La revista cultural “Jot Down” publicaba un extenso
reportaje firmado por E. J Rodríguez en el que glosaba con detenimiento y rigor
la historia de uno de los indígenas norteamericanos más importantes del pasado
reciente. Él fue el jefe soiux que derrotó
al ejército de los Estados Unidos. Se le conoció como “Nube Roja”.
A continuación publicaré – en varias entregas- un amplio extracto
literal de la crónica editada en lo que algunos califican abiertamente el “New
Yorker” español, un magnífico magazine que aconsejo vivamente seguir.
Publicado por E. J. Rodríguez
«Nos hicieron muchas promesas, más de las que puedo recordar. Pero jamás cumplieron ninguna de ellas, excepto una: nos prometieron que nos quitarían nuestras tierras… y nos las quitaron»
Nebraska, 1837. La atmósfera está muy agitada en un poblado indio, habitado
por los sioux oglala. Los habitantes del poblado están planeando un ataque.
Quieren vengar la muerte de uno de sus jóvenes a manos de los indios pawnee,
enemigos ancestrales de los sioux. Varios hombres curtidos en mil batallas han
sido escogidos para la peligrosa tarea y se están discutiendo los detalles de
la inminente expedición. Todo parece preparado para que a la mañana siguiente
partan cabalgando hacia la batalla.
Pero en plena reunión se presenta un voluntario inesperado, que apenas
tiene edad para hacerse llamar «hombre». Bullendo de excitación, el joven
huérfano “Nube Roja”se ofrece para combatir a los pawnee. Tiene
solamente dieciséis años pero insiste en formar parte del comando, causando el
asombro de todos los presentes. El asombro o incluso el enfado, como puede
deducirse de la ruidosa oposición que la ocurrencia provoca entre sus hermanas
mayores y demás féminas de su familia. Casi histéricas, reprenden a Nube Roja e
intentan convencer a los guerreros más experimentados para que desatiendan la
alocada petición del muchacho. ¿Qué demonios le pasa por la cabeza a ese
chiquillo inexperto? ¡No está preparado para una misión semejante! Debería
empezar con tareas más sencillas antes de lanzarse de pleno en un ataque
directo contra los pawnee. Y aunque las mujeres protestan airadamente, Nube
Roja sigue en sus trece. El paisano a quien han matado los pawnee es su primo y
él quiere estar allí cuando sea vengado. Todos en la aldea conocen el carácter
competitivo e indómito de Nube Roja. Todos saben que desea ser un guerrero por
encima de cualquier cosa, motivado por diversas razones. Una de las más
importantes: guerrear es una de las pocas opciones que tiene el jovencísimo
Nube Roja para hacerse un nombre entre los sioux. Su difunto padre no fue un
oglala, y esto es algo que desvirtúa su linaje y supone un obstáculo a la hora
de labrarse un futuro en la élite sioux. Aún peor, su padre fue alcohólico —lo
mató la bebida— y esto es un motivo de vergüenza para la familia.
Los guerreros dudan, pero finalmente deciden que no son quienes para
impedir que Nube Roja ayude a vengar a su primo. Y Nube Roja no cabe en sí de
gozo: irá a combatir a los pawnee. Va a ser un guerrero.
Pero el día del ataque —muy temprano, cuando los guerreros se reúnen ante
las angustiadas miradas de sus familiares— Nube Roja no da señales de vida. No
ha aparecido. «Bueno», deben de pensar los demás guerreros, «era de prever que
el muchachito se echase atrás en el último momento». Nadie le pidió a Nube Roja
que acudiese a la batalla y ahora va a quedar como un cobarde. Esta retirada a
última hora pueda convertirse en un imborrable estigma en su ahora improbable
futuro. Los guerreros han esperado suficiente. Ya se han despedido de sus
familiares, es hora de partir. Los caballos empiezan a caminar.
Súbitamente, un rumor crece entre la gente y se empiezan a escuchar
excitadas voces:
—¡Ahí viene! ¡Ahí viene!
Los guerreros se giran, extrañados por el tumulto. Preguntan «¿quién
viene?». La gente responde: «¡Nube Roja! ¡Nube Roja está viniendo!». En el
último minuto, el jovencísimo aspirante a guerrero aparece cabalgando sobre un
caballo ornamentado con las plumas reservadas únicamente para las
monturas de los guerreros.
Nube Roja se había dormido.
Ahora se dirige hacia su primera batalla. Horas después regresará
convertido en uno de los héroes de la triunfante expedición de venganza. Además
de matar a cuatro pawnee, los guerreros sioux se han apoderado nada menos que
de cincuenta caballos del enemigo. El propio Nube Roja ha tenido el arrojo de
hacerse con algunas monturas por sí mismo. El muchacho piensa que lo ha
conseguido: por fin es un guerrero. Y la guerra marcará su destino durante las siguientes
décadas.
Cuarenta años más tarde, en 1876, un distinguido visitante se dispone a
hablar en el estrado del prestigioso colegio universitario Cooper Union de
Nueva York. Tiene cincuenta y cinco años, la piel cobriza y marcada por las
profundas líneas que son como la crónica de una intensa vida en las praderas.
El hombre que se dispone a hablar exhibe una expresión severa, poco habitual
entre los despreocupados rostros de la burguesía neoyorquina que han acudido
para verlo; su aspecto, aunque ligeramente acondicionado para la ocasión, es
ciertamente una visión extraordinaria entre los grandes edificios de la Gran
Manzana. Ese hombre es Nube Roja, aquel adolescente que quería convertirse en
guerrero. Ahora uno de los más importantes líderes de la Gran Nación Sioux y
también uno de los más indomables combatientes nativos a los que se haya
enfrentado jamás el gobierno de Washington. Poco queda del alocado muchacho que
se durmió el día de su primera batalla. Ahora es un hombre que lo ha visto todo
y lo ha vivido todo. Está revestido de un aura solemne: el aura de una leyenda.
Él ha doblegado a los destacamentos del ejército estadounidense en territorio
sioux. Su renombre era tal que en las praderas el ejército estadounidense no
podía encontrar voluntarios ni siquiera para enviarle mensajes, tan
aterrorizados estaban los hombres blancos ante la idea de personarse ante él. Y
ahora la Gran Nación Sioux le ha elegido para representar a su país en unas
infructuosas negociaciones con los Estados Unidos de América. Ha venido a Nueva
York invitado por una minoría de blancos defensores de los derechos de los indios,
intelectuales y reformistas que tratan de solidarizarse con su causa. Con su
impresionante y exótica estampa, inmóvil ante un expectante público y una
nutrida representación de la prensa local que ha acudido para cubrir tan
singular evento, Nube Roja habla por medio de un traductor para todos aquellos
hombres blancos que quieran escucharle:
Hermanos y amigos míos que hoy estáis ante mí: Dios todopoderoso nos creó a
todos. Él está aquí para bendecir lo que tengo que deciros. El Buen Espíritu
nos creó a ambas razas. A vosotros os dio tierras. A nosotros nos dio tierras.
Vinisteis a nuestras tierras y os respetamos como a hermanos. Dios todopoderoso
os creó, pero os hizo blancos y os dio ropas con las que vestiros. Cuando nos
creó a nosotros, nos hizo con la piel roja y también nos hizo pobres. Cuando
llegasteis por primera vez, nosotros éramos muchos y vosotros erais pocos. Pero
ahora vosotros sois muchos y nosotros somos cada vez menos. Quizá no sabéis
quién ha aparecido hoy aquí para hablaros: soy un representante de la raza
americana originaria, la primera gente que habitó este continente. Somos buena
gente. No somos mala gente; las noticias que escucháis acerca de nosotros han
sido elaboradas por una de las partes interesadas, pero nosotros siempre estuvimos
bien dispuestos. Aquí os dicen que somos unos ladrones, y esto es falso. Os
hemos dado casi todas nuestras tierras. Y si tuviésemos más tierras, estaríamos
muy felices de entregároslas también. Pero no tenemos nada más que entregaros.
Nos han encerrado en una franja de tierra diminuta. Y queremos que vosotros,
como mis queridos amigos que sois, nos ayudéis frente al gobierno de los
Estados Unidos.
El público, formado como decimos por simpatizantes de la causa india, escucha en conmovido silencio la voz del gran jefe sioux. Quién sabe si Nube Roja ve en este discurso la última oportunidad de alcanzar una solución pacífica. Una solución pacífica en la que probablemente ya no cree, si es que alguna vez ha creído. Porque el líder sioux acaba de llegar de Washington, donde ha viajado para reclamar al gobierno estadounidense que permita a los sioux permanecer en las pocas tierras que todavía pueden llamar suyas. Pero su visita a la capital estadounidense ha resultado frustrante. Ha estado en la Casa Blanca y ha conversado brevemente con el presidente Ulysses S. Grant—al que los indios, con su escrupulosa etiqueta caracteristica, llaman «el Gran Padre»— y le ha ofendido que Grant le ofreciese veinticinco mil dólares a cambio de que acepte llevar a los suyos a una pequeña reserva. Le ha ofendido todavía más descubrir el verdadero contenido del tratado de Fort Laramie, el documento que Nube Roja firmó en las praderas con los representantes blancos para terminar una guerra en la que los guerreros sioux —bajo su liderazgo— habían estado poniendo en jaque a las guarniciones militares de Montana y Wyoming. Teóricamente aquella había sido una sonada victoria para los indios sioux. Pero cuando en Washington le leen a Nube Roja lo que de verdad está escrito en el tratado, el legendario jefe no puede creer lo que oye.
Nube Roja no sabía leer. En Washington, hablando con el secretario de
interior, descubrió con disgusto que el papel firmado en Fort Laramie incluye
una cláusula en la que efectivamente acepta llevar a los suyos a una
reserva. Sintiéndose engañado, el jefe sioux entró en cólera y se marchó de la
reunión asegurando que jamás había oído hablar de aquella cláusula, que se
negaba rotundamente a someterse a ella. En Washington nada hacen por resolver
el entuerto e ignoran las protestas de la delegación india. Para ellos, un
papel firmado es algo inamovible. La paz entre los sioux y los blancos parece
cada vez más lejana. Desencantado con la frialdad de los gobernantes
estadounidenses, Nube Roja está deseando regresar a su poblado para descansar.
Pero antes ha aceptado la invitación para hablar en Nueva York. Y su discurso
es como un último grito de socorro:
En 1868 vinieron unos hombres y trajeron unos papeles. Somos ignorantes y
no sabemos leer papeles. No nos dijeron lo que de verdad estaba escrito en
ellos. Lo que nosotros queríamos era que levantasen sus fuertes, que se
marcharan de nuestro país, que no nos hicieran la guerra y que les dieran algo
a nuestros comerciantes como compensación. Cuando nos dijeron que nos debíamos
limitar a comerciar en el Missouri les dijimos que no, que nos negábamos. Pero
los intérpretes nos engañaron. Cuando fui a Washington, vi al Gran Padre. El
Gran Padre me enseñó lo que de verdad eran aquellos tratados, me leyó todos
esos puntos y aquello me hizo comprender que los intérpretes me habían
engañado, que no me habían hecho saber cuál era el auténtico sentido del
tratado. Todo lo que quiero ahora es que se haga lo correcto, todo lo que
quiero es justicia. Estoy aquí en nombre de la Nación Sioux. Ellos se regirán
por lo que yo diga y por lo que yo represento. Miradme. Soy pobre y no tengo
buenas ropas. Pero soy el jefe de una nación. No queremos riquezas, no son
riquezas lo que pedimos. Pero sí queremos poder educar y criar a nuestros niños
como es debido. Buscamos vuestra simpatía. Las riquezas no nos harán bien, y no
podemos llevar al otro mundo nada de los bienes que podamos tener. Lo que
queremos tener es amor y paz.
Nube Roja es un guerrero, probablemente uno de los mejores guerreros que ha
visto el continente norteamericano. Pero está cansado de la guerra. De esa
misma guerra que algunos de sus ilustres compatriotas sioux —como Toro
Sentado y Caballo Loco—están dispuestos a continuar porque no
encuentran otra salida. Nube Roja tampoco se ha plegado jamás a la rendición y
la humillación. Ha intentado negociar siempre que ha habido oportunidad, ha ido
a Washington para hablar con el presidente. Pero no solo está hastiado de la
guerra, sino también de que los representantes del gobierno estadounidense lo
engañen una y otra vez, a él y los demás jefes indios. De que incumplan cada
uno de sus acuerdos. Ahora, en Nueva York, ante uno de los escasos auditorios
blancos dispuestos a escucharle, continúa quejándose amargamente:
Le he enviado muchas grandes palabras al Gran Padre, pero no sé si alguna
vez harán mella en él. Fueron hundidas por el camino, así que me sentí un tanto
ofendido y pensé que yo mismo vendría aquí ante vosotros para decíroslas. Hoy
os dejo, voy a volver a casa. Quiero deciros que no podemos confiar en los
agentes y superintendentes que enviáis a nuestras tierras. No quiero gente
extraña de la que no sé nada. Estoy feliz de que vosotros seáis de los
nuestros, estoy feliz de venir aquí y descubrir que vosotros y nosotros podemos
entendernos mutuamente. Pero no quiero a más de aquellos hombres en mis
tierras, hombres que son tan pobres que cuando llegan a nuestras tierras su
primer pensamiento es el de cómo hacer para llenarse los bolsillos. Queremos
tener garantías en nuestras reservas. Queremos hombres honrados, queremos que
nos ayudéis a mantener las tierras que nos pertenecen, de manera que no sigamos
siendo una presa para aquellos que tienen malas intenciones. Me vuelvo a casa.
Estoy feliz de que me hayáis escuchado, os deseo lo mejor y os doy una
afectuosa despedida.
Esto es una parte de las palabras que Nube Roja pronunció durante su
peculiar visita a Nueva York. Se retira del estrado mientras el público se pone
en pie y le dedica una sentida ovación. Nube Roja vuelve a casa habiendo
triunfado sólo en el púlpito; es un guerrero pero también es un orador. Más
allá de los matices del intérprete o de la traducción, la esencia de su mensaje
traspasa todo idioma: los sioux solamente quieren lo que les pertenece. Su
tierra, su país. Ni siquiera lo reclaman al completo, solamente lo que precisan
para seguir viviendo según sus costumbres. Pero este discurso, la ovación que
ha provocado y la posterior repercusión en los periódicos puede haber sido otra
de sus pírricas victorias en una guerra que él y todo su pueblo están
destinados a perder. El gran jefe sioux abandona New York sumido en quién sabe
qué sombríos pensamientos. Nube Roja, jamás un hombre rencoroso, ha aceptado
hablar por petición de los propios neoyorquinos, más sensibles y sofisticados,
más receptivos hacia la causa india que los codiciosos aventureros del oeste o
que los fríos genocidas de Washington. Pero sus palabras probablemente podrán
poco frente a eso que los gobernantes estadounidenses bautizaron cruelmente
como «destino manifiesto».
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