sábado, 15 de octubre de 2016

UNA DE CABRAS


Es una de esas imágenes imborrables que a uno se le quedan para siempre. Pasó hace ya muchos años, cuando quien esto escribe era un tierno infante y vivía con la inocencia de quien disfrutaba del verano como de ese tiempo infinito en el que todo pasaba o podía pasar. La escena era diaria y ocurría al atardecer, con la misma seguridad y placidez que el sol se ponía en los ocasos de las tierras castellanas. Era el momento de las cabras.

Durante toda la jornada, los animales habían estado pastando en los pagos de abajo, ante la atenta mirada y el control del señor Venancio. Un hombre recio, de ceja junta y prolongada hasta mediado el tabique nasal que era una continuación natural de su frente.  Inclusive su apelativo –Venancio- parecía hecho para un guardián de  ganado. No para un pastor cualquiera. Los pastores de ovejas tenían sustantivos más oníricos  -Ovidio, Rufino, Damián-. Él era cabrero.

Venancio tenía un lenguaje especial con la manada. Indescifrable para el entendimiento de un niño pero reconocible para las reses. Un vocabulario sin gran sentido, parco y repetitivo–“undiosvirgen”- a modo de maldición divina que las cabras obedecían, a riesgo de ser reconvenidas con un idioma  menos articulado pero más eficaz; el cachiporro.  

La relación entre pastor y rebaño siempre me pareció fascinante, pero  el momento irrepetible, el “milagro,  se producía en horario crepuscular. Era entonces cuando Venancio y la majada volvían y desde las eras que circundaban la población, los animales se dispersaban solas  como en un “rompan filas” acordado. Cada bicho ponía rumbo a su casa de origen. Llegaban las cabras, ordenadas y dirigidas como si tuvieran “gps”. Tintineaban los cencerros. Las ubres repletas iban dejando regueros de leche a su paso. Y a su encuentro salían sus dueños –básicamente dueñas-. Con un mendrugo de pan que les servía de imán o una lata con unos puñados de sal a modo de cebo. A las puertas de su  casa les esperaban la señora Basilia –siempre vestida de negro con un pañuelo del mismo color que cubría su recogida melena blanca-. O el “tío” Anastasio, que vivía debajo de una boina. O la Genara, aquella menuda anciana cuyos rasgos orientales creía eran consecuencia de la presión con la que sujetaba su moño, una rosca perfecta que atirantaba su fisonomía facial hasta achinar su semblante.

Era el momento en el que las cabras volvían al hogar para ser ordeñadas y pasar la noche en su refugio. Un instante de reconciliación. De retorno programado.

Con las primeras luces de la mañana, cada animal iniciaría el proceso inverso. Saldría de casa. Se alejaría del casco urbano y al borde del Riduelo, en el secarral del camino, Venancio las recogería y conduciría, a juramento limpio, camino de la dehesa. Era demasiado temprano para mí. Dormir era más confortable. Sobre todo cuando sabías, que al atardecer siguiente, la escena se repetiría. Cada res a su sitio. Así ocurrió por tiempo. Hasta que las cabras desaparecieron  de la economía familiar. No hubo más tintineos. Ni excrementos en las calles que los muchachos pudieran confundir con los “conguitos” -¡qué desagradable experiencia tuvo que ser la de pensar que aquellas bolitas eran de chocolate y descubrir, con ellas en la boca, que simplemente eran cagarrutas!-. Se acabó la magia.

También tuvo su fin el chivo más mediático de todos. Tras doce años de servicios, de reconocer los toques del cornetín de órdenes y de desfilar con la cadencia de 160 pasos por minuto, la cabra que había sido emblema de la Legión durante la última década, vio acabada su carrera. Pocos animales  pueden haber llevado una vida tan plácida. Rodeada siempre de comida y hierba, a la cabra le llegó la hora de la jubilación. Sí, jubilación puesto que el mismísimo teniente coronel jefe de su unidad tuvo que autorizar su traslado definitivo hasta el santuario de animales de Cádiz. Fue la primera cabra que se jubilaba de manera oficial. Acostumbrado al trajín cuartelero, el bicho no duró mucho en la vida civil. La última mascota de la Legión murió, según cuentas las crónicas, la pasada semana  en el Santuario Refugio La Pepa, en Arcos de la Frontera, donde vivía plácidamente retirada de la vida castrense desde el pasado verano.  Su final no tuvo honores y pese a que inicialmente  estaba previsto  que su cuerpo fuera incinerado envuelto en la bandera española, al crematorio fue llevado solo y sin la entorchada rojigualda.

“Pepe” que así se llamaba la mascota ardió en orfandad. ¿”Pepe”?.¿Cómo una cabra puede llamarse “Pepe”?. ¿Alguien confundió el género del animal?.  Pues sí. Tal era el nombre del emblema militar. La cabra, en verdad era un “macho cabrío”. Lo que ocurre es que como no quedaba bonito  referirse a él como el “cabrón” de la Legión (algún malpensado  habría disfrutado de la polisemia), se hizo habitual utilizar el género femenino para describir al chivo. Qué destino más cruel el de la res. Toda una vida siendo lo que no se es, aunque a la vista estaba, contemplando sus atributos que cabra-cabra ser no era.

“Pepe”, debido a su longevidad,  no desfiló ya el pasado año en la festividad de la “Hispanidad”. Su puesto lo ocupó otra cabra; “Pablo” –vaya con el género-. Sin embargo, en la edición conmemorada este pasado miércoles, el honor de encabezar la parada militar recayó en “Miura”, un carnero perteneciente a la “Bandera Millán Astray X “ de la Legión.

Cuando se cumplen ochenta años del “venceréis pero no convenceréis” con el que Unamuno contestó al “¡Viva la muerte!, ¡Muerte a la inteligencia” pronunciado por Millán Astray en la Universidad de Salamanca, resulta hiriente que un país democrático reivindique su “fiesta nacional” haciendo desfilar a una dotación militar que lleve por bandera  el nombre de aquel sublevado contra la legalidad republicana. La mención al General franquista, tildada por medios oficiales como una “casualidad” parece reírse de la normativa en vigor para la reparación de la Memoria Histórica retratando  fielmente las carencias de un Estado  que identifica su hecho “nacional” en valores de “unidad” y de “grandeza” anclados en un pasado  que creíamos superado.

Antaño,  los nostálgicos camaradas de Millán Astray, bautizaron  el 12 de octubre como el  “Día de la Raza”. Más adelante se incorporó a tal efeméride  el término común de la “Hispanidad” en un intento poco afortunado de socializar la festividad al mundo latinoamericano.

Hoy, para los españoles, es su “fiesta nacional”. Nada tengo que objetar a quien pretenda celebrarlo. Cada cual es muy libre de reivindicar su identidad  y de exaltarla siempre que lo haga desde el respeto a la pluralidad de los demás.

No es  mi caso, aunque en mi DNI, figure como “nacionalidad” la de “española”.  La nación a la que me siento identificado es otra. Creo, lo he dicho muchas veces, que  se puede defender lo que uno es sin demonizar lo que no es. Soy vasco. Así me siento y tengo derecho a que se me reconozca tal condición. Respeto a quien se identifica diferente. Unos y otros podemos y debemos ejercer libremente nuestra nacionalidad. Sin imposiciones. Sin subordinaciones. Igualdad de derechos, de oportunidades.

Pero no creo que la mejor exaltación de la nacionalidad pase por reivindicar el ardor guerrero de cada cual. Ni por desfiles. Ni por cabras o carneros marcando el paso. Tampoco creo en la acción penal de los juzgados. Ni las amenazas de inhabilitación o de suspensión de quienes sólo pretenden que su voz sea escuchada y tenida en cuenta.

Con la imposición de por medio  jamás se resolverá un problema radicado en lo más profundo de la voluntad de las personas. Ni así, ni mucho menos, con la Legión y su cabra encabezando el desfile de una exaltación patriótica delirante.  

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