sábado, 6 de julio de 2019

PERDER LOS PANTALONES


Habíamos pasado una jornada infernal. Los termómetros habían llegado hasta los cuarenta grados y el pegajoso calor limitaba  cualquier movimiento. Hasta el pensar  se hacía incómodo. Felizmente, una galerna vespertina hacía que la temperatura ambiente más que caer se desplomara  en cuestión de minutos y el viento alivió el sofoco de la primera “ola de calor”.  Sin embargo, la sensación de alivio  se desvanecía con el pronóstico para el día siguiente. El bochorno iba, según los expertos, a ser mayor y el mercurio  rompería el techo marcado en las horas precedentes.

Lo que  tocaba era  aire caliente  africano y ambiente tórrido.  No conseguía quitarme de la cabeza  la dureza del trance que me aguardaba.  El día de marras  estaba prevista la celebración del pleno de las Juntas Generales de Bizkaia que investiría al Diputado General del territorio.  Y yo, como  electo que soy,  debería participar en la sesión a celebrar en la Casa de juntas de Gernika. Un lugar  bonito donde los haya, pero sin más aire acondicionado  que el que puedan suministrar unos abanicos.

La reunión  se prometía larga. Mañana y tarde comprometidas en uno de los plenos más importantes de toda la legislatura.  La ocasión obligaba a un atuendo acorde a la relevancia del acto. Traje y corbata con toques de sobriedad.

Madrugué y en cuanto pude, me dirigí a la villa foral. Llegué pronto. La temperatura era magnífica.  El cielo estaba nublado y corría una ligera brisa acogedora. Y yo de punta en blanco.  Mejor dicho con traje negro –pañuelo incluido-, camisa azul y corbata  que un amigo calificó de “roja inquietante”.

El día  marchaba sobre ruedas y a medida que la hora de inicio del pleno se acercaba, los miedos a una áspera jornada se vencían. Todo a punto de empezar, pero antes de iniciarse la sesión, para aliviar tensiones, decidí aligerar la vejiga.  Dicho y hecho. Finalizada la operación me apresté a ajustar el pantalón y, en ese momento,  ocurrió lo impensable. Escuché un ruido metálico. Algo había impactado en la baldosa. Me fijé y, horror, la hebilla del cinturón  se había roto. No había posibilidad de arreglo. El mundo se me vino encima. El pantalón tenía cierta holgura en la cintura y sin amarre corría el riesgo de que se moviera o se cayera.

Algo debía ingeniar, y rápidamente, para que a lo largo del día no sufriera un percance  lamentable.  Me acordaba de uno de mis hermanos que hizo la primera comunión arrastrando los pies. Finalizada la ceremonia religiosa la gente murmuraba “pobre chaval, tan joven  y casi no puede andar”. Alguno llegó a preguntar si había sufrido la poliomielitis. Y no, el problema no era de salud sino de calzado. Mi madre  le había comprado unos zapatos  con unas tallas más grande que la que le correspondía ( con algodones en las puntas,  los zapatos duraban varios años)  y mi hermano arrastraba los pies para no perder los mocasines por el camino al altar.

Recordando  aquel episodio  me dije “algo tienes que hacer”. “No querrás que  la gente se acuerde del pleno no por la investidura  de Rementeria sino porque un juntero  perdió los pantalones  junto al árbol de Gernika”.  Como Mcgyver busqué una solución apresurada. ¿Una cuerda? No. Muy rústico. Hallé un clip. Mejor dicho, un super clip. Uno de esos  artilugios que sirven para mantener unidos un montón de folios. Lo abrí sobre el cinturón y lo fijé justo por debajo de la corbata que ocultaba su presencia. Con cuidado de no  realizar movimientos  rápidos me dirigí a mi puesto justo en el momento en el que el timbre anunciaba el inicio de la sesión.

Los indicios prometedores  se fueron al carajo. Salió el sol  y llegamos hasta los cuarenta grados. Ni las moscas –que las había- volaban  por la densidad del aire. Yo quieto, sin menearme demasiado, no fuera a ser que el clip cediera.  La tarde fue peor.  No en lo político y parlamentario, donde el guion se cumplió. Me refiero al tracto  del evento. Elegido  el diputado general, éste acompañado  por los componentes de la mesa  (uno de ellos yo) salimos al exterior y en el templete que existe junto al árbol se procedió al acto protocolario de juramento. Mientras Rementeria juraba siguiendo la tradición de Agirre, yo lo hacía en arameo. Sobre las siete de la tarde acabó el episodio. El clip metálico de carpeta  había resistido y yo con él. Sobreviví con dignidad al calor y a las circunstancias.  El riesgo al ridículo se había salvado.

Cuando escuché por primera vez que Pedro Sánchez no descartaba  la repetición de las elecciones generales, pensé  en que se trataba de una treta para forzar a Pablo Iglesias a que diera su brazo a torcer  y aceptara una investidura sin la condición de  formar parte de un gobierno de coalición. Creí que se trataba de un movimiento táctico. Una advertencia a  todos para que se movieran  de sus posiciones numantinas.

Mi intuición indicaba que Ábalos jugaba  como años atrás lo hicieran los  socialistas orgánicos  ofreciendo  “susto” o “muerte”.  Me equivocaba, pues la tesis de una  repetición electoral estaba muy viva. Hasta el calendario previsto de sesiones parlamentarias fue cuadrado para que el límite del plazo legal finalizara  en un domingo de noviembre. Los menos aventurados  consideraban que este escenario había sido dibujado para “acongojar” a Iglesias. Los más – y son ya unos cuantos los que he consultado-  opinaban que Sánchez se había “venido arriba”.  Su papel en Europa, la última encuesta del CIS y el panorama  del entorno parecían haberle alentado  para forzar la situación y en su caso, pasar nuevamente por las urnas.

Según todos los indicios, Sánchez pensó primero en una investidura a doble vuelta. Una inicial fallida, a finales de julio y otra definitiva en septiembre. Para ello contaba con una previsible abstención de las fuerzas catalanas. ERC por boca de Rufián  había adelantado que ellos no bloquearían  una  designación. Y los presos del JxCat –Sánchez, Rull y Turull- abonaron la misma tesis en contra de los criterios de Puigdemont y Torra. Sin embargo, los socialistas se dieron cuenta de que  en septiembre  podían encontrarse con un panorama bien diferente. Una vez celebrada la Diada y, previsiblemente, con una sentencia ya dictada en el caso del Procés, la esperanza de una “abstención catalana” resultaba  poco creíble. Así que, de haber investidura, debería ser en julio o no sería.

Además, Sánchez no quiere un gobierno de los “picapiedra” (Pedro y Pablo). No se fía de Iglesias. Hace bien. Su “ego” le hace inestable y desequilibra cualquier opción de gobierno sólido. No es un problema de programa o de sintonía ideológica. La razón de la falta de fiabilidad estriba en el exceso de protagonismo del líder podemita. Todo debe pasar por él. Se cree el Mesi de la política. Por eso reivindica un ministerio. Para saciar  su vanidad es capaz de hacer cualquier cosa. Aunque el coste de su arrogancia la pague su organización. Así que, con una personalidad tan pronunciada e indomable, un gabinete de coalición con él en la foto sería como una bomba de relojería.

Las derechas ya se han manifestado.  No darán a Sánchez ni agua. Los naranjas  de Rivera están empecinados  en mostrarse más duros que el pedernal. Aunque se resquebrajen en el camino. No terminan de darse cuenta de que Casado está callado. Y cuanto menos habla, más gana. En el último momento, no se descarta que el líder del PP decida, por “responsabilidad de Estado” eliminar la barrera y permitir la investidura. Dejaría a Rivera, una vez más, en evidencia. Y le traspasaría el título de “líder menguante”. 

La presión de los sectores económicos que añoran los tiempos del bipartidismo la tiene ya Casado.  Veremos si aguanta la tensión. Un giro copernicano a su estrategia de oposición le reportaría notables beneficios, recobrando el papel estelar en la parte derecha del tablero.

La última encuesta de CIS resulta esclarecedora. No por las previsiones electorales  de incremento en socialistas y populares. Lo revelador está en el cuadro general donde la ciudadanía española considera que  la falta de seriedad de “los políticos” se ha convertido en el segundo problema observado por los encuestados –el 32,1%- por detrás solamente  de la preocupación general por el paro.  Enrocarse  en condicionar la gobernabilidad a cambio de un puesto en el consejo de ministros o bloquear, por interés partidista, la puesta en marcha de un gobierno, nos puede conducir  nuevamente a las urnas. Y quien crea que esa opción le beneficia, tiene un problema.  Hacer el ridículo – y más en la cosa pública- siempre penaliza. Quien provoque  unas nuevas elecciones perderá. Probablemente hasta los pantalones.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario