A
quienes desde muy temprana edad nos ha gustado la pesca deportiva hemos
terminado por aprender a “leer el río”. ¿Qué es eso de “leer el río”? Es,
simplemente, observar un cauce, identificar las zonas en las que los peces se
sitúan, dónde se ceban y dónde se esconden. Interpretarlo. Conocer que detrás
de una piedra, parapetándose de la corriente, puede haber una trucha. Un animal
que parecerá inmóvil pero que súbitamente saldrá de su refugio –a izquierda o
derecha– para cazar un piscardo.
“Leer
un río” es intuir que debajo de las mimbreras, en los calurosos días de verano,
se refugian, a la sombra, los ejemplares más notables de truchas, tencas,
barbos, loinas, bogas o cachos. Observar con quietud las pozas para adivinar
que en cualquier momento un pez emergerá de la profundidad para atrapar un
mosquito. Localizar a un reo camuflado en la corriente. Para ello, habrá que –ayudado
de unas gafas polarizadas que eliminen los brillos solares– tener una vista
entrenada en discriminar los dibujos, las ondas y reflejos provocados por la
velocidad del agua.
Pescar,
no como elemento de actividad extractiva, sino como disfrute del ocio en la
naturaleza, es una maravilla. Una experiencia excepcional en la que, al menos a
mí, me centra en el momento, en el río, en el lance, en la herramienta, el
señuelo, la picada.
Años
atrás, las jornadas de pesca eran una gozada. En zonas acotadas o tramos
libres. Desde el inicio de la temporada (mediados de marzo) hasta finales de
julio recorría ríos, pantanos, lagunas. En plena naturaleza. Hiciera sol o
lloviera. Hoy, por el contrario, los cambios me llevan a colgar definitivamente
las cañas. Solo pescaré en sueños. O en la tradición oral de cuentacuentos
exagerados. Excesos sí, pero también lecciones.
Un buen
día comprendí el significado del dicho “río revuelto, ganancia de pescadores”.
Durante toda la jornada había brillado el sol y las aguas turquesas de aquel
magnífico torrente se mostraban transparentes. Tal bonanza climatológica y
ambiental tenía sus consecuencias: ningún pez se acercó a los señuelos. Al
mediodía, el tiempo cambió de repente. Se hizo de noche. Y durante una hora descargó
un aguacero intenso. A media tarde, con la tormenta ya olvidada, el río bajaba
“tomado”. Con una ligera turbidez que denotaba un incremento de caudal inusual.
En esas aguas semi-opacas, los peces comenzaron a activarse. A comer. La lluvia
había “movido” el lecho fluvial aflorando lombrices, gusarapas, efémeras,
larvas de todo tipo. Era la hora del “rancho”. La superficie del arroyo “hervía”.
Se daban las condiciones perfectas para que cualquier pescador, por inexperto
que fuese, tuviera éxito en su pretensión de atrapar una presa.
Condiciones
perfectas. El momento adecuado. Aguas turbias. Materia en suspensión.
Voracidad. Necesidad de alimento.
La
indignación humana, las reivindicaciones justas, la necesidad de la gente, las desigualdades,
son elementos que, conjugados intencionadamente, pueden diseñar las
circunstancias adecuadas para que alguien, con intereses muy concretos,
pretenda encauzar ese sentimiento colectivo y llevar el agua a su molino
particular. Pescadores en río revuelto.
La
problemática de las pensiones es, sin duda, una de esas materias en las que una
preocupación justa y generalizada puede ser instrumentalizada por agentes que
han tenido el acierto o la habilidad de colocarse al frente de la manifestación,
dinamizando un colectivo que simplemente clamaba por recuperar la dignidad de sus
ingresos.
Pocas
veces vi tan indignada a mi madre, Mari Tere, como cuando recibió aquella carta
que a bombo y platillo le anunciaba que el Gobierno español le subía la pensión…
¡un euro y medio! Costaba más el papel, la carta, que el incremento cacareado.
Ella percibía mensualmente y por dos conceptos (por sus cotizaciones cuando
trabajó de joven y por la viudedad de aita) menos de mil euros. Con aquel exiguo
“jornal” hacía milagros para subsistir. Como miles y miles de pensionistas.
La
reforma que el Partido Popular había hecho del sistema público de pensiones en época
de su mayoría absoluta imposibilitó tal demanda, limitando, además, las
retribuciones futuras por un denominado “factor de sostenibilidad” que
pretendía adelantar su aplicación en el tiempo al año que viene.
Ni que
decir tiene que el sistema público de pensiones en su conjunto había entrado en
crisis. El envejecimiento de la población, el paro, los bajos salarios, la
pérdida de los fondos de contingencia, obligaban y obligan a todo el mundo a
encontrar un nuevo modelo, unas nuevas garantías que permitan afianzar y den
seguridad a una prestación de carácter público.
Toda
esta confluencia de elementos hizo que el colectivo de pensionistas rompiera
con su silencio y desbordara las calles con sus objetivas y equilibradas
reivindicaciones. Hartos de aguantar rompieron su quietud y se movilizaron como
jamás lo habían hecho. Pedían –no lo olvidemos– que se vinculara la subida de
los subsidios al coste de la vida, que no se aplicara el “factor de
sostenibilidad”, que se incrementara la base de retribución de viudedad y que,
en definitiva, se acordara un régimen garantista y digno.
En
Euskadi, aquellas demandas fueron escuchadas y asumidas por una mayoría
política. Hasta el punto que el Parlamento Vasco aprobaba por amplísima mayoría
(excepto el PP) una resolución que recogía, punto por punto, las
reivindicaciones de las asociaciones de pensionistas. Tal acuerdo de voluntades
tuvo una consecuencia práctica. El PNV, haciendo valer la influencia de sus
cinco votos en el Congreso de los Diputados, arrancó de Mariano Rajoy el
compromiso de que las pensiones se incrementarían en el IPC durante los
ejercicios 2018 y 2019; retrasó la entrada en vigor del “factor de
sostenibilidad” hasta el año 2023 (fecha prevista con anterioridad a la reforma
unilateral de 2013) e incrementó la base reguladora de las retribuciones de
viudedad hasta el 60% (estaba al 52%). Un compromiso efectivo y concreto.
No era,
claro está, la solución definitiva al problema. Pero era un paso relevante en
la buena dirección. Y, en paralelo, una oportunidad para, con voluntad, poder generar
acuerdos amplios entre todas las formaciones políticas en el marco del
denominado “Pacto de Toledo”. Tiempo para discutir, proponer y alcanzar un
nuevo modelo público que todos reclamaban.
Algunos
“leyeron este río” de manera distinta. Olvidándose de los consensos ya
alcanzados, entraron en fase demagógica de subasta. Así apareció, por primera
vez, la reivindicación de una pensión mínima de 1.080 euros. ¿Por qué 1.080 y
no 1.500)? ¿Mínima para todas las personas? ¿También para quienes jamás habían
cotizado? ¿Y por qué no también para los asalariados que cobran menos en sus
trabajos que esa cantidad? ¿O para los jóvenes sin empleo? ¿Por qué no una
renta universal de 1.080 euros para todo quisque?
Por
mucho que los promotores de la idea se afanen en argumentar que se trata de una
“recomendación de la OCDE”, que “el problema no es el dinero” o que la suya es
una “medida justa”, mantener tal petición es una quimera. Por inviable,
insostenible, imposible hoy por hoy. Y quien a sabiendas promete lo irrealizable,
engaña a la gente.
Río
revuelto. Pero, ¿quiénes son los pescadores?
Basta
echar un vistazo a quienes, indisimuladamente, se están convirtiendo en
“líderes” del movimiento pensionista. Individuos que tienen toda la legitimidad
del mundo para figurar, decir o protagonizar cualquier organización o
plataforma. No seré yo quien les niegue sus derechos de expresión, opinión y
manifestación. Son personas con inquietudes. Y, también, con una acusada
militancia política. Unos en la Izquierda Abertzale, hoy EH Bildu; otros en
Elkarrekin-Podemos-Ezker Batua. ¿Es esto censurable? ¡No! Por supuesto. Ser
activista de una formación política es una cualidad que valoro. Yo también lo
soy. Y no lo oculto. Pero, de igual manera que no cuestiono el derecho de
militantes de la Izquierda Abertzale y de Podemos a defender unas ideas en
relación a las pensiones, sí me veo en la obligación de pedirles que no falseen
la realidad. Que no pretendan embaucar a la gente con propuestas imposibles. Y
que no enmascaren su legítimo interés partidista con causas generales sin
filiación política.
Todo el
mundo tiene derecho a opinar y a proponer ideas sobre las pensiones. Pero a
cara descubierta. Sin instrumentalizar la buena voluntad de la gente. Y sin
pretender obtener réditos espurios de un problema que afecta vitalmente a miles
de almas en este país.
Ojo
pues a la ganancia de pescadores en río revuelto.
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