Por ejemplo, que siempre elijas mal a la hora de ponerte en una cola en el hipermercado. Colocas el carro de la compra donde menos gente hay pero la velocidad por la que pasas es, sin duda alguna, la más lenta de todo el establecimiento. O, algo más sencillo. ¿Por qué demonios cada vez que abro el envoltorio de un medicamento lo hago por donde las pastillas están tapadas por el prospecto?. Sé que es un tema de probabilidades. Hay un 50% de posibilidades de abrir la caja y acceder directamente a los comprimidos. Pero no, siempre, te topas con el folleto de marras que te obliga a dar la vuelta al envase. Además, si retiras el papel doblado y lo vuelves a integrar intacto en el interior de la caja, una vez extraía la dosis, ¿por qué extraña razón ya no cierra el recipiente?. ¿Mengua el cartón? ¿Se expanden las tabletas de las píldoras?.
El caos debe ser consustancial a la estupidez humana. ¿Por qué cada vez que tengo las manos pringadas de grasa o sucias me pica la nariz o la oreja?. ¿Por qué cada vez que debo abrir una puerta y tengo una mano ocupada, la llave que me permite acceder a la cerradura está en el bolsillo opuesto del pantalón a la mano libre?. ¿Por qué cada vez que tienes prisa todo se ralentiza?. ¿Cómo es posible que la galleta que mojas en el café con leche tenga la puntería de desmoronarse en la taza salpicándote la corbata el único día que te la pones por “imperativo legal”?.
Sí, son “acontecimientos” caóticos que analizados de manera aislada resultan curiosos. Pero, pongámonos en lo peor; que esos efectos se concatenen, uno tras otro, sin solución de continuidad. Te levantas de la cama. Jornada intensa según agenda. Tras aseo habitual, comienzas a vestirte. No hay calcetines en la cómoda. Inauguras un par. Te enfundas la corbata. La necesitas, pues tienes una reunión de trabajo. Preparas el desayuno. Un cafelito con leche y dos galletas. Dosis de medicinas habituales. Abres una caja de pastillas. Tapa inadecuada. Procedes a destapar la otra cara. Sacas la tableta y el prospecto. Tratas de guardarlo todo ordenadamente. No cabe. Cierras como puedes el envoltorio. Comienzas a degustar el café. Engulles una galleta. Miras el móvil. Se hace tarde. La segunda pasta, mojada en demasía, se desploma en la taza. La infusión salpica y mancha la corbata. Me cagüen las campurrianas. Limpia la mesa. Te pringas. Te rascas la nariz. Notas la humedad de la leche en la pinocha. Paso por el baño. Vuelves a acicalarte. Encuentra otra corbata. Anudas nuevamente. Miras el reloj. Tarde no, tardísimo. Calzas la chaqueta. Coges la bolsa con el ordenador. Te dispones a salir. La puerta está cerrada con llave. Y la tuya está en el bolsillo opuesto al de la mano que tienes libre. Por fin sales de casa. Te acercas al coche. Casi pisas una mierda de perro. ¡Suerte, has librado!. Te diriges a la oficina. Todos los semáforos se cierran a tu llegada. Como una maldición zíngara. Juras en hebreo. El conductor del coche de al lado te mira y te hace un gesto. Le increpas. Pero insiste. “Será imbécil” –marmullas- . Y el gilipollas eres tú, que con las prisas has pillado la chaqueta con la puerta trasera del vehículo. Llegas por fin al destino. Tarde. Taquicardia. Preguntas por la visita concertada. Tu interlocutor no ha llegado. Menos mal. Recibes un “guachap”. Se excusa. Ha sufrido un accidente doméstico. “Pobre –pensé-“. “¿Algo grave?” –pregunté vía mensaje-. “No. Un problema con María” –respondió-. “¿María? –insistí-. “Sí, una galleta precipitada en un tazón de colacao”, Me dio la risa. “Tranquilo. Es ley de vida”. “Ley de vida no – sentenció-. Es ley de Murphy”.
Edward A. Murphy fue un ingeniero norteamericano que en la década de los cuarenta del siglo pasado se dedicó a experimentar para la Fuerzas Aéreas con cohetes instalados sobre rieles. Su trabajo de ensayo debió resultar poco fructífero ya que desarrolló un principio cuya base argumental afirma que “si algo puede salir mal, probablemente saldrá mal”. Así quedó acuñada la denomina “Ley de Murphy”. Esta ley es, probablemente, una de las pocas que el gobierno de España ha tenido en bien no recurrir ante el Tribunal Constitucional en su última fase de mayoría absoluta del Partido Popular. Y es que, en pleno ejercicio de sus atribuciones o en el periodo de “funciones” inter mandatos, el gabinete de Mariano Rajoy, ha sometido la actividad institucional vasca a un rosario de recursos judiciales conducente a un conflicto político permanente entre Euskadi y el Estado.
Perdida la mayoría absoluta y ante la necesidad de encontrar alianzas que dotaran de estabilidad al nuevo gobierno de España, el PP ha pretendido flexibilizar su dogmatismo pasado anunciando que, ahora sí, está dispuesto a “reanalizar” los recursos presentados contra la legislación y las iniciativas vascas. A la fuerza ahorcan. Pero, ¿qué significa eso de “reanalizar”?. ¿Acaso cuando se presentaron los litigios de competencia cabían interpretaciones diferentes que evitaran el cauce judicial?. ¿Lo que entonces era una “ilegalidad” ahora puede no serlo?. ¿Fue todo impulso político?. Veremos pronto si el pretendido “deshielo” del Partido Popular en relación a Euskadi es una simple operación cosmética o hay algo más que buenas palabras.
El martes, sin ir más lejos, se reúne una comisión bilateral compuesta por representantes de los dos gobiernos –el vasco y el español- con objetivo específico es explorar un acuerdo en torno a cuatro leyes recurridas por el Gobierno español ante el Tribunal Constitucional. Las leyes, aprobadas por el Parlamento Vasco y recurridas por el ejecutivo de Mariano Rajoy son la de Instituciones Locales o Ley municipal; la de Adicciones; la normativa de iniciativa legislativa popular y la de reconocimiento y reparación de víctimas de vulneraciones de derechos humanos causadas por actuaciones de represión ilícita entre 1978 y 1999.
Seguramente, el encuentro bilateral previsto para el próximo día 20, será una buena forma de tomar la temperatura a la voluntad real del PP. Sabremos entonces si sus declaraciones reiteradas de iniciar un nuevo tiempo de colaboración y acuerdo son auténticas u obedecen a pura cortesía retórica. La cortesía, las buenas palabras, los deseos de cambio a mejor siempre están bien. Pero están mucho mejor los hechos, las decisiones, los compromisos firmes y constatables.
El PNV ha reconocido la existencia de conversaciones con el PP. Conversaciones que no negociaciones. El matiz es relevante, aunque la cabecera de “Vocento” no halle distingos. Lo mismo ocurre con Pello Urizar, de EH Bildu, que se ha manifestado contrariado “porque el PNV apuesta por España y el PP”. Despreocúpense unos y otros, que el PNV tiene muy claro qué hace y con quien se compromete.
Los gestos de distensión que hemos visto estos días parecen allanar el camino a un diálogo constructivo y fructífero entre instituciones y partidos políticos. Un camino que jamás debió perderse. Sin embargo la trayectoria pasada, las medidas centralizadoras ya adoptadas, han dejan unos efectos muy perniciosos para el autogobierno vasco. Unos efectos que deberán ser amortiguados, cuando no eliminados. La Ertzaintza, la reposición material de recursos humanos en la función pública, el Concierto, el Cupo, los compromisos incumplidos en infraestructuras, el acuerdo en el final ordenado de la violencia, el respeto al ámbito competencial y el traspaso de las competencias pendientes…son parte del “debe” de estos años pasados de conflicto y recurso permanente. Es lo que tiene la incomunicación continuada, que su ejercicio despótico solo sirve para que los problemas crezcan y se acumulen.
Rajoy debe asumir en primera persona la recuperación de la senda perdida de la colaboración y el acuerdo. Si pretende estabilidad, más allá de acuerdos puntuales, deberá asumir lo que hasta ahora ha negado, la existencia de una agenda vasca que aguarda a ser abordada sin dilación. No se trata de buscar contrapartidas a cinco votos favorables. Es mucho más. Es encauzar una relación de confianza que nos permita una convivencia de respeto y colaboración desde la diferencia. Pasar de la palabra a los hechos. Y dejar la ley de Murphy para Carlos Urquijo.
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