sábado, 20 de octubre de 2018

JOSU ZABALETA


Cinco meses después de que ETA oficializara su disolución, el denominado Grupo Internacional de Contacto formado, entre otros, por Brian Currin, Alberto Spektorowski y Raymond Kendall, volvió a Euskadi  para dar por concluido su papel de mediación.  El denominado Foro Social Permanente había organizado un acto en el palacio de  Aiete (Donostia) como muestra de agradecimiento al papel desarrollado por este grupo creado en 2011 para contribuir al proceso de paz en Euskadi. Fuerzas políticas y sociales fueron llamadas al encuentro y pese a que  la falta de contenido resultaba evidente, la educación se impuso a la discrepancia pública , y la mayoría acudió a la llamada.

Una cosa es reconocer y agradecer  la labor del GIC y de sus componentes –con quienes hemos mantenido numerosos y productivos encuentros de manera privada-  y otra muy distinta admitir  el interés  de quienes,  organizan actos, jornadas, calendarios y encuentros que ya no tienen más sentido que el pretendido protagonismo de los organizadores.

Estamos ya un tanto cansados  de que, alrededor de la convivencia, la paz y la exigencia del cumplimiento de los derechos humanos,  haya quien  busque la escenificación  y la teatralidad de los acontecimientos convirtiendo  su papel en una promotora de gestión de eventos. Eventos que ellos diseñan y disponen y los demás –las formaciones políticas y sociales- debemos alimentar con nuestra militancia  y recursos humanos correspondientes.

Si ETA bajó la persiana, los chiringuitos que se montaron alrededor de su proceso de disolución deben ser cerrados igualmente ya. Porque su  supuesta función social ha decaído y su permanencia no tiene ningún fundamento acreditable.

Tampoco debe  pasar inadvertido el habitual interés por manipular  cualquier iniciativa que pretenda hacer una visión crítica del pasado violento.  A quienes propiciaron la violencia reconocer  lo injusto del daño que causaron  les paraliza pues  les hace asumir su fracaso.  Y muchos de quienes padecieron su injusto sufrimiento, se niegan a aceptar cualquier relato que no implique “vencedores y vencidos”.

La muestra más reciente es el programa “Herenegun”, una iniciativa desarrollada por el  Gobierno vasco con el loable propósito de llevar a las aulas una reflexión deslegitimadora de la violencia . Su contenido no ha gustado  ni a Jose Antonio Pastor, Borja Semper o a determinadas asociaciones de víctimas, en línea con los editorialistas del “Vocento” vizcaino. Admitir que una formulación no sea del agrado no da patente de corso a nadie a desacreditar un programa  diciendo lo que no es.  ¿Cuándo acabará la utilización política torticera de esta sensible materia?

Es nuestra desgracia. Unos insisten en escenificar una épica solo entendible a la hora de justificar su historia de inutilidad y naufragio.  Y otros parecen no aceptar  el final del drama.

Afortunadamente entre tanta miseria  humana hay ejemplos que rompen el maleficio y que, en mi caso, me reconcilian con la esperanza. Tal fue el caso de un hombre bueno;  se llamaba Josu Zabaleta Telleria.

La primera vez que le vi, su figura me paso desapercibida. Estaba barriendo el patio del colegio donde correteaban  caóticamente escolares de corta edad. Pensé que era un empleado contratado para mantener la limpieza y el orden en las instalaciones.  Pero no. Luego supe que era el director del centro docente, uno de los más grandes  y de mayor prestigio en el mundo de la educación concertada de Bizkaia.

Zabaleta  había nacido en Legazpia en el año 1939 en el seno de una familia humilde.  Después de muchas vicisitudes y tras estudiar teología en Roma se hizo sacerdote claretiano dedicando  gran parte de su vida a la enseñanza. En Askartza, en Leioa, me lo encontré. No una sino varias veces, escoba en mano y vaciando papeleras. O hablando con los niños a los que recomendaba jugar en euskera cuando observaba que entre el aula y el patio existía una inexplicable transición idiomática.

Era, a simple vista, un hombre humilde y bueno.  Bastaba entablar conversación con él  para darse cuenta de su fe. Fe en su religión, y en la naturaleza humana, donde  destacaba en la necesidad de alimentar la personalidad de los más jóvenes. De ellos esperaba  siempre  su mejor proyección.  Vasco, euskaltzale, abertzale.

Un buen día, sorprendentemente, su imagen apareció en una foto publicada  en un medio de comunicación. No me lo podía creer pero sí, era él. Junto a un grupo de personas que reivindicaban el acercamiento de los presos vasco a Euskal Herria, aquel cura que yo conocía, sostenía la foto de un antiguo dirigente de ETA. Era la demanda de quienes habiendo sido militantes –y cualificados- del grupo armado estaban siendo apartados y discriminados de su colectivo de presos por buscar soluciones a sus condenas al margen de la organización.

Zabaleta no se había vuelto loco. Desde su discreción  prodigiosa hacía tiempo que había comenzado una valiosísima labor  de contactar con activistas encarcelados que deseaban reincorporarse a la sociedad vasca abjurando de su pasado violento reconociendo el injusto daño causado.  Para entonces,  Josu Zabaleta  conocía de mi condición política. Necesitaba ayuda y me pidió una primera cita. Vino con una larga relación de nombres  para los que requería, por humanidad  y para posibilitar su salida de la cárcel, un empleo.  Allí me desgranó su experiencia de recorrer la península de un lado a otro. De cárcel en cárcel, para escuchar, auxiliar y acompañar a quienes  deseaban abandonar la violencia y redimirse socialmente. Eran historias que él contaba  con un grado de convencimiento elocuente y que  contrapesaba con las enormes dificultades encontradas en el mundo cerrado del “colectivo de presos”,  de la “disciplina interna” y de la asfixiante presión  de núcleos políticos e incluso familiares que impedían cualquier tipo de disidencia.

Josu perseveró. Por aquella causa justa habría revuelto cielo y tierra. Y encontró un canal de contacto en el ministerio de Interior. Se acuñó entonces  la denominada “Vía Nanclares”.

Su entrega desinteresada le hizo exponerse demasiado y como pasa por desgracia en la política, muchas veces su buena fe  fue engañada por dirigentes  que veían a aquel cura  como un peón manipulable por sus intereses particulares.

Por la confianza  que trabé con él me permití  aconsejarle de que anduviera con cuidado, que sus pasos eran seguidos y que “alguien”, desde las esferas del poder  se vanagloriaba de utilizar sus desvelos en una batalla para debilitar la cohesión interna del colectivo preso. Fueron muchas las promesas para la “vía Nanclares” y muy pocas las decisiones reales. Decisiones tardías y en muchos casos sobrevenidas.  Pero el sacerdote claretiano, que seguía  limpiando  papeleras en Askartza, no se amilanó. Sin afán de protagonismo  pero con una voluntad encomiable.  Otra vez una foto en un periódico nos puso en contacto. En esta ocasión el retratado era yo. Junto con un compañero de ejecutiva  recibíamos en Sabin Etxea a dos ex presos de ETA, uno de ellos especialmente significado por su historial violento. A Josu no le gustó la imagen. Y me mandó una carta que guardo con cariño. En ella me hacía constar la “desazón” que le había causado la publicación del encuentro.  A aquel  personaje en cuestión  que tanta prevención  le causaba “le respeto e incluso le amo porque intento ser humano, vasco y cristiano” pero en el plano político me pidió “guardar alguna distancia”.  Tenía razón. Así se lo hice saber en mi respuesta. De esto hace ya más de año y medio.

Afortunadamente, nuestra historia colectiva ha seguido adelante. Llegó el final de ETA. Hemos vivido su desarme y hasta su disolución. Algunos de quienes  se aferraron a la intermediación de Josu Zabaleta están en la calle y siendo críticos con su propio pasado hacen un ejercicio activo de convivencia. Trabajando para construir una paz duradera.

Josu Zabaleta enfermó. Escuchar de su boca los padecimientos  que soportaba  con la naturalidad y entereza  que lo hacía  solo es entendible  conociendo la naturaleza de quien se siente amparado por su Dios y ciegamente espera ser acogido en su seno. Para un descreído como yo algo conmovedor  y mágico. En verano  me anunciaron el agravamiento de sus dolencias. Llegaba al fin de su camino. Discretamente, como había vivido.  Murió el pasado lunes en Iruña.  Mi falta de coraje para enfrentarme a la enfermedad y a la muerte  hizo que me despidiera de él a través de un mensaje telefónico. Fue todo un privilegio  conocerle y compartir  su compromiso al servicio de Euskadi, la paz y la reconciliación. Agur eta ohore  maisu Josu.     

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