. Un hombre recio, de ceja
junta y prolongada hasta mediado el tabique nasal que era una continuación
natural de su frente. Inclusive su apelativo
–Venancio- parecía hecho para un guardián de ganado. No para un pastor cualquiera. Los
pastores de ovejas tenían sustantivos más oníricos -Ovidio, Rufino, Damián-. Él era cabrero.
Venancio
tenía un lenguaje especial con la manada. Indescifrable para el entendimiento
de un niño pero reconocible para las reses. Un vocabulario sin gran sentido,
parco y repetitivo–“undiosvirgen”- a modo de maldición divina que las cabras
obedecían, a riesgo de ser reconvenidas con un idioma menos articulado pero más eficaz; el
cachiporro.
La
relación entre pastor y rebaño siempre me pareció fascinante, pero el momento irrepetible, el “milagro, se producía en horario crepuscular. Era
entonces cuando Venancio y la majada volvían y desde las eras que circundaban
la población, los animales se dispersaban solas como en un “rompan filas” acordado. Cada bicho
ponía rumbo a su casa de origen. Llegaban las cabras, ordenadas y dirigidas
como si tuvieran “gps”. Tintineaban los cencerros. Las ubres repletas iban
dejando regueros de leche a su paso. Y a su encuentro salían sus dueños
–básicamente dueñas-. Con un mendrugo de pan que les servía de imán o una lata
con unos puñados de sal a modo de cebo. A las puertas de su casa les esperaban la señora Basilia –siempre
vestida de negro con un pañuelo del mismo color que cubría su recogida melena
blanca-. O el “tío” Anastasio, que vivía debajo de una boina. O la Genara,
aquella menuda anciana cuyos rasgos orientales creía eran consecuencia de la
presión con la que sujetaba su moño, una rosca perfecta que atirantaba su
fisonomía facial hasta achinar su semblante.
Era el
momento en el que las cabras volvían al hogar para ser ordeñadas y pasar la
noche en su refugio. Un instante de reconciliación. De retorno programado.
Con las
primeras luces de la mañana, cada animal iniciaría el proceso inverso. Saldría
de casa. Se alejaría del casco urbano y al borde del Riduelo, en el secarral
del camino, Venancio las recogería y conduciría, a juramento limpio, camino de
la dehesa. Era demasiado temprano para mí. Dormir era más confortable. Sobre todo
cuando sabías, que al atardecer siguiente, la escena se repetiría. Cada res a
su sitio. Así ocurrió por tiempo. Hasta que las cabras desaparecieron de la economía familiar. No hubo más
tintineos. Ni excrementos en las calles que los muchachos pudieran confundir
con los “conguitos” -¡qué desagradable experiencia tuvo que ser la de pensar
que aquellas bolitas eran de chocolate y descubrir, con ellas en la boca, que
simplemente eran cagarrutas!-. Se acabó la magia.
También tuvo su fin
el chivo más mediático de todos. Tras doce años de servicios, de reconocer los
toques del cornetín de órdenes y de desfilar con la cadencia de 160 pasos por
minuto, la cabra que había sido emblema de la Legión durante la última década,
vio acabada su carrera. Pocos
animales pueden haber llevado una vida
tan plácida. Rodeada siempre de comida y hierba, a la cabra le llegó la hora de
la jubilación. Sí, jubilación puesto que el mismísimo teniente coronel jefe de
su unidad tuvo que autorizar su traslado definitivo hasta el santuario de
animales de Cádiz. Fue la primera cabra que se jubilaba de manera oficial.
Acostumbrado al trajín cuartelero, el bicho no duró mucho en la vida civil. La
última mascota de la Legión murió, según cuentas las crónicas, la pasada semana
en el Santuario Refugio La Pepa, en
Arcos de la Frontera, donde vivía plácidamente retirada de la vida castrense
desde el pasado verano. Su final no tuvo
honores y pese a que inicialmente estaba
previsto que su cuerpo fuera incinerado
envuelto en la bandera española, al crematorio fue llevado solo y sin la
entorchada rojigualda.
“Pepe” que así se llamaba la
mascota ardió en orfandad. ¿”Pepe”?.¿Cómo una cabra puede llamarse “Pepe”?. ¿Alguien
confundió el género del animal?. Pues
sí. Tal era el nombre del emblema militar. La cabra, en verdad era un “macho
cabrío”. Lo que ocurre es que como no quedaba bonito referirse a él como el “cabrón” de la Legión
(algún malpensado habría disfrutado de
la polisemia), se hizo habitual utilizar el género femenino para describir al chivo.
Qué destino más cruel el de la res. Toda una vida siendo lo que no se es,
aunque a la vista estaba, contemplando sus atributos que cabra-cabra ser no
era.
“Pepe”, debido a su
longevidad, no desfiló ya el pasado año
en la festividad de la “Hispanidad”. Su puesto lo ocupó otra cabra; “Pablo”
–vaya con el género-. Sin embargo, en la edición conmemorada este pasado
miércoles, el honor de encabezar la parada militar recayó en “Miura”, un
carnero perteneciente a la “Bandera Millán Astray X “ de la Legión.
Cuando se cumplen ochenta
años del “venceréis pero no convenceréis” con el que Unamuno contestó al “¡Viva
la muerte!, ¡Muerte a la inteligencia” pronunciado por Millán Astray en la
Universidad de Salamanca, resulta hiriente que un país democrático reivindique
su “fiesta nacional” haciendo desfilar a una dotación militar que lleve por
bandera el nombre de aquel sublevado
contra la legalidad republicana. La mención al General franquista, tildada por
medios oficiales como una “casualidad” parece reírse de la normativa en vigor
para la reparación de la Memoria Histórica retratando fielmente las carencias de un Estado que identifica su hecho “nacional” en valores
de “unidad” y de “grandeza” anclados en un pasado que creíamos superado.
Antaño, los nostálgicos camaradas de Millán Astray,
bautizaron el 12 de octubre como el “Día de la Raza”. Más adelante se incorporó a
tal efeméride el término común de la
“Hispanidad” en un intento poco afortunado de socializar la festividad al mundo
latinoamericano.
Hoy, para los españoles, es
su “fiesta nacional”. Nada tengo que objetar a quien pretenda celebrarlo. Cada
cual es muy libre de reivindicar su identidad
y de exaltarla siempre que lo haga desde el respeto a la pluralidad de
los demás.
No es mi caso, aunque en mi DNI, figure como “nacionalidad”
la de “española”. La nación a la que me
siento identificado es otra. Creo, lo he dicho muchas veces, que se puede defender lo que uno es sin demonizar lo que
no es. Soy vasco. Así me siento y tengo derecho a que se me reconozca tal
condición. Respeto a quien se identifica diferente. Unos y otros podemos y
debemos ejercer libremente nuestra nacionalidad. Sin imposiciones. Sin
subordinaciones. Igualdad de derechos, de oportunidades.
Pero no creo que la mejor exaltación de la nacionalidad pase por
reivindicar el ardor guerrero de cada cual. Ni por desfiles. Ni por cabras o
carneros marcando el paso. Tampoco creo en la acción penal de los juzgados. Ni
las amenazas de inhabilitación o de suspensión de quienes sólo pretenden que su
voz sea escuchada y tenida en cuenta.
Con la imposición de por medio
jamás se resolverá un problema radicado en lo más profundo de la
voluntad de las personas. Ni así, ni mucho menos, con la Legión y su cabra
encabezando el desfile de una exaltación patriótica delirante.
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