sábado, 29 de octubre de 2016

UNA HORA MÁS…PARA DORMIR


Mañana, domingo, tendré una hora más para dormir. ¡Qué bendición!. Si algún “vicio” confesable escondo es el de zanganear en la cama como un oso en temporada de hibernación. Pero, ya se sabe, los placeres de esta vida son, básicamente, quimeras.  Cuando era joven, me sentía capaz de  estar en situación catatónica  durante  casi doce horas sin pestañear. Sobre todo, si en la víspera, me prodigaba en la actividad asociativa de carácter tabernario. Era una delicia. Aletargado como un plantígrado en su madriguera. Inmóvil. Alejado del mundanal ruido y de las preocupaciones. Como Yogui en Yellowstone después de saquear la  cesta de emparedados de un turista.

Esa “gloria bendita” se acabó hace tiempo. Ahora, me resulta extraño superar las seis horas y media de vigilia. Es un sin vivir. Mejor dicho, un sin dormir. Ni los fines de semana o las “fiestas de guardar” complacen esa natural apetencia por el mundo onírico. (Yo siempre he creído que el mejor invento de la humanidad era la cama). Mi reloj biológico imposibilita ya el descanso continuado. Es imposible. La vejiga se llena pronto y no queda más remedio que ejercitar un paseíllo rápido hasta el inodoro para aliviar mis bajas pasiones –es lo poco que queda  del bajo instinto-. Una vez evacuada la tinaja resulta difícil volver al catre y retomar el sueño. Cuando lo hago y vuelvo al estadio rem  es ya muy tarde, a escasos minutos de que suene la alarma del despertador. Y eso sí que es una putada. Así que me levanto excitado, iniciando la jornada de un humor de perros. Por eso, pongo en antecedentes a quien conmigo se encuentre que, por lo normal,  no hablo –ladro acaso- hasta bien pasada las nueve de la mañana.

Esta noche, tendremos una hora más para dormitar.  Así lo han decidido quienes, sin contar con nadie, han optado por que nuestros relojes se cambien arbitrariamente y cuando sean las tres de la madrugada, las manecillas volverán a las dos. Magia potagia.

Hay que tener la mente muy retorcida para, en un solo acto, tocar las narices de todo el mundo quitando o poniendo horas a la vida de la gente.  Imaginemos por un momento. Un hombre muere a las tres y cuarto de la noche. ¿A qué hora dirá el certificado de defunción que se produjo el óbito? ¿A las dos y cuarto?. No. A esa hora, el fiambre estaba vivo. Y, a saber qué hacía si no dormía. Fallecido en hora indeterminada. Un muerto viviente. Vamos un zombi.

La cuestión es que, no se sabe muy bien por qué, el día tiene 25 horas. Eso es sobrenatural. Aunque debería ser considerado anticonstitucional. No me extraña que el Parlamento balear haya pedido que a su reloj no lo toque nadie. Que hay muchos guiris en Ibiza en esta temporada  y que, si de facto, la noche les confunde, con sesenta minutos más de ocio nocturno, el desconcierto puede devenir en marimorena.

El argumento esgrimido para el cambio horario viene dado por un presunto ahorro energético.

Según el Instituto para la Diversificación y Ahorro de Energía, el potencial de reserva en iluminación que genera esta medida puede suponer un 5 %, lo que equivale a 300 millones de euros en todo el Estado español de acuerdo con los precios actualmente vigentes. De esos 300 millones de menos gasto, 90 corresponden al potencial doméstico, lo que supone un ahorro de seis euros por hogar en la península, mientras que los otros 210 millones de euros restantes se recuperarían en la industria y el sector  terciario. Para muchos, que se dicen expertos, este ínfimo impacto en la economía de los hogares supone más inconvenientes que ventajas para los ciudadanos. Mover las agujas del reloj es como el “chocolate del loro”. Una medida económica que trastorna el comportamiento humano, tan impredecible y variopinto por sí mismo.  El verdadero impacto social de una medida que pretendiera ajustar economía y bienestar  vendría, según todos los entendidos, por una política de conciliación familiar, adecuando los horarios laborales a un ritmo de vida más próximo al existente en nuestro entorno europeo con quien nos distancia un desfase en hábitos cercano a las dos horas.

 El estado español vive en una hora que no le corresponde. Lo hace desde 1942 cuando las autoridades franquistas adoptaron  el horario de Berlín, el horario del Reich que pretendían emular.  

La asincronía horaria, perpetuada no se sabe bien por qué razón, acentúa sus efectos  con la entrada en el ciclo invernal al que ahora nos piensan someter con el retardo del reloj. Retrasando en una hora las manecillas de crono se puede ahorrar, en el conjunto del Estado 300 millones de euros, pero hay que tener en cuenta que la diferencia lumínica hace, por ejemplo, que en Galicia sea preciso encender el alumbrado público a las mañanas, mientras que en Catalunya, en diciembre, comenzaría a anochecer alrededor de las cinco de la tarde. Todo un dislate y un ejemplo del modelo trasnochado, que en todos los ámbitos, representa el Estado español. Arreglarlo parece una misión imposible, sobre todo cuando los sectores dirigentes del país, ni tan siquiera son capaces de reconocer que viven en un tiempo fuera del calendario y de la lógica.  

Rajoy, por poner un ejemplo, volverá a ser presidente –sin funciones esta vez- una hora más tarde. Resultará investido presidente –al fin- diez meses después del primer paso de la ciudadanía por las urnas. Lo será por agotamiento. De propios y, especialmente, de extraños. Hasta su discurso para ganarse la confianza del parlamento ha sido un trámite anodino en el que se permitió el lujo, para no repetir argumentos antiguos, de remitir a sus señorías al diario de sesiones. Para qué esmerarse en un nuevo intento por ganarse simpatías añadidas si dormitando le resultaba suficiente. Así que el trámite, más allá de las ocurrencias y del tractor que ofreció en rima al portavoz del PNV,  fue una pérdida de tiempo.

A ello colaboró el despropósito socialista. Los que pretendían ser oposición y, diez meses después se dieron cuenta de que su arroz se había pasado, tardaron más de 314 días  en asumir ese papel.  Y no sólo no aprovecharon una posibilidad –mínima- de construir una alternativa sino que prorrogaron su decisión de facilitar una investidura en minoría hasta hacerla crecer en escaños y romperse la crisma en la interinidad. Perdieron todo o casi todo. Desde hacerse decisivos en una nueva etapa política, hasta su propia credibilidad de organización centenaria. Su lamentable gestión de los tiempos políticos les augura zozobra y ruptura. Se les ha hecho de noche  en pleno día. Y, ya se sabe, de noche, todos los gatos son pardos. La posible ruptura de Ferraz con el socialismo catalán, contemplado por algunos como  el río revuelto en el que los pescadores de las baronías buscan ventaja ante un inminente congreso, comienza a vislumbrar la hipótesis de que el PSOE, como lo fuera el PASOC griego, sea hoy más historia que futuro.

Quienes no han tenido reparo en retrasar su horario, volviendo al tiempo pretérito de la retórica revolucionaria ha sido el sector dominante de Podemos. Parece como si Pablo Iglesias, ávido de poder y contrariado por no haber  sido nominado por la ciudadanía como “gran timonel” de su futuro,  hubiera decidido echarse a la calle buscando la revuelta popular frente al “camino medio” de la moderación democrática representado por Errejón. Iglesias añora y revive la izquierda subversiva de antaño. Sus pronunciamientos públicos no inducen a engaño. Han vuelto, no a la dinámica de los “indignados” sino mucho más atrás. Resulta llamativo que una formación que prometía asaltar los cielos a través de las instituciones, reniegue de ellas por ser “en ocasiones trituradoras de la dignidad humana”. Es como un revival de  “retorno al pasado”, a las barricadas, a “rodear el Congreso”. Pero, eso sí, pisando moqueta y hemiciclo, aunque en las formas desprecie y denigre a quienes como él comparten legitimidad y acta parlamentaria. La acusación de Iglesias  al conjunto de  la representación política sentada en el Congreso, a la que tildó de ser  “delincuentes en potencia”, retrata bien al personaje y a una cultura antisistémica que creíamos desaparecida en las democracias occidentales.

Iglesias está fuera de tiempo y fuera de lugar. En el Estado español, hasta los “modernos” resultan extemporáneos. Sólo nos faltaba acumular una hora más en nuestro calendario con este paisanaje. Superémosla durmiendo que, al menos así, ganaremos en descanso. Y eso, en este panorama ya es mucho.

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