Llevamos
ya unas cuantas jornadas de la vista oral
desarrollada en el Tribunal Supremo
contra doce dirigentes políticos catalanes por el denominado “procés”
independentista. Se trata de uno de los procedimientos judiciales más relevantes de los últimos años. Su importancia radica en la gravedad de las
imputaciones y de las penas solicitadas contra los dirigentes catalanes; rebelión,
sedición, malversación, desobediencia.
También, porque pone a prueba a la justicia española frente al
derecho internacional, y especialmente
el comunitario europeo. Y, en tercer
lugar, porque el desarrollo de la acción
penal es la consecuencia descarnada del
rotundo fracaso de la representación política. Nadie puede entender cómo un
problema político –que seguirá ahí después de que el Tribunal Supremo dicte
sentencia – no sea abordado por cauces políticos y democráticos.
El
juicio del supremo coincide además con un insoportable clima de tensión entre partidos en el que la confrontación, el enfrentamiento
y el choque permanente se suceden en un
escenario electoral en el que buscar soluciones a los problemas no importa. Solo interesa provocar al adversario, desacreditarlo aunque
sea a través de la mentira o la injuria.
No son,
por lo tanto, las mejores circunstancias para el desarrollo de una acción
judicial incontestable. Sin embargo, el desenvolvimiento de las jornadas de vista oral
y la transparencia con la que el
juicio puede seguirse – ha sido un acierto su retransmisión en directo y en abierto- me hacen
pensar que los temores a un
procedimiento adulterado parecen disiparse a tenor de las garantías procesales
observadas. Eso no quiere decir que
siendo las formas correctas, el fondo del enjuiciamiento pueda ser comprensible. Todo puede ocurrir. Ahora bien,
a tenor de lo visto hasta ahora –por lo menos por los ojos de un lego en la
materia como yo- va a ser difícil que el
tribunal concluya rotundamente en
contraposición al discurso ya instalado en la opinión pública española.
Si
algunos creíamos que la figura de la
“rebelión” era una patraña, el transcurrir de los interrogatorios y la falta de solidez en los argumentos de la
acusación hacen pensar que su
consistencia en el caso se ha diluido
como un azucarillo en agua caliente. La
actuación de los fiscales (penosa en algunos momentos), su falta de evidencias
constatables para demostrar actos de
violencia, constata la enorme dificultad que el tribunal presidido por el juez
Marchena va a tener para dictaminar no ya la rebelión sino la “sedición” que , en segunda derivada, acusa la abogacía del Estado.
Además,
y en paralelo, hemos sabido que a petición de las defensas el Gobierno español ha remitido al Tribunal Supremo
unas certificaciones que acreditan que
ni el ejecutivo de Mariano Rajoy ni el Consejo de Seguridad Nacional abordaron
nunca la posibilidad de aplicar la Ley de Estado de Sitio y la Ley de Seguridad
Nacional ante la situación en Catalunya tras la convocatoria del referéndum del
1 de octubre de 2017. En el supuesto de que se hubiera producido un delito de
rebelión, el Gobierno español tendría que haber considerado la aplicación del
estado de sitio y de la Ley de Seguridad
nacional, y las certificaciones oficiales
hechas llegar hasta el juez Marchena
niegan que esto ocurriera.
Lo que subyace de la endeblez de las tesis
acusadoras es la bochornosa instrucción del sumario llevada a cabo por el juez
Llarena. Una instrucción
monitorizada por un informe de la
Guardia Civil cuyas lagunas fueron
puestas en evidencia, entre otras instancias, por el auto del tribunal alemán de Schleswig-Holstein.
En su
resolución, denegando la orden de detención contra Carles Puigdemont, el tribunal alemán negaba los indicios de rebelión o “traición al
Estado”. “Hay razones suficientes para creer que los actos concretos (…)
constituyen actos delictivos, pero de otro orden . Sin embargo, (…) la sala no
aprecia que estas acciones individuales fueran capaces de poner seriamente en
peligro el orden constitucional del Estado español”.”.
El procesamiento dictaminado por
LLarena es, según penalistas
reconocidos, una “barbaridad”. ¿Cuál es la causa del
procesamiento? ¿La consulta del 1 de octubre? ¿La concentración del 20 setiembre
ante Consejería de Economía y Hacienda
de la Generalitat ? ¿La Declaración Unilateral de Independencia?¿Todo el
“procés”?
Del relato
del auto de Llarena se concluye que el enjuiciamiento
vincula a todo el “procés”. Sin
embargo, las incriminaciones se reducen
a dos jornadas. En la primera fecha (20 septiembre) se indica que 60.000 personas
rodearon la consejería de Economía
dificultando la actuación de la Guardia Civil (aquí se incrimina a Jordi
Sánchez y Jordi Cruixart). La segunda
hace referencia a la organización de la
consulta-referéndum del 1 de octubre por lo que se acusa a los miembros del
Govern. Sin embargo, siendo una “causa general”, no se inculpa, como cabía
esperarse, a Artur Mas, iniciador del
“procés” desde el Palacio de la Generalitat. Ni se imputa a los parlamentarios
que con su voto apoyaron presuntamente la Declaración Unilateral de
Independencia.
¿Dónde
estaba la rebelión armada? ¿Cómo se subvirtió el orden constitucional?
De lo
declarado hasta ahora en sede judicial nada de esto se ha probado. A lo sumo puede
interpretarse que los acusados podrían haber cometido presuntamente un delito
de “desobediencia”. Así lo habrían reconocido implícitamente.
Lo han
justificado como el “mal menor” a la
hora de “ponderar” el binomio
“legalidad-legitimidad”. Es decir entre el
ordenamiento jurídico y la democracia. Una posición estética pero
falsa, ya que no es posible dar cauce democrático a la voluntad popular
sin el cumplimiento de unas reglas de juego básicas. Reglas que han de cumplirse
y, en su caso, si merecen ser sustituidas,
se cambian, no se ignoran.
Los
políticos catalanes no han sido los únicos de mencionar tal pugna como un
dilema irreconciliable. Lo ha hecho, en sentido contrario Felipe VI. El jefe del Estado ha vuelto a
desatender sus funciones
constitucionales de “arbitrar y moderar
el funcionamiento regular de las instituciones” en consonancia con su
desafortunada intervención pública del 3
de octubre. El pasado miércoles y
escoltado por Felipe González, el rey de los españoles volvió a incidir en que
“sin el respeto a las leyes no existe ni convivencia ni democracia”. “Sin el
derecho”, enfatizó, “no puede hacerse nada, nada que sea legítimo, duradero,
racional y seguro”.
Felipe VI
nada dijo en relación a que la legalidad no debe contraponerse ni elevarse por encima del ejercicio de la
voluntad popular. Perseverar en el
combate de legalidad versus legitimidad no soluciona el problema. Al contrario,
lo agrava.
Porque el
término de legalidad por sí mismo, sin
contexto ni adjetivos, no es garantía de ningún derecho, ni de libertades, ni
de la mera existencia de democracia. En los países autoritarios también hay una
legalidad que ha de cumplirse pero ello no significa que esa legalidad sea justa ni garantía de nada.
Carrero Blanco también se sostuvo en su “legalidad”. Como Petain, Beznev o cualquier dictador. La legalidad debe, pues, ponerse en contexto
con otros principios que son los que la rigen e interpretan. Conceptos tales
como la libertad de expresión o la participación ciudadana. Democracia en
definitiva. Y cuando tales principios apunten a un sentir mayoritario tendente
al cambio deberían dar cauce a una adecuación del marco jurídico para
hacerlo posible.
El juicio
continúa. Su resolución no servirá, previsiblemente para nada, salvo para enquistar aún más la coyuntura. El conflicto entre
el Estado y Catalunya sigue y seguirá ahí. En carne viva y con sufrimiento. Con un juicio
que nunca debió producirse y que nadie sabe cómo acabará, a pesar de los indicios que hoy se vislumbran. Con unos represaliados políticos que deberían gozar de todos sus derechos
civiles y que continúan en prisión
preventiva. Con una sociedad estresada
ante el bloqueo político y el
encastillamiento de las posiciones respectivas. Nada parece tener solución, y
lo que es más grave, nadie parece quererla. Los unos negando el diálogo. Los
otros impidiéndolo con condiciones
imposibles.
Unos
amenazan con un 155 permanente. Con la suspensión de la autonomía. A otros, el
miedo a equivocarse les atenaza. De
fracaso en fracaso hasta el fracaso final. En verdad, dan ganas de preguntar en
voz alta, ¿hay alguien ahí?.
No
desesperemos. Confiemos en la inteligencia y en el diálogo. No queda otra.
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