En
enero de 1918, a escasos meses de que se
pusiera fin a las primera gran guerra que asoló a Europa, el presidente
norteamericano Woodrow Wilson, en discurso pronunciado ante sus congresistas, se dirigió a los países combatientes a fin de plantear los cimientos de la paz a través de un nuevo
orden internacional. Su proclama fue
conocida como los “Catorce puntos de Wilson”
y entre ellos se establecía el
denominado principio de las nacionalidades y el ejercicio de la
autodeterminación de los pueblos
promoviendo el establecimiento de nuevas
realidades desgajadas del imperio
austrohúngaro, la fijación de nuevas fronteras (Italia, Polonia), la liberación
del territorio francés o la restauración de Bélgica, entre otras medidas.
Se
cumple un siglo de aquello. Un pronunciamiento
novedoso que tuvo su impacto en Euskadi. El 25 de octubre de aquel mismo
año, en el aniversario de la abolición foral dictada en 1839, los
primeros senadores y diputados nacionalistas en Madrid enviaron al
presidente Wilson un telegrama.
“Al honorable
Presidente de los
Estados Unidos de
América. Washington.
Al cumplirse el 79 aniversario de la anulación por el
Gobierno español de la independencia del
Pueblo Vasco, los que suscriben,
diputados y senadores
en las Cortes
españolas, en nombre de todos
los vascos que conscientes de su nacionalidad desean y laboran por verla
desenvolverse libremente, saludan al Presidente de los Estados Unidos de
América, que al establecerse las
bases de la
futura paz mundial, las ha
fundamentado en el derecho de
toda nacionalidad, grande o pequeña, a vivir como ella misma disponga,
bases que aceptadas
por todos los
Estados beligerantes,
esperamos verlas aplicadas
prontamente para el mejor cumplimiento de lo que la justicia
y la libertad individual y colectiva exigen. ”
Firmaban el escrito: Jóse
Horn y Areilza, Arturo Campión, Pedro Chalbaud (Senadores por
Bizkaia), Ramón de la Sota, Domingo
Epalza, Antonio Arroyo, Anacleto Ortueta, Ignacio Rotaetxe (Diputados
por Bizkaia), José Eizagirre (Diputado por Gipuzkoa), Manuel Aranzadi (Diputado
por Navarra).
Un siglo defendiendo en Madrid los intereses y los derechos
de Euskadi. Un siglo reclamando el derecho a decidir del Pueblo Vasco. Pacífica
y democráticamente.
Parece muy lejana la cita pero, vista con perspectiva, resulta insólito pensar que el
mapa europeo haya sufrido tantos
vaivenes a un siglo vista. En aplicación de los principios de Wilson las
cicatrices de las sucesivas guerras vividas en nuestro entorno conformaron, de
manera aproximada, la comunidad de estados que hoy conocemos en la Europa de hoy en día. Por lo
tanto, primera consideración, quienes consideran que la reivindicación nacional
de vascos, catalanes o escoceses –por
poner tres ejemplos actuales- son “ensoñaciones” extemporáneas, que no olviden que el actual atlas
internacional europeo apenas tiene un
siglo de vigencia, y muchos de los actuales países que conforman la Unión
Europea –Alemania incluido- han echado mano del principio de
autodeterminación en fechas bien
próximas una vez desaparecido el imperio
soviético (la recuperación de los estados bálticos) y la desmembración de la
antigua Yugoeslavia tras la guerra de los Balcanes.
Eso, lo
debería de saber Idoia Mendia antes de
afirmar gratuitamente que “Salvini, Le Pen y los nacionalismos, en general,
están en contra del futuro y del proyecto europeo”.
La
dirigente socialista debería ser más respetuosa para quienes creemos en el
derecho del Pueblo Vasco a determinar libre y democráticamente su destino. Nosotros no le pedimos que renuncie a su españolidad
ni pretendemos que se haga “nacionalista vasca”. Solamente le requerimos a que respete las ideas ajenas y no
utilice su legítimo posicionamiento a
modo de veto que impida el contraste de
la voluntad popular.
Lloyd George, Emanuele Orlando,
Georges Clemenceau y Wilson en Versalles
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El
nacionalismo vasco democrático ha
buscado a lo largo de su dilatada historia herramientas y acuerdos –internos y
externos- que le permitan avanzar en el
reconocimiento nacional de Euskadi. El telegrama a Wilson, tras la
participación en la conferencia de las nacionalidades desarrollada en Lausana
(1916), fueron los primeros intentos por
unir el porvenir de Euskadi al concierto internacional. Los jeltzales
también estuvieron presentes en las
conversaciones de paz que culminaron con el Tratado de Versalles. Una
delegación vasca acudió al Real Sitio para reivindicar ante los gobiernos
aliados los derechos nacionales de los vascos. La demanda llegó hasta los
presidentes de las grandes potencias. El ya mencionado Wilson, el primer
ministro británico Lloyd George, el francés Georges Clemenceau y el italiano
Vittorio Emanuele Orlando.
Las
legítimas demandas de la delegación vasca cayeron en saco roto. No por razón de
justicia ni de falta de fundamentación
jurídica. El mandatario francés Clemenceau fue el encargado de rechazar
cualquier posibilidad de abordar el “caso vasco” en la construcción de la
nueva Europa que allí se fraguaba. Lo
hizo con un peligrosísimo argumento. “¿Ha habido sangre?” –interpeló el primer ministro galo-. “Aquí estamos
haciendo la paz”. “¿Es que los vascos han estado en la guerra?”.
Clemenceau
se olvidaba de que centenares de jóvenes
vascos de los territorios del norte habían perdido la vida en la primera gran
guerra europea. Basta ver los monumentos que al día de hoy se alzan en las
localidades vasco-continentales y que
contienen la lapidaria cita de “Morts
pour la patrie”.
Pero
más allá del inapropiado olvido, aquella intervención introducía un
argumento alarmante que, al día de hoy
se repite en relación a las justas
pretensiones de las naciones sin Estado. La vinculación expresa de la violencia con la voluntad de
emancipación nacional de los pueblos.
Croacia
y Serbia han conseguido la independencia a través de sangrientas guerras, con
abundantes crímenes contra la humanidad que están siendo juzgados por el tribunal
de la Haya. Pese a ello han obtenido el
reconocimiento internacional y sus representantes ocupan un puesto de derecho
en la ONU. La fuerza y el derecho se complementan desgraciadamente. Mientras
tanto, actuaciones pacíficas y democráticas, no encuentran más apoyo de los estados consolidados o de la
propia Unión Europea que la inhibición. “Son –dicen sus representantes-
cuestiones internas que deberán resolverse en los estados correspondientes”.
Y
mientras la comunidad internacional mira hacia arriba, en España al intento de
articular un referéndum de independencia (tras buscar denodadamente sin éxito,
una consulta pactada, legal y vinculante) se le aplica el código penal a través de la figura de la rebelión. Aunque
no existiera violencia, ni militares alzados, ni armas, ni motines. Ni sangre
de por medio.
¿Rebelión
por querer votar? Podremos admitir
que en el caso del “procés” de Catalunya
ha habido una crisis institucional y política. Un choque entre la legalidad y
la legitimidad democrática. Pero nunca
será admisible calificar lo
ocurrido como un “golpe de estado”.
El
Tribunal Supremo, en contra de toda la lógica y del derecho comparado de aquí y de allí, ha confirmado el cierre de la instrucción por el
proceso soberanista en Catalunya que realizó el juez Pablo Llarena sentando en el banquillo de los acusados a 18
líderes independentistas procesados por el delito de rebelión y malversación de
caudales públicos.
Son
muchas las voces y las instancias
judiciales (Alemania, Bélgica, Escocia) que han dictaminado que la denuncia
española no cumple con los requisitos
tipificados en un delito de rebelión. Así lo ha ratificado el ex presidente del
Tribunal Constitucional Pascual Sala o
el ex redactor de dicho deleito en el código penal de 1995 –Diego López
Garrido-. Pero, por más que se insista en su formulación inapropiada nada ha hecho variar la decisión de jueces y fiscales en someterla
a su calificación.
En
paralelo, el líder del principal partido de la oposición española, Pablo Casado, ha elevado el tono y el cariz
de sus afirmaciones públicas
considerando el proceso catalán como un “golpe de estado” del que ha hecho cómplice al mismísimo
presidente del gobierno español, Pedro Sánchez.
Con
Casado me equivoqué. Creí que su dureza obedecía a una lectura de consumo interno. No. Ha demostrado que es un fiel
discípulo de Aznar. Y una fiel réplica de Trump, Bolsonaro, Orbán o Salvini.
Peligro.
Cuando el discurso cuartelero se eleva a la tribuna parlamentaria, los
principios democráticos comienzan a resquebrajarse. Para Casado Wilson sería también un golpista.
Wilson es o era el más alto y el más americano en la foto que has puesto. Me encanta tu post, Koldo.
ResponderEliminarYa....los 14 puntos de Wilson...luego casi todo kedo en agua de borrajas en la posterior conferencia de Paris....te recomiendo Paris 1919 de Margaret mcmillan....de lectura obligpada
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