Llevo unas cuantas noches desvelándome. No hay razón aparente. Ni escatológica ni de otro tipo. Simplemente mi secuencia de sueño se rompe y punto. El problema es que ese despertar se produce apenas hora y media antes de que el reloj escupa la alarma programada para el “quinto levanta”. Y así que el tiempo de descanso se reduce considerablemente.
Una vez desvelado procuro arreglar el mundo. Me explico; mi pensamiento pasa revista a los problemas que la agenda y las circunstancias me reservan para la próxima jornada. Las visibilizo y con la quietud de la noche, me voy planteando respuestas y soluciones. Que si un artículo por aquí, una respuesta parlamentaria por allí, una patada en los cojones a … Perdón. Quería decir testículos.
Sí, como un briefing adelantado a medianoche. Y, si los problemas acumulados son resueltos satisfactoriamente en breve plazo, me pongo a cocinar mentalmente. Es decir, diseño, paso a paso, los menús, que pondré en práctica el fin de semana. Mañana, por concretar, toca menestra de verduras. Todo bien cocidito con un sofrito de ajos y unas pencas de acelga rebozadas sobre las que se confitarán unas finas lonchas de jamón.
Esta planificación es del pasado jueves. Pese a la “jamada de tarro”, esa madrugada aún tuve tiempo para estirarme en la cama. Eso me produjo un tirón. Empezó en el dedo gordo del pie izquierdo y finalizó a la altura de la ingle. Como un ataque de ciática doloroso y molesto. Sobresalto físico que me hizo levantar. Con escaso equilibrio caminé por el pasillo y llegado al baño, a duras penas, miccioné. Volví al catre. Con los músculos y el esfínter más relajados. Procuré cerrar los ojos. Lo hice y volví a encontrar el camino hacia Morfeo. Cuando, plácidamente comencé a roncar, en el momento justo en el que una gotita de babilla asomaba ya por la comisura del labio, sonó el despertador. Siempre tan arisco y desagradable. Una nueva jornada comenzaba. Afortunadamente, tenía frescos los recuerdos del briefing y las soluciones determinadas. Así que la mañana cundió rápidamente. Hasta el primer ataque de sueño en la oficina.
Eso ocurrió, como lo he narrado, la madrugada del jueves. Pero se repitió durante toda la semana. Ayer viernes, descubrí la razón de mis desvelos. Vuelvo a insistir. No tenía que ver ni con necesidades fisiológicas propias de la edad ni con que la goma del calzoncillo oprimiera aquellas partes blandas de mi anatomía más oculta. Mis súbitos despertares tenían una razón mucho más prosaica. Al otro lado del tabique, una persona cuya edad ni género he sabido aún discernir, sufría violentamente. Sufría ataques de tos. Tos de perro que diría mi madre. Tos seca, metálica. Con estridencia. Sin profundidad. Una resonancia sin vibrato. De las que sólo oírla te duele el pecho. “Tuju-tuju” –la onomatopeya era mucho peor a ésta- sonaba al otro lado de la pared. “Tuju-tu” replicaba. Y yo me acordé de la cebolla troceada en la mesilla, de la codeína usada como bálsamo. O del ungüento del “vickvaporub” con el que nos embadurnaban hasta quedarnos pegados a las sábanas.
El sonido era estremecedor. El pobre vecino o vecina debía tener la garganta en carne viva con tanta convulsión sonora. Que yo recuerde, pocas toses me han impresionado tanto como la que he escuchado estas noches en el piso de al lado. Una la tengo centrada en mi presencia en la UCI durante mi enfermedad pasada. Estaba inconsciente. Supuestamente sedado. Y aún así escuchaba un violento espasmo estruendoso de alguien que identifiqué –vete a saber por qué- como un gabacho sudoroso y cetrino. Alguien –no sé si existió de verdad o no- que daba miedo solamente por su respiración. Y la segunda afección impresionable de “tos perruna” la pude oír, también esta semana, en la Casa de Juntas, en Gernika. En el transcurso del último pleno en el que una lastimada procuradora del grupo “Podemos” se dejaba la garganta, y algo más, en la última bancada del parlamento vizcaino. La consecuencia de su malestar, abstrayéndonos de la imagen, recordaba al ladrido convulsivo de un perro ronco. Pobre mujer. Sonaba como a tosferina. Que sabré yo lo que es dicha enfermedad. Pero aquel ruido me recordó al que emitía mi hermano Aitor cuando siendo un chaval le diagnosticaron tal dolencia. Tosferina. Hasta el sustantivo suena estridente.
Total, que aquí estoy, impactado por la repercusión de una tos, hablando de catarros agudos, en lugar de escribir de temas serios como el 140 aniversario del Concierto Económico; de la rebelión de los pensionistas en la lucha por la dignidad en sus jubilaciones; del recorte insospechado al derecho a la libre opinión con sentencias judiciales y censuras de otros tiempos o de la insostenible crisis a la que la intervención y la excepcionalidad está sometiendo a Catalunya.
Podría y debería hablar de los energúmenos de aquí y de allí que al calor del fútbol o, cuando menos con su excusa, atacan la convivencia con una violencia extrema que nos ha conmocionado. Ultras fanatizados por el terror que jamás deberían llegar a ningún sitio impunemente para provocar a los demás las consecuencias de su brutalidad. Salvajes a los que las autoridades, deportivas y de otras instancias, deberían perseguir y aislar en beneficio de la comunidad. Y ultras también autóctonos. Imbéciles de la provocación a los que los clubes, y en nuestro caso el Athletic, deberían identificar y prohibir de por vida su acceso a los estadios.
Calamidades y acontecimientos que abordaré en otras ocasiones pues, en ésta me tiene especialmente preocupado esa tos perruna que nos envuelve, una dolencia al parecer extremadamente contagiosa y que tiende a confundir la lógica con el simple ruido. Preocupado y mucho porque cada vez entiendo menos lo que algunos expresan en público. Y me refiero, en este caso, al secretario general de mi sindicato, Adolfo Muñoz.
En la cercanía del día internacional de la mujer se viene hablando y mucho de la “brecha salarial” existente entre géneros. Una desigualdad que es necesario romper efectivamente y en cuya erradicación debemos comprometernos todos. Y todos, menos mi sindicato, han participado en una mesa institucional y social cuyo interés era poner en común los datos existentes en Euskadi de esta grave carencia y buscar, si fuera posible, alternativas y compromisos concretos a su déficit estructural.
Muñoz ha intentado justificar su ausencia. Pero una vez más, su discurso, metálico y crujiente como una tos, me ha impedido entender sus razones. El secretario general de ELA advirtió que el sindicato no va a ir a "ningún sitio donde el objetivo sea dormir la reivindicación. No vamos a estar con un conciliábulo patronal gubernamental que empobrece a nuestra gente sistemáticamente pero que es capaz de hacer mucha propaganda para parecer lo contrario".
El secretario general del primer sindicato del país reconoció que “el Parlamento vasco aprobó una resolución donde le decía al Gobierno que se reuniera con los agentes sociales, pero ha primado el acuerdo por encima de los contenidos. Si queremos abordar el problema de la brecha salarial, nosotros no estamos para suscribir y dar validez a elementos que tengan que ver con generalidades porque con ello las cosas no van a cambiar". “¿Cómo se le puede llamar diálogo social a este engendro que lo único que está haciendo es despistar a la gente que necesita referentes reivindicativos?".
Cualquier forma de diálogo es positiva, aunque su desarrollo no obtenga resultados plausibles. “Engendro” es caer en la melancolía del soliloquio, encastillarse en que tú y sólo tú tienes la razón absoluta. Eso es llegar a un estadio febril que evidencia que el catarro ha superado la barrera de resfriado para convertirse en algo mucho más serio.
ELA no estuvo porque sus dirigentes entendieron que el “diálogo” era una engañifa, una más de las que protagonizan los neoliberales de Urkullu y compañía, un gobierno que "comparte el modelo de empresa" que plantea la patronal vasca, que "hace desaparecer la identidad colectiva" y al que "el sindicalismo le estorba porque desean una relación empresario-trabajador, de uno en uno". Hemos entrado en la fase de la conspiración y para abonarla cualquier argumento alimentará la teoría de la persecución sindical. Que pena más grande.
Me temo que a estas alturas, un jarabe antitusivo no sea ya suficiente para aliviar el problema. La cuestión es que la fiebre no vaya más allá. Por el bien de todos.
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