Ha transcurrido apenas una semana desde que el pasado
domingo los votantes andaluces provocaron un terremoto político en la comunidad
de Blas Infante. Los resultados escrutados en las urnas no dejan dudas en relación a la voluntad
mayoritaria de una ciudadanía que ha optado por el cambio de gobierno tras
cuarenta años ininterrumpidos de socialismo.
El batacazo electoral del PSA resulta elocuente a pesar de
que la formación liderada por Susana Díaz
sea la que más representación ostente en el futuro parlamento andaluz.
Junto a esta apuesta por la alternancia política en la Junta
de Andalucía, los comicios del pasado domingo evidenciaron una segunda
consecuencia, el afloramiento y con fuerza de la extrema derecha con una docena
de escaños. El “susto” ha sido mayúsculo porque si bien todo el mundo coincidía
en apuntar a la notoriedad de Vox en las elecciones nadie pensaba que su
irrupción fuera tan potente ni que contara con casi 400.000 votos.
El descalabro socialista ha estado provocado, básicamente,
por el abandono de su tradicional votante que, por unas razones u otras, se
quedó en casa refugiándose en la abstención (cuatro de cada diez). El desgaste del gobierno prolongado, la falta
de entusiasmo en las propuestas y la
penalización por la corrupción son
algunas de las razones que han estado
detrás de la falta de movilización del electorado socialista.
La “sultana” Díaz se había propuesto hacer bajar el diapasón
de la campaña, eliminar cualquier “contaminación” externa y desarrollar lo que
ella mismo denominó un programa “con acento andaluz”, que no fue otra cosa que
el victimismo de quien se siente agraviado por todo el mundo (por la derecha,
por los nacionalistas, por Catalunya…) .
Con la situación política existente en España, tal intento resultaba inviable.
Bastó observar la agenda para darse cuenta de que el líder del PP, Pablo Casado
se pasaría los quince días de campaña en los ocho provincias del sur, lo que
certificaba el intento pretendido por algunos de convertir la cita autonómica
en una prueba previa de comicios generales.
Para cuando Susana Díaz se quiso dar cuenta, el discurso
político corría por arriba y para apuntarse al mismo cometió el enorme error de
emplazar a las formaciones políticas del centro derecha a posicionarse en
relación a Vox. Con esta torpe maniobra, Susana Díaz colocó a los de Abascal en
el centro del tablero, haciéndoles crecer en notoriedad e influencia.
La otra parte de las “izquierdas” representada por una sopa
de letras –Adelante Andalucía- que aglutinaba entre otros a Podemos, Izquierda
Unida, Equo, etc, no supo “leer” la oportunidad que la coyuntura le brindaba
como posible recambio de progresista del gobierno andaluz, denominado
peyorativamente por Teresa Rodríguez como “susanismo”.
Los “anticapitalistas” lejos de sumar, restaron con sus
propuestas radicales dejando todo el espacio electoral de centro abierto para
que una formación como Ciudadanos, que había servido de muleta al socialismo,
lo ocupara plácidamente. Y desde ese lugar permitir a Inés Arrimadas que hiciera
su campaña catalana en Andalucía y es que la manipulación del “procés” y la
explotación de un españolismo reactivo
ha calado profundamente en el conjunto de la península.
El Partido Popular ha sido en segunda derivada quien más ha perdido en los comicios.
Sin embargo su resultado resulta
engañoso, ha perdido para ganar. Su minoración de escaños –hasta siete le ha
arrebatado su derecha extrema- contrasta con el encuadre global en el que su
candidato, Mariano Bonilla se postula como sucesor de Susana Díaz (si la
soberbia innata de Ciudadanos no lo impide).
El denostado Mariano Rajoy solía decir que para el PP el
problema no era Ciudadanos sino Vox. El dicho popular insiste en que no hay
peor cuña que la de la propia madera, y
en el caso de Vox sus componentes
militaron en el PP y muchas de sus reivindicaciones se las escuchamos
también a Maroto, a Ruiz Gallardón, Vidal Cuadras, Mayor Oreja, Esperanza
Aguirre o al mismísimo Jose María Aznar.
Su “mice en place” en la campaña andaluza no dejaba dudas de
sus intenciones. A lomos de un caballo y con la banda sonora del “señor de los
anillos”, Abascal y los suyos tiraban de épica para anunciar el “inicio de la
reconquista” y emulando a la publicidad presidencial de Trump fijaba su objetivo de “Volver a hacer grande
a España”.
El partido en el que milita Ortega Lara , como lo definió
recientemente Pablo Casado, ha utilizado un marketing político sencillo pero eficaz. Directo. Sin matices.
Buscando culpables directos a los problemas sociales.
El “bien” frente al mal. Frente a lo desconocido. Frente a
la inmigración, a la “pérdida de valores”. “Los españoles primero”. “España una
y fuerte”.
No era algo que sonara a nuevo. El Partido Popular o algunos
de sus dirigentes habían prodigado esos mismos discursos.
Vox no es el postfranquismo. Tal componente tiene sus
organizaciones tradicionales en la Falange o en los círculos fascistas. No es
tampoco la Fundación Franco. Abascal no es Blas Piñar. Es otra cosa. Es la
acerada imagen de un PP escorado. Es una mezcla de MayorOreja, de Gallardón, de
Esperanza Aguirre, de Vidal Cuadras, de María San Gil o Maroto. Es una especie
de radical con pistola al cinto.
Los ultras existieron siempre. Yo les recuerdo desde mi
juventud con los guerrilleros de cristo rey.
Pero llevaban un tiempo
camuflados. Integrados en el paisaje de
un Partido Popular en que cabía todo el mundo, desde los liberales
conservadores hasta los neofranquistas.
La cuestión es que ahora, esa derecha extrema ha decidido emerger con firma
propia. Lo ha hecho aprovechándose de la coyuntura y libres de la tutela de un
partido común que durante años se había
preocupado de mantener las filas prietas. Rajoy, en privado lo advertía. El
problema del PP no era Ciudadanos sino Vox. Sabía lo que decía aunque nadie le entendía.
Pero, ¿qué representa
Vox?. Vox es la marca española de la ultra derecha europea y mundial. Una
formación supremacista que busca
culpables a los males sociales que afectan a las democracias occidentales. Y
los culpables siempre son los demás. Los diferentes. Los inmigrantes. Los que
no comulgan con su totémica idea de Estado-nacional
(la España una, grande y libre). Los diferentes. En género. En derechos. En
valores. Los que se sienten amenazados y tratan de imponer su supuesta
supremacía. De raza. De credo. De nacionalidad.
Vox es la respuesta simple del ajuste de cuentas. De la ley
de la selva. Y la contundencia de ese mensaje falso puede afectarnos a todos.
También en Euskadi, y en Catalunya donde la crispación y el enfrentamiento
parece subir de temperatura en los últimos tiempos.
Como la extrema derecha francesa, la española puede nutrirse
de votantes de procedencia izquierdista. Radicales de un signo u otro desengañados de la
política y su capacidad de crecimiento dependerá proporcionalmente de los
errores o aciertos con los que las
formaciones democráticas se enfrenten a ella. Reaccionar indignados con
manifestaciones en las calles es un craso error. Mejor haber convencido a los
que no fueron a votar para que lo hicieran que
arengar ahora que las urnas han
hablado. Invocar a una movilización de
las izquierdas a modo del Frente Popular frente a la CEDA –Confederación Española de Derechas
Autónonas- de hoy día resulta de una
ineptitud supina pues invocar a la repetición del pasado reciente (pre guerra)
no hace sino alimentar el miedo. Y es precisamente el combate del miedo
donde la extrema derecha se desenvuelve
como pez en el agua, aprovechando la fuerza del adversario para enfrentarse al
mismo (la teoría del judo).
Mucho me temo que la derecha extrema ha llegado para
quedarse. El PP ya no le da cobijo y vuela libre en un horizonte tensionado por
los conflictos y la falta de acuerdos.
Del resultado de las elecciones andaluzas debemos extraer
varias conclusiones. La primera de ellas que la voluntad del electorado es
dinámica. Que no hay feudos ni graneros de voto que perpetúen opciones de
gobierno. En segundo lugar, que una
formación política con vocación de pervivencia, debe permanecer alerta al
sentimiento social de la gente. Volar bajo para percibir los mismos olores y
sabores que las personas interpretan en
sus vidas. Y que frente a los problemas y las dificultades, es mejor buscar
acuerdos que culpables.
Acuerdos entre diferentes para tejer confianzas y despejar
amenazas totalitarias. Acuerdos grandes o pequeños. De convivencia o
prespuestarios. Acuerdos que nos permitan a cada cual, con respeto, vivir y avanzar lejos de la confrontación y de
las tentaciones de imposición.
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