Nos escandalizamos con el botellón, con las escenas de las bolsas de licor que salen de extranjis de los supermercados. Con una cultura del ocio vinculada al alcohol. Y sentimos lástima de una “generación perdida”. Todo es verdad y es, también, mentira. Verdad porque el problema de los consumos es grave.
Pero, al mismo tiempo, es mentira el axioma de que hoy se bebe mucho más que ayer. Que la juventud actual tiene hábitos menos saludables que los de nuestra generación. Es injusto generalizar el problema y ridículo echar mano de las explicaciones acientíficas que somos capaces de inventar para explicar su contexto.
No es cierto.
En mi juventud bebí tanto o más que cualquier joven de hoy. Lo hacíamos casi todos los que compartíamos amistad, cuadrilla, activismo o juegos. Era una parte consustancial de la forma en la que las personas nos relacionábamos socialmente. La comunidad se construía en los txokos y en los bares. En mis tiempos, no había botellones ni “quedadas” pero cualquier actividad lúdica, asociativa, pasaba por el trago. Si subías al monte un fin de semana y pernoctabas en un refugio, había que llevar un garrafón. Si las mañanas del domingo te citabas para jugar a pala en el frontón, tras el deporte le seguía una maratón de potes que continuaba al atardecer tras el almuerzo y la partida de cartas.
Eran otros tiempos y los hábitos eran muy diferentes. En las casas se comía y cenaba con vino –hasta los más jóvenes- . Vino “peleón” con gaseosa. Se celebraban las visitas a amama con chupitos de anís y galletas y, en la España rural se merendaba con una buena loncha de pan de hogaza untada en vino y azúcar.
Visto con la perspectiva del tiempo transcurrido avergüenza haber sido partícipe de tan insana y peligrosa. No fuimos capaces de asimilar las graves consecuencias que el alcohol provocaba. Vidas, familias, convivencias, destrozadas. Tampoco vimos los riesgos evidentes de mezclar bebida y conducción. Cuan insensatos fuimos las veces que nos pusimos al volante tras una juerga o una comida bien regada. Una amenaza para nosotros mismos y, lo que es peor, para los demás.
Afortunadamente, el tiempo nos ha hecho cambiar y aquellos excesos pasaron al baúl de los recuerdos donde el subconsciente se encarga de seleccionar solamente las evocaciones positivas o en mi caso las cómicas. Anécdotas que en ningún caso “blanquean” la responsabilidad de tanta inmadurez.
De aquellos “tiempos líquidos” recuerdo la clarividencia de mi madre. Las madres siempre tienen un sexto sentido capaz de adivinar el estado de normalidad o no de sus vástagos.
Nosotros vivíamos en un cuarto piso sin ascensor, con largos tramos de escalera de acceso. Los fines de semana, los amigos nos citábamos en rondas de “txikitos”. Vino blanco a la mañana y tinto a la tarde. Como si diferencíasemos el día de la noche. A la hora de la retirada vespertina, el nivel “freático” comenzaba a rebosar por desbordamiento y articular, en aquel estado, una frase coherente costaba una enormidad. Así que cuando yo llegaba al portal de casa y para no alertar a los padres de que mis pies eran redondos, me proponía editar un discurso nítido y clarificador. Una frase que repetiría en todo el trayecto de peldaños y rellanos. “Gabon. No tengo ganas de cenar. Estoy cansado. Me voy a la cama”. Asertos cortos y directos para evitar la confusión. Así, subía el primer piso. “Gabon. No tengo ganas…”. Accedía al segundo, al tercero y al cuarto. Me lo sabía de memoria. Con un poco de fortuna abría la puerta y enseguida aparecía Mari Tere. Yo le miraba y le decía; “Gafon, no dengo …” No me daba tiempo a más. “Dónde has estado paciendo? –me recriminaba- ¡Venga, a la cama!”. Eso mismo era lo que yo quería decir. Clarividencia la suya.
El sociólogo polaco Zygmunt Bauman fue quien a finales del pasado siglo acuñó la definición de “modernidad líquida” para identificar a la sociedad que se nos venía encima. Una sociedad en la que todos los valores son flexibles, volubles e inestables. Y eso es así porque los acontecimientos, novedades o noticias que nos llegan a nuestras vidas duran como mucho un día. La política española, según el concepto de Bauman ha alcanzado la máxima modernidad de la posmodernidad.
Sería difícil encontrar unos tiempos políticos menos sólidos que los actuales. Las declaraciones públicas se quedan viejas en horas. Los presupuestos se pactan pero no se presentan. Lo que hoy es fundamental mañana se abandona. Todos son intenciones, nada compromiso. Lo importante no es el mensaje. Es el medio y su alcance. Lo verdaderamente trascendente es ocupar el “prime time” de televisiones y radios. Ser “influencer” en redes sociales, “trending topic” entre los tuiteros. Y en ese magma líquido, las ocurrencias, las noticias falsas, el revisionismo histórico, los rumores sin confirmación, terminan por apoderarse de todo. Ya no hay certidumbre, ni posibilidad de acuerdo serio. Ni gobernabilidad ni nada. Solo queda la confrontación y las urnas.
Nadie duda ya de que habrá adelanto electoral en España. La cuestión será saber cuando Sánchez hará uso del botón “nuclear” para dar por finalizada la legislatura. Pasando mañana y a tenor de los resultados que se obtengan en los comicios andaluces estaremos más próximos en desvelar la incógnita de la ecuación. Susana Díaz pretendía separar estos comicios para que el diapasón de los mensajes sonara exclusivamente con “acento andaluz”. Pero la política “líquida” ha podido con ella y con su estrategia convirtiendo el sur español en un banco de pruebas de lo que nos espera en unos comicios generales , de tal modo que en Andalucía, además de saber quien ostentará mayor confianza del electorado de aquel pueblo, estos comicios van a dejar una segunda lectura; hasta dónde llegará la representación de Vox y cómo de fraccionada queda la derecha conservadora..
Hay quien opina que los ultras de Abascal restarán a populares y ciudadanos por igual. A Casado, por pura competencia y por los restos, pueden hacerle perder hasta 8 escaños, uno por provincia. Susana Díaz, pese a ser la cabeza de serie, tampoco parece “salirse” en la votación. Al contrario, puede perder espacio en un mapa terriblemente cuarteado y dividido. Un nuevo dibujo político de difícil gobernabilidad en el que no se descarta nada. Ni tan siquiera la baza de una repetición electoral a modo plebiscito tras un endiablado cuadro de posibles pactos postelectorales y la negativa de los “anticapitalistas” de apoyar al “susanismo”..
Pedro Sánchez sabe que su tiempo se acaba. Su equipo, que en un primer momento le rentó popularidad, le hace perder credibilidad a borbotones. Lo último de Borrell no tiene un pase y si no fuera por lo transitorio del momento, el canciller de exteriores estaría ya en su casa.
La alternativa de del “superdomingo de mayo” que tanto gusta al aparatero Ábalos parece descartarse. No porque moleste a las baronías socialistas. Sánchez se ríe de ellas. Se cree crecido y piensa que sus notables estarían cautivados con la coincidencia electoral debido al “tirón personal del presidente”. El inquilino de la Moncloa, como otros anteriores, está encantado de haberse conocido. Pero lo del “superdomingo” tiene muchos inconvenientes. El primero y fundamental que poner cinco urnas en los colegios para votar con otras tantas papeletas diferentes podría ser un caos organizativo. Y una apuesta política demasiado arriesgada. Como jugar a la ruleta el todo o la nada.
Por eso cobra fuerza la opción de que las elecciones generales se adelanten a marzo. De ser así, Sánchez tendría programa –el que no ha podido llevar a cabo por falta de apoyos en estos meses- mientras que el resto, en crisis de reposicionamiento tras le embate andaluz estarían más ocupado en hallar su propio espacio que en otra cosa. A codazos si fuera menester. Y diciendo barbaridades.
No hay duda. Huele a anticipo electoral y en esa convicción, partidos como el PNV, acostumbrados a la “política sólida”, deberán estar muy atentos a los próximos movimientos. De momento los jeltzales deberán activar su mecanismo de elección de candidaturas. Su procedimiento asambleario exige tiempo y este parece haberse acabado de repente,
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