Los
vascos, por lo general, solemos ser “gente de orden”. No quiero decir con esto
que todos seamos querubines ni que, en un momento dado, se nos vaya la pinza y
montemos un belén en el que los santos
suban o bajen aceleradamente en el
fragor de una discusión apasionada. El
estereotipo nos dibuja exagerados y
brutos, pero lo cierto es que, aún siendo así,
no he visto en los diversos
ámbitos institucionales que conozco, un episodio que me haya hecho sonrojar de
vergüenza propia o ajena como el acontecido en la carrera de San Jerónimo.
Aquí,
por lo general, la representación parlamentaria –de todo signo- mantiene las formas. Podrán utilizarse
argumentos más o menos certeros, más o menos verosímiles, pero es difícil encontrar en los diarios de sesiones de las diferentes
instituciones altercados similares a los que en estos pasados días acontecieron
en el Congreso de los diputados.
En mi
condición de electo, participo habitualmente en
sesiones de las Juntas Generales de Bizkaia y salvo legítimas posiciones de crítica
política no he conocido brote alguno de descortesía, desconsideración o
vilipendio en los debates que allí se desarrollan.
Lo
mismo he observado en el Parlamento
Vasco o en las sesiones de pleno municipales.
Es más, si algún “pero” podría
ponerse al transcurso de las sesiones parlamentarias que aquí se desarrollan
es, tal vez, el ser demasiado monótonas, previsibles y hasta aburridas. Pero,
visto con perspectiva, lo prefiero así a convertir el debate en un espectáculo
tabernario en el que se mezclan insultos, desprecios y mala educación.
En más
de una ocasión he escuchado de primera mano a parlamentarios vascos acreditados
en las Cortes Generales sus quejas respecto al ambiente en el que se
desarrollan las sesiones legislativas. El
reproche general es que en el
hemiciclo existe un ruido de fondo que se salpica con voces sueltas -desde cualquier bancada- tendentes a
desacreditar o directamente a insultar a quien tiene el uso de la palabra. El
escenario, el contexto, impresiona. Hasta el punto que quien no tiene los
nervios templados puede
acusar la presión que se deja sentir.
Polémicas
parlamentarias han existido siempre, pero desde que la acción política ha
dejado a un lado su fin primigenio de
dar respuestas a los problemas generales
a través del debate para pasar a ser
la forma en la que la actividad pública busca perjudicar al
adversario a través de impactos
comunicativos encapsulados que puedan
ser repetidos y divulgados masivamente, lo importante no es ya el qué se hace,
sino el cómo y contra quien se hace. No se busca transformar la sociedad sino
derrotar al adversario. Y, así, el
parlamento español se ha convertido en los últimos tiempos en un refugio de
camorristas, tuiteros y provocadores que, de seguir por ese camino de populismo
ramplón terminarán por vaciar de contenido los valores de la democracia
socavando la confianza de la ciudadanía hacia sus representados.
La
política española, alimentada también por irresponsables medios de
comunicación, ávidos de estridencia y
faltos de contraste, está generando actores políticos arquetípicos.
Líderes sin más principios ni ideología que la notoriedad. Charlatanes que
dicen una cosa y la contraria. Revisionistas del pasado, incapaces aún de
condenar el régimen franquista. Sentenciadores de un españolismo de “verdades
absolutas”. Provocadores compulsivos a
los que solo interesa el impacto mediático o en redes de sus “ocurrencias”. Casados, Riveras, Girautas, Cantós, Rufianes,
Borrelles, Iglesias…son ejemplos de un producto de autoliquidación de la
política.
Pero,
si el espectáculo bochornoso al que nos tienen acostumbrados no fuera suficiente, hay comportamientos de
hampa que nada tienen que ver con un
régimen plural y de derecho. Acciones irregulares,
de cártel de poder que utilizó fondos
reservados y funcionarios públicos para
interferir en investigaciones judiciales relativas a un supuesto delito de
financiación ilegal. Policías “patrióticas” al servicio de una organización partidaria.
Impunidad para interferir en la gestión de la administración de justicia. Y apaños en el poder judicial para seguir
manteniendo un control político omnímodo.
En
ambas redes aparece un nombre; Ignacio Cosidó.
Palentino de nacimiento, Cosidó fue Director General de la Policía
Nacional siendo ministro de Interior Jorge Fernández Díaz. Bajo su mando
se estableció todo un sistema
policial de intencionalidad política con
decenas de agentes a su servicio y en el
que formaron parte nombres que hoy se asocian
con irregularidades de todo tipo, tales como Eugenio Pino –Director
adjunto operativo- o los comisarios Villarejo o Martín Blas (jefe de los
asuntos internos). Hablamos de las
“cloacas” del Estado, una estructura urdida para, desde la impunidad más
absoluta, espiar, perseguir o acusar de delitos de corrupción a
representantes políticos de la entonces oposición. Aquel grupo policial al servicio del partido
de Génova participó en numerosos operativos, cuando menos, irregulares,
obteniendo pruebas de manera anómala, grabaciones no soportadas por mandamiento
judicial o “fabricando” acusaciones que ulteriormente se soportaban artificialmente. De todo ello
hemos tenido constancia a partir del encarcelamiento de Villarejo y la filtración, supuestamente por parte de
éste, de material “sensible” a modo de
chantaje para librarse de su situación procesal.
El comisario Pino y Cosidó. la cúpula de la "policía política" |
Pues
bien, Cosidó estaba en la parte alta del organigrama de la “policía patriótica”
y su nombre saltó a las informaciones
periodísticas tras conocerse que desde
la cúpula de Interior se urdió un plan –sufragado por fondos reservados- para
robar una documentación perteneciente a
Luis Bárcenas en la que éste, una
vez expulsado como tesorero del PP, comprometía
la financiación irregular del
Partido Popular. Así y con la colaboración
(bajo pago) del chófer de Bárcenas, los servicios policiales sustrajeron la documentación pretendida que, de haber salido a la luz habría evidenciado la existencia de una “caja
B” del PP en todo el Estado. Más
“madera” en la corrupción sistémica del principal partido español.
Según
diversas fuentes, Cosidó jugó un papel
relevante en toda aquella inmundicia
policial, por lo que se entiende el
nivel de protección que hacia él
están manteniendo los actuales
dirigentes del Partido Popular. Sobre
todo, después del grave error cometido
por el hoy portavoz popular en el Senado –su partido le blindó como
senador autonómico de Castilla y León
tras su salida del gobierno- al socializar un comprometido WhatsApp en el que
se ponía énfasis en el control político que el partido de la derecha tenía en
la nueva representación judicial del CGPJ pactada con el Partido Socialista.
Cosidó,
imprudentemente, envió un mensaje a los 146 senadores del PP para informarles
del acuerdo alcanzado con el PSOE para la renovación del gobierno de los
jueces. En su comunicación se felicitaba por la elección de Manuel
Marchena como nuevo presidente del CGPJ. "Obtenemos lo mismo numéricamente,
pero ponemos un Presidente excepcional, (...) un gran jurista con una capacidad
de liderazgo y autoritas para que las votaciones no sean 11-10 sino próximas al
21-0. Y además controlando la sala segunda desde detrás y presidiendo la sala
61". Ese control de la sala que juzga el “procés” “desde detrás” cuestionaba y mucho la
independencia judicial y ponía bajo sospecha la integridad del magistrado
Manuel Marchena quien ante la gravedad
de la afirmación renunciaba a su nombramiento de presidente del Consejo General
del Poder Judicial y del Tribunal Supremo.
La secuencia de actos
que van del parlamentarismo
tabernario a la politización de la justicia
y la ilegítima utilización de la
policía en beneficio particular, nos presenta ante una aguda crisis
institucional, judicial y de credibilidad en el Estado español. Y todo
ello coincidiendo con la existencia del
gobierno más frágil de cuantos se haya conocido desde la muerte del
dictador. La solución a este
despropósito pasa por más democracia, más diálogo y más respeto a la
diferencia. La celebración anticipada de elecciones no traerá una solución mágica a la actual
coyuntura. Pero mientras la política sea un juego de canallas, macarras, hampones, rufianes y quinquis,
mientras nadie se comprometa con una
renovación general de las estructuras del Estado, quizá lo mejor que nos pueda
pasar es que la legislatura se acabe y la ciudadanía elija a unos nuevos
representantes. Eso y que Euskadi no se contagie del virus
de descomposición política que nos acecha.
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