Muchas veces, saber escuchar es más aleccionador que
cualquier conversación. Sobre todo cuando quien habla tiene cosas
interesantísimas que decir y lo hace ordenadamente y con indudable amenidad.
Una de esas experiencias irrepetibles la viví a primeros de semana cuando una
noche, buscando el fresco tras una jornada de bochorno apareció una mujer
menuda, nacida en el año 32 del pasado siglo que me demostró de forma
clarividente lo que algunos denominan “memoria histórica”.
Alicia, que así se llama la prodigiosa relatora, llegó con
dificultad hasta el banco en el que reposábamos una cuadrilla. Encorvada como
la vida retorcida que le ha tocado protagonizar pero con un cutis que para sí
quisieran muchas mozuelas, entró enseguida en conversación. Educadamente supo
identificarme y centrar mis antepasados
en la crónica pretérita de un pueblo que fue mucho antaño y que hoy
languidece hacia una despoblación
irrefrenable.
Reconocer al personal por direcciones o por apellidos
siempre resultó dificultoso en aquel lugar. Más sencillo era centrar los
personajes por los apodos con que popularmente eran sentidos. Y es que
prácticamente toda la población obedecía a esa cita tribal de apelativos que se heredan de padres a
hijos y que difícilmente se conoce mentor. También el colectivo (los hijos-as
del pueblo) contó con un sobrenombre que no supe de su origen hasta aquel
atardecer; era el llamativo calificativo de “matacristos”.
Ahí empezó la lección histórica. “Hace muchos, muchos
años…-parecía el inicio de un cuento-, el pueblo, que no la iglesia, decidió
levantar una ermita en la que venerar al Santo Cristo. Se construyó con piedras
de sillería y las vigas que sujetaban la techumbre estaban cuidadosamente
labradas. La obra permitió una sobria y hermosa construcción a la que solamente
le faltaba la imaginería.
Entonces, la corporación municipal, o una
representación de ella, se desplazó a la capital en búsqueda de una talla del
Todopoderoso que adorar. Encontraron dos. Una correspondía a un Cristo
crucificado. Otra representaba a Cristo resucitado. La representación municipal
se dividió en las preferencias. Un
Cristo muerto o un Cristo vivo. El
primer edil rompió el empate. “Mejor un Cristo vivo porque para matarlo ya
habrá tiempo”.
A partir de esa anécdota, los habitantes de aquella serranía
se quedarían con el sobrenombre de “matacristos”.
Conocí personalmente aquella ermita. Ya en decadencia,
porque lo que era patrimonio del pueblo pasó a ser de la iglesia y su abandono
provocó la ruina, y el expolio. Como la mayoría de los elementos
arquitectónicos o antropológicos que existían en aquellas tierras. Las vigas y las piedras fueron vendidas por un
cura que llegó de la mano del “glorioso alzamiento”. Incluso la talla del
Cristo estuvo temporalmente desaparecida hasta que la inquietud de la
feligresía la hiciera reaparecer en el baptisterio de la parroquia.
El cura fue, sin duda alguna, un actor de primera
magnitud en aquellos años de postguerra.
“Llegaron los años de la represión. Aquí no hubo guerra. Tras la sublevación
caímos en `zona nacional´ y se obligó a los jóvenes muchachos a alistarse en el
ejército de Franco. Quienes se resistieron tuvieron que echarse al monte. Tres
mozos pretendieron llegar hasta Madrid pero fueron interceptados y fusilados.”.
Mandaba la Falange y el cura, un presbítero castrense levantisco impuso su ley.
Y sus intereses. No fueron pocos los que sintieron el azote de su sotana.
Aquella mujer que en su juventud glosara poemas y que muchos
tildaron de excéntrica en su senectud, relataba sin ira, pero con resarcimiento
discursivo como aquel “siervo de Dios” había acumulado tierras y fincas para la
parroquia. “Cuando alguien se encontraba en la frontera de la muerte, el cura
se encerraba a solas con el moribundo. Le ofrecía la extrema unción y
posteriormente, tras el fallecimiento notificaba que el difunto, en secreto de
confesión que nadie podía corroborar, anunciaba la última voluntad del finado
de ceder una o unas fincas a la iglesia que en contrapartida le dedicaría
novenas por las almas del purgatorio”.
Así, con tal simpleza de maquinación , se confiscaban bienes
con total impunidad. Quien protestaba, quien se oponía, corría el riesgo de ser
detenido y encerrado en el calabozo como aconteció en varios casos. Un proceso
extremo llevó a un pío familiar de difunto a plantear el caso al obispado pero
fue peor el remedio que la enfermedad puesto que el litigio llevó a aquel
hombre a ser declarado como “excomulgado” teniendo que acudir en su defensa
hasta la curia romana para recobrar su buen nombre y su condición de católico,
que no su patrimonio.
Los “años de la represión” dieron mucho de sí por aquel
paraje. Dominación, humillaciones, injusticias, confiscaciones. Su huella sigue
soterrada, como las fosas comunes en las que los familiares de los
desaparecidos siguen buscando a sus seres queridos.
Algunos pretenden olvidar esa brecha y las heridas abiertas
que con templanza, argumentos y sin odio nos contó aquella noche Alicia. No fue
precisamente un país de las maravillas el que ella recordó. Y es que, incluso antes de que la guerra
finalizara, el 1 de abril de 1939, el infausto
gobierno del general Franco emitió desde Burgos una ley denominada de
“responsabilidades políticas”.
El citado edicto declaraba “la responsabilidad política de las personas,
tanto jurídicas como físicas, que desde primero de octubre de mil novecientos
treinta y cuatro y antes de dieciocho de julio de mil novecientos treinta y
seis, contribuyeron a crear o a agravar la subversión de todo orden de que se
hizo víctima a España y de aquellas otras que, a partir de la segunda de dichas
fechas, se hayan opuesto o se opongan al Movimiento Nacional con actos
concretos o con pasividad grave”.
Como
consecuencia de dicha responsabilidad “quedaban fuera de la ley todos los
partidos y agrupaciones políticas y sociales …que integraron el llamado Frente
Popular, así como los partidos y agrupaciones aliados a éste por el simple
hecho de serlo, las organizaciones separatistas y todas aquellas que se hayan
opuesto al triunfo del Movimiento Nacional”. Las formaciones declaradas “fuera
de la ley” “sufrirán la pérdida absoluta de sus derechos de toda clase y la
pérdida total de sus bienes. Esos pasarán íntegramente a ser propiedad del
Estado quedando confirmadas las incautaciones llevadas a cabo”.
Resulta cuando
menos curioso que los que hoy se declaran amnésicos de dicha realidad sean
quienes en mayores casos de corrupción política se han visto envueltos. Los mismos que reclaman
endurecer las leyes para penalizar los referéndums “ilegales”. Los que promueven
la prisión permanente revisable o amenazan al gobierno con salir a la calle por
aplicar la legalidad en materia de política penitenciaria. Es como una amenaza
de retorno al pasado.
No es baladí el giro a la derecha que está
promoviendo el nuevo presidente del Partido Popular que también amenaza ahora
con ilegalizar a las formaciones independentistas, Él –Pablo Casado- acaba de
afirmar en relación a la posible exhumación de Franco que los restos del dictador “no merecen
convertirse en un debate divisorio" y que "es mejor pensar en lo que tiene que pasar en
España dentro de 40 años que no en lo que pasó hace 80”.
Decía al
principio de este escrito la importancia de saber escuchar. De respetar las
opciones y las ideas de los demás. Percibir las diferencias, los matices para
construir un diálogo próspero que ejercite la convivencia. Todos los indicios
apuntan a que la nueva clase dirigente del Partido Popular no está por la labor de progresar por dicho
sendero. Las declaraciones del propio Casado, de su portavoz Dolores de
Monserrat o de Javier Maroto auguran tiempos de batalla dialéctica y política
de difícil conciliación.
Alicia, la
octogenaria que motivó mi reflexión sólo
pedía una cosa al futuro; que no se volvieran a las peleas, al enfrentamiento
de antaño. Que no se olvidara lo ocurrido y que se recuperara la verdad para
que nunca más volvieran los “tiempos de represión” y de sufrimiento.
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