Cinco
meses después de que ETA oficializara su disolución, el denominado Grupo
Internacional de Contacto formado, entre otros, por Brian Currin, Alberto
Spektorowski y Raymond Kendall, volvió a Euskadi para dar por concluido su papel de
mediación. El denominado Foro Social
Permanente había organizado un acto en el palacio de Aiete (Donostia) como muestra de
agradecimiento al papel desarrollado por este grupo creado en 2011 para contribuir
al proceso de paz en Euskadi. Fuerzas políticas y sociales fueron llamadas al
encuentro y pese a que la falta de
contenido resultaba evidente, la educación se impuso a la discrepancia pública ,
y la mayoría acudió a la llamada.
Una
cosa es reconocer y agradecer la labor
del GIC y de sus componentes –con quienes hemos mantenido numerosos y
productivos encuentros de manera privada-
y otra muy distinta admitir el
interés de quienes, organizan actos, jornadas, calendarios y
encuentros que ya no tienen más sentido que el pretendido protagonismo de los
organizadores.
Estamos
ya un tanto cansados de que, alrededor
de la convivencia, la paz y la exigencia del cumplimiento de los derechos
humanos, haya quien busque la escenificación y la teatralidad de los acontecimientos
convirtiendo su papel en una promotora
de gestión de eventos. Eventos que ellos diseñan y disponen y los demás –las
formaciones políticas y sociales- debemos alimentar con nuestra militancia y recursos humanos correspondientes.
Si ETA
bajó la persiana, los chiringuitos que se montaron alrededor de su proceso de
disolución deben ser cerrados igualmente ya. Porque su supuesta función social ha decaído y su
permanencia no tiene ningún fundamento acreditable.
Tampoco
debe pasar inadvertido el habitual
interés por manipular cualquier
iniciativa que pretenda hacer una visión crítica del pasado violento. A quienes propiciaron la violencia
reconocer lo injusto del daño que
causaron les paraliza pues les hace asumir su fracaso. Y muchos de quienes padecieron su injusto
sufrimiento, se niegan a aceptar cualquier relato que no implique “vencedores y
vencidos”.
La
muestra más reciente es el programa “Herenegun”, una iniciativa desarrollada
por el Gobierno vasco con el loable
propósito de llevar a las aulas una reflexión deslegitimadora de la violencia .
Su contenido no ha gustado ni a Jose
Antonio Pastor, Borja Semper o a determinadas asociaciones de víctimas, en
línea con los editorialistas del “Vocento” vizcaino. Admitir que una formulación
no sea del agrado no da patente de corso a nadie a desacreditar un
programa diciendo lo que no es. ¿Cuándo acabará la utilización política
torticera de esta sensible materia?
Es nuestra
desgracia. Unos insisten en escenificar una épica solo entendible a la hora de
justificar su historia de inutilidad y naufragio. Y otros parecen no aceptar el final del drama.
Afortunadamente
entre tanta miseria humana hay ejemplos
que rompen el maleficio y que, en mi caso, me reconcilian con la esperanza. Tal
fue el caso de un hombre bueno; se
llamaba Josu Zabaleta Telleria.
La
primera vez que le vi, su figura me paso desapercibida. Estaba barriendo el
patio del colegio donde correteaban
caóticamente escolares de corta edad. Pensé que era un empleado
contratado para mantener la limpieza y el orden en las instalaciones. Pero no. Luego supe que era el director del
centro docente, uno de los más grandes y
de mayor prestigio en el mundo de la educación concertada de Bizkaia.
Zabaleta había nacido en Legazpia en el año 1939 en el
seno de una familia humilde. Después de
muchas vicisitudes y tras estudiar teología en Roma se hizo sacerdote
claretiano dedicando gran parte de su
vida a la enseñanza. En Askartza, en Leioa, me lo encontré. No una sino varias
veces, escoba en mano y vaciando papeleras. O hablando con los niños a los que
recomendaba jugar en euskera cuando observaba que entre el aula y el patio
existía una inexplicable transición idiomática.
Era, a
simple vista, un hombre humilde y bueno.
Bastaba entablar conversación con él
para darse cuenta de su fe. Fe en su religión, y en la naturaleza
humana, donde destacaba en la necesidad
de alimentar la personalidad de los más jóvenes. De ellos esperaba siempre
su mejor proyección. Vasco,
euskaltzale, abertzale.
Un buen
día, sorprendentemente, su imagen apareció en una foto publicada en un medio de comunicación. No me lo podía
creer pero sí, era él. Junto a un grupo de personas que reivindicaban el
acercamiento de los presos vasco a Euskal Herria, aquel cura que yo conocía,
sostenía la foto de un antiguo dirigente de ETA. Era la demanda de quienes
habiendo sido militantes –y cualificados- del grupo armado estaban siendo
apartados y discriminados de su colectivo de presos por buscar soluciones a sus
condenas al margen de la organización.
Zabaleta
no se había vuelto loco. Desde su discreción
prodigiosa hacía tiempo que había comenzado una valiosísima labor de contactar con activistas encarcelados que
deseaban reincorporarse a la sociedad vasca abjurando de su pasado violento
reconociendo el injusto daño causado.
Para entonces, Josu Zabaleta conocía de mi condición política. Necesitaba
ayuda y me pidió una primera cita. Vino con una larga relación de nombres para los que requería, por humanidad y para posibilitar su salida de la cárcel, un
empleo. Allí me desgranó su experiencia
de recorrer la península de un lado a otro. De cárcel en cárcel, para escuchar,
auxiliar y acompañar a quienes deseaban
abandonar la violencia y redimirse socialmente. Eran historias que él
contaba con un grado de convencimiento
elocuente y que contrapesaba con las
enormes dificultades encontradas en el mundo cerrado del “colectivo de
presos”, de la “disciplina interna” y de
la asfixiante presión de núcleos
políticos e incluso familiares que impedían cualquier tipo de disidencia.
Josu
perseveró. Por aquella causa justa habría revuelto cielo y tierra. Y encontró
un canal de contacto en el ministerio de Interior. Se acuñó entonces la denominada “Vía Nanclares”.
Su
entrega desinteresada le hizo exponerse demasiado y como pasa por desgracia en
la política, muchas veces su buena fe
fue engañada por dirigentes que
veían a aquel cura como un peón
manipulable por sus intereses particulares.
Por la
confianza que trabé con él me
permití aconsejarle de que anduviera con
cuidado, que sus pasos eran seguidos y que “alguien”, desde las esferas del poder se vanagloriaba de utilizar sus desvelos en
una batalla para debilitar la cohesión interna del colectivo preso. Fueron
muchas las promesas para la “vía Nanclares” y muy pocas las decisiones reales.
Decisiones tardías y en muchos casos sobrevenidas. Pero el sacerdote claretiano, que seguía limpiando
papeleras en Askartza, no se amilanó. Sin afán de protagonismo pero con una voluntad encomiable. Otra vez una foto en un periódico nos puso en
contacto. En esta ocasión el retratado era yo. Junto con un compañero de
ejecutiva recibíamos en Sabin Etxea a
dos ex presos de ETA, uno de ellos especialmente significado por su historial
violento. A Josu no le gustó la imagen. Y me mandó una carta que guardo con
cariño. En ella me hacía constar la “desazón” que le había causado la
publicación del encuentro. A aquel personaje en cuestión que tanta prevención le causaba “le respeto e incluso le amo
porque intento ser humano, vasco y cristiano” pero en el plano político me pidió
“guardar alguna distancia”. Tenía razón.
Así se lo hice saber en mi respuesta. De esto hace ya más de año y medio.
Afortunadamente,
nuestra historia colectiva ha seguido adelante. Llegó el final de ETA. Hemos
vivido su desarme y hasta su disolución. Algunos de quienes se aferraron a la intermediación de Josu
Zabaleta están en la calle y siendo críticos con su propio pasado hacen un
ejercicio activo de convivencia. Trabajando para construir una paz duradera.
Josu
Zabaleta enfermó. Escuchar de su boca los padecimientos que soportaba con la naturalidad y entereza que lo hacía
solo es entendible conociendo la
naturaleza de quien se siente amparado por su Dios y ciegamente espera ser
acogido en su seno. Para un descreído como yo algo conmovedor y mágico. En verano me anunciaron el agravamiento de sus
dolencias. Llegaba al fin de su camino. Discretamente, como había vivido. Murió el pasado lunes en Iruña. Mi falta de coraje para enfrentarme a la
enfermedad y a la muerte hizo que me
despidiera de él a través de un mensaje telefónico. Fue todo un privilegio conocerle y compartir su compromiso al servicio de Euskadi, la paz
y la reconciliación. Agur eta ohore maisu Josu.
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