sábado, 23 de febrero de 2019

¿HAY ALGUIEN AHÍ?


Llevamos ya unas cuantas jornadas de la vista oral  desarrollada en el Tribunal Supremo  contra doce dirigentes políticos catalanes por el denominado “procés” independentista. Se trata de uno de los procedimientos judiciales  más relevantes de los últimos años.  Su importancia radica en la gravedad de las imputaciones  y de las penas solicitadas  contra los dirigentes catalanes; rebelión, sedición, malversación, desobediencia.  También, porque pone a prueba a la justicia española frente al derecho  internacional, y especialmente el comunitario europeo.  Y, en tercer lugar, porque  el desarrollo de la acción penal  es la consecuencia descarnada del rotundo fracaso de la representación política. Nadie puede entender cómo un problema político –que seguirá ahí después de que el Tribunal Supremo dicte sentencia – no sea abordado por cauces políticos y democráticos.

El juicio del supremo coincide además con un insoportable clima de tensión  entre partidos  en el que la confrontación, el enfrentamiento y  el choque permanente se suceden en un escenario electoral en el que buscar soluciones a los problemas  no importa. Solo interesa  provocar al adversario, desacreditarlo aunque sea a través de la mentira  o la injuria.

No son, por lo tanto, las mejores circunstancias para el desarrollo de una acción judicial incontestable. Sin embargo, el desenvolvimiento de las jornadas  de vista oral  y la transparencia  con la que el juicio puede seguirse – ha sido un acierto su retransmisión   en directo y en abierto-  me hacen  pensar  que los temores a un procedimiento  adulterado parecen  disiparse a tenor de las garantías procesales observadas. Eso no quiere decir  que siendo las formas correctas, el fondo del enjuiciamiento pueda ser  comprensible. Todo puede ocurrir. Ahora bien, a tenor de lo visto hasta ahora –por lo menos por los ojos de un lego en la materia como yo-  va a ser difícil que el tribunal concluya  rotundamente en contraposición al discurso ya instalado en la opinión pública  española.

Si algunos creíamos  que la figura de la “rebelión” era una patraña, el transcurrir de los interrogatorios  y la falta de solidez en los argumentos de la acusación  hacen pensar que su consistencia en el caso  se ha diluido como un azucarillo en agua caliente.  La actuación de los fiscales (penosa en algunos momentos), su falta de evidencias constatables  para demostrar actos de violencia, constata la enorme dificultad que el tribunal presidido por el juez Marchena va a tener para dictaminar no ya la rebelión  sino la “sedición” que , en segunda derivada,  acusa la abogacía del Estado.

Además, y en paralelo, hemos sabido que a petición de las defensas  el Gobierno español ha remitido al Tribunal Supremo unas  certificaciones que acreditan que ni el ejecutivo de Mariano Rajoy ni el Consejo de Seguridad Nacional abordaron nunca la posibilidad de aplicar la Ley de Estado de Sitio y la Ley de Seguridad Nacional ante la situación en Catalunya tras la convocatoria del referéndum del 1 de octubre de 2017. En el supuesto de que se hubiera producido un delito de rebelión, el Gobierno español tendría que haber considerado la aplicación del estado de sitio  y de la Ley de Seguridad nacional, y las certificaciones oficiales  hechas llegar hasta el juez Marchena  niegan que esto ocurriera.

Lo que subyace de la endeblez de las tesis acusadoras es la bochornosa instrucción del sumario llevada a cabo por el juez Llarena. Una instrucción  monitorizada  por un informe de la Guardia Civil cuyas lagunas  fueron puestas en evidencia, entre otras instancias, por  el auto del tribunal alemán de Schleswig-Holstein.   

En su resolución, denegando la orden de detención contra Carles Puigdemont,  el tribunal alemán  negaba los indicios de rebelión o “traición al Estado”. “Hay razones suficientes para creer que los actos concretos (…) constituyen actos delictivos, pero de otro orden . Sin embargo, (…) la sala no aprecia que estas acciones individuales fueran capaces de poner seriamente en peligro el orden constitucional del Estado español”.”.

El procesamiento  dictaminado por LLarena  es, según penalistas reconocidos,  una “barbaridad”. ¿Cuál es la causa del procesamiento? ¿La consulta del 1 de octubre? ¿La concentración del 20 setiembre ante Consejería de Economía y Hacienda  de la Generalitat ? ¿La Declaración Unilateral de Independencia?¿Todo el “procés”?  

 

Del relato del auto de Llarena se concluye  que el enjuiciamiento vincula a  todo el “procés”. Sin embargo,  las incriminaciones se reducen a dos  jornadas. En la primera fecha  (20 septiembre) se indica que 60.000 personas rodearon la consejería  de Economía dificultando la actuación de la Guardia Civil (aquí se incrimina a Jordi Sánchez y Jordi Cruixart).  La segunda hace referencia a  la organización de la consulta-referéndum del 1 de octubre por lo que se acusa a los miembros del Govern. Sin embargo, siendo una “causa general”, no se inculpa, como cabía esperarse,  a Artur Mas, iniciador del “procés” desde el Palacio de la Generalitat. Ni se imputa a los parlamentarios que con su voto apoyaron presuntamente la Declaración Unilateral de Independencia.

 

¿Dónde estaba la rebelión armada? ¿Cómo se subvirtió el orden constitucional?

De lo declarado hasta ahora en sede judicial  nada de esto se ha probado. A lo sumo puede interpretarse que los acusados podrían haber cometido presuntamente un delito de “desobediencia”. Así lo habrían reconocido implícitamente.  

Lo han justificado  como el “mal menor” a la hora de “ponderar”  el binomio “legalidad-legitimidad”. Es decir entre  el ordenamiento jurídico y la democracia. Una posición  estética pero  falsa, ya que no es posible dar cauce democrático a la voluntad popular sin el cumplimiento de unas reglas de juego básicas. Reglas que han de cumplirse y, en su caso, si  merecen ser sustituidas,  se cambian, no se ignoran.

 

Los políticos catalanes no han sido los únicos de mencionar tal pugna como un dilema irreconciliable. Lo ha hecho, en sentido contrario Felipe VI.  El jefe del Estado ha vuelto a desatender  sus funciones constitucionales de  “arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones” en consonancia con su desafortunada  intervención pública del 3 de octubre.  El pasado miércoles y escoltado por Felipe González, el rey de los españoles volvió a incidir en que “sin el respeto a las leyes no existe ni convivencia ni democracia”. “Sin el derecho”, enfatizó, “no puede hacerse nada, nada que sea legítimo, duradero, racional y seguro”.

 

Felipe VI nada dijo en relación a que la legalidad no debe contraponerse  ni elevarse por encima del ejercicio de la voluntad popular.  Perseverar en el combate de legalidad versus legitimidad no soluciona el problema. Al contrario, lo agrava.

Porque el término de  legalidad por sí mismo, sin contexto ni adjetivos, no es garantía de ningún derecho, ni de libertades, ni de la mera existencia de democracia. En los países autoritarios también hay una legalidad que ha de cumplirse pero ello no significa que  esa legalidad sea justa ni garantía de nada. Carrero Blanco también se sostuvo en su “legalidad”. Como Petain, Beznev  o cualquier dictador.  La legalidad debe, pues, ponerse en contexto con otros principios que son los que la rigen e interpretan. Conceptos tales como la libertad de expresión o la participación ciudadana. Democracia en definitiva. Y cuando tales principios apunten a un sentir mayoritario tendente al cambio deberían  dar  cauce a una adecuación del marco jurídico para hacerlo posible.  

 

El juicio continúa. Su resolución no servirá, previsiblemente para nada, salvo para  enquistar aún más la coyuntura. El conflicto entre el Estado y Catalunya sigue y seguirá ahí. En carne viva  y con sufrimiento.  Con un juicio  que nunca debió producirse y que nadie sabe cómo acabará, a pesar  de los indicios  que hoy se vislumbran. Con  unos represaliados políticos  que deberían gozar de todos sus derechos civiles  y que continúan en prisión preventiva. Con una sociedad  estresada ante el bloqueo político y  el encastillamiento de las posiciones respectivas. Nada parece tener solución, y lo que es más grave, nadie parece quererla. Los unos negando el diálogo. Los otros impidiéndolo  con condiciones imposibles.

Unos amenazan con un 155 permanente. Con la suspensión de la autonomía. A otros, el miedo a equivocarse les atenaza.  De fracaso en fracaso hasta el fracaso final. En verdad, dan ganas de preguntar en voz alta, ¿hay alguien ahí?.

 

No desesperemos. Confiemos en la inteligencia y en el diálogo. No queda otra.

 

 

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