Todos
queremos más. Así dice una canción
popular que expresa el sentimiento
humano de mejora, de crecimiento, de ampliar
las posibilidades y recursos de
las personas. Se trata de una pretensión entendible, siempre y cuando ese “más” no vaya en detrimento de otros que
vean mermadas sus capacidades. Que el “más” de unos no sea el “menos” de
otros.
Como el
perro de Pavlov que salivaba no ya ante la contemplación de comida sino ante la simple presencia del
personal que se la servía, el comportamiento humano se estimula
ante la constatación material de
mejoras para él y también ante su simple promesa o anuncio. De ahí
lo peligroso que resulte
apalabrar en falso.
La
negociación fallida del proyecto de presupuestos en la Comunidad Autónoma Vasca
nos dejó encima de la mesa la inusitada pretensión de algunos grupos parlamentarios por
alimentar a colectivos sociales específicos
con recursos públicos directos.
Sin segregar ámbitos como el nivel de renta
y patrimonio de los posibles beneficiarios y sin tener en consideración
el impacto que tales políticas subvencionadoras
tendrían en el conjunto de las cuentas públicas.
Aún
hoy, formaciones políticas como EH Bildu o Elkarrekin Podemos plantean, a modo
de renta universal, unos ingresos
mínimos para los pensionistas –sea cual fuera su condición y su
cotización durante la vida laboral- de 1.080 euros mensuales. Y tal requisito se eleva hasta los 1200 euros
al mes como sueldo básico en los puestos de trabajo derivados de la
contratación pública.
Estamos
acostumbrados a escuchar promesas
vaporosas que alegran el oído de mucha gente pero que resultan imposibles
de poner en práctica porque las
administraciones públicas no disponen de un fondo inagotable de recursos, de
dinero, del que poder echar mano en cualquier momento o circunstancia.
Quimeras que hasta sus promotores saben
íntimamente que resultan inviables, pero que las prodigan para atraer
electoralmente –estimular como Pavlov a su perro- a quienes
esperan soluciones a sus problemas, no diferenciando “visiones” de
“previsiones”.
La
demagogia lleva a considerar que “el
problema no es de dinero”, que según los promotores de estas ayudas mágicas “lo
hay”, sino de “falta de voluntad
política” para establecer estas medidas
de donativos públicos
universales. Lo que se pretende
en el fondo de esta política relajada de gasto es el establecimiento de rentas
universales, subvenciones graciables simplemente por el hecho de respirar, de
existir. Transformar el modelo y los
valores del esfuerzo, el trabajo y el compromiso por una sociedad subsidiada.
La
cuestión es que quienes aquí proponen estas
medidas no tienen la gallardía de asumirlas públicamente, enmascarándolas en conceptos
tales como las pensiones “dignas” o la calidad en el empleo. Quienes defienden
la concesión indiscriminada de ayudas públicas deberían explicar nítidamente, de dónde sacarían el dinero para poder
repartirlas. Deberían explicitar si tal política eliminaría cualquier otro tipo de intervención pública,
como el gasto médico, educativo o de prestaciones sociales, o, sin embargo, se
pretendería instaurar en Euskadi una arcadia fabulada del“gratis total”.
No nos
confundamos, quienes apuestan vehementemente por el reparto económico a granel,
nos están contando un cuento. El cuento de la buena pipa. Porque el modelo de
renta universal es inviable. Se acaba de demostrar. No con palabras. Con
hechos. Y en un país que a menudo se nos
pone como ejemplo de progresía y avance económico; Finlandia.
2019 ha puesto fin a uno de los experimentos más
controvertidos y pioneros de cuantos se han hecho sobre las bondades de la
renta básica universal.
Desde hace dos años Finlandia ha estado pagando 560 euros al
mes a 2.000 parados para analizar de qué manera se podía estimular así el
mercado laboral. El proyecto piloto debía entrar ahora en una segunda fase, en
la que se incluyera a segmentos de la población no necesariamente sin trabajo,
pero este experimento ya no verá la luz. Al cumplirse los dos años del
experimento, el Gobierno finlandés ha decidido abortarlo.
Finlandia llamó la atención del mundo entero en 2015 cuando
anunció su intención de poner en marcha este experimento. Iba a ser el primer
país en instaurar, si los programas experimentales salían bien, una renta
básica universal. Todo empezaba con una pauta piloto de dos años (2017 y 2018) que contaría con una muestra de población
focalizada de 2.000 ciudadanos y con una dotación inicial de unos 20 millones
de euros. Los beneficiarios de esta primera fase de la muestra se seleccionaron
aleatoriamente entre un segmento de población que recibía por entonces algún
tipo de subsidio por desempleo y se les proporcionó mensualmente y sin
condición alguna la cuantía de 560 euros.
El sistema de Seguridad Social finés, quedaba encargado de
supervisar el desarrollo del proyecto y de ver el impacto que esta renta incondicional
provocaba en la búsqueda de empleo, en la sostenibilidad de las pensiones, en
la burocracia, pero también otros diversos factores, como el consumo o el pago de impuestos, por
ejemplo. El derecho a estos 560 euros de esta renta no se perdía a lo largo de
estos dos años aunque el beneficiario encontrara un puesto de trabajo. Si esta
circunstancia acontecía, los ingresos propios se acumulaban a los de la paga
pública.
El experimento –puesto en marcha paradójicamente por un gobierno conservador- fue
criticado y aplaudido al mismo tiempo desde
su nacimiento por distintos espectros políticos y económicos. Sus defensores
consideraban que era un escenario a explorar ante el imparable avance de la
robotización del mercado laboral. Y sus detractores creían que el nuevo modelo
desincentivaba la búsqueda de empleo.
El debate se acabado rápidamente. No ha habido opción a más.
Los resultados de la apuesta no han
cumplido expectativas y el ejecutivo nórdico ha decidido no seguir adelante con
el programa. El motivo del fracaso; la falta de sostenibilidad del programa y
del propio sistema de la Seguridad Social.
Más claro, agua.
Pasado el trance del
presupuesto fallido, el Gobierno vasco ultima
su propósito de aprobar mediante una normativa específica medidas que, sin nuevas cuentas públicas aprobadas, necesitan del
respaldo parlamentario. Se trata de
disposiciones, inicialmente, no discutibles, como el incremento salarial de los
trabajadores públicos, el aumento en las dotaciones de la Renta de Garantía de
Ingresos o la ampliación de las partidas destinadas a los conciertos
educativos.
Son propuestas de “sentido común” que difícilmente podrían
ser rechazadas por cualquier grupo parlamentario y que deberían estar
fuera de la pugna política. Sin embargo,
mucho me temo que, con una cita electoral a la vuelta de la esquina, sigamos encontrando
actitudes de partidos políticos “primos”. Es decir que sólo son capaces de acordar consigo mismo y con la unidad.
De todas maneras, la política vasca y el ámbito
institucional de Euskadi sigue siendo una extrañeza balsámica en relación a la
realidad exterior próxima. Hay gente que se molesta cuando se dicen estas cosas
porque lo considera chauvinismo autocomplaciente, pero obedece a algo objetivo. Sin dejar de reconocer que la sociedad vasca
es imperfecta, que tiene aún multitud de problemas, nuestro “clima” político,
económico y social es mucho más benévolo que el imperante, por ejemplo, en el
Estado español.
Nuestro paro ha bajado ya del 10% y las previsiones
económicas indican que el empleo seguirá
creciendo este año. Los servicios públicos básicos, pese a la tensión sufrida
en los años de crisis, siguen
funcionando adecuadamente y comparativamente con nuestro entorno están mucho mejor
valorados. Las instituciones públicas
tienen las cuentas saneadas y la deuda no amenaza la capacidad de
crecimiento. Hasta el tensionamiento político es menor que en el Estado y pese
a que en la medida que nos aproximamos a
unas elecciones las posiciones de cada
cual se recargan, el diálogo y su
consecuencia, los acuerdos, siguen
siendo piedra angular de nuestra
pluralidad ideológica y política. Así espero que el conjunto de medidas
extraordinarias que el Gobierno lleve al
Parlamento sean aprobadas
mayoritariamente. Por sentido común y porque benefician a muchos.
Cada día que pasa se demuestra más que Euskadi es diferente.
Nuestra política es mucho más “aburrida” que la española. No tiene tanto
“espectáculo”. Ni tanto “morbo”. “Bendito” aburrimiento. Y que así siga. Solo así podremos cantar seguros lo de “todos queremos más”.
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