domingo, 18 de agosto de 2019

Nube Roja, el hombre que derrotó a los Estados Unidos (I)


La revista cultural “Jot Down” publicaba un extenso reportaje firmado por E. J Rodríguez en el que glosaba con detenimiento y rigor la historia de uno de los indígenas norteamericanos más importantes del pasado reciente. Él fue el jefe soiux que derrotó  al ejército de los Estados Unidos. Se le conoció como “Nube Roja”.
A continuación publicaré – en varias entregas- un amplio extracto literal de la crónica editada en lo que algunos califican abiertamente el “New Yorker” español, un magnífico magazine que aconsejo vivamente seguir.

Publicado por E. J. Rodríguez

«Nos hicieron muchas promesas, más de las que puedo recordar. Pero jamás cumplieron ninguna de ellas, excepto una: nos prometieron que nos quitarían nuestras tierras… y nos las quitaron»
Nebraska, 1837. La atmósfera está muy agitada en un poblado indio, habitado por los sioux oglala. Los habitantes del poblado están planeando un ataque. Quieren vengar la muerte de uno de sus jóvenes a manos de los indios pawnee, enemigos ancestrales de los sioux. Varios hombres curtidos en mil batallas han sido escogidos para la peligrosa tarea y se están discutiendo los detalles de la inminente expedición. Todo parece preparado para que a la mañana siguiente partan cabalgando hacia la batalla.
Pero en plena reunión se presenta un voluntario inesperado, que apenas tiene edad para hacerse llamar «hombre». Bullendo de excitación, el joven huérfano “Nube Roja”se ofrece para combatir a los pawnee. Tiene solamente dieciséis años pero insiste en formar parte del comando, causando el asombro de todos los presentes. El asombro o incluso el enfado, como puede deducirse de la ruidosa oposición que la ocurrencia provoca entre sus hermanas mayores y demás féminas de su familia. Casi histéricas, reprenden a Nube Roja e intentan convencer a los guerreros más experimentados para que desatiendan la alocada petición del muchacho. ¿Qué demonios le pasa por la cabeza a ese chiquillo inexperto? ¡No está preparado para una misión semejante! Debería empezar con tareas más sencillas antes de lanzarse de pleno en un ataque directo contra los pawnee. Y aunque las mujeres protestan airadamente, Nube Roja sigue en sus trece. El paisano a quien han matado los pawnee es su primo y él quiere estar allí cuando sea vengado. Todos en la aldea conocen el carácter competitivo e indómito de Nube Roja. Todos saben que desea ser un guerrero por encima de cualquier cosa, motivado por diversas razones. Una de las más importantes: guerrear es una de las pocas opciones que tiene el jovencísimo Nube Roja para hacerse un nombre entre los sioux. Su difunto padre no fue un oglala, y esto es algo que desvirtúa su linaje y supone un obstáculo a la hora de labrarse un futuro en la élite sioux. Aún peor, su padre fue alcohólico —lo mató la bebida— y esto es un motivo de vergüenza para la familia.
Los guerreros dudan, pero finalmente deciden que no son quienes para impedir que Nube Roja ayude a vengar a su primo. Y Nube Roja no cabe en sí de gozo: irá a combatir a los pawnee. Va a ser un guerrero.
Pero el día del ataque —muy temprano, cuando los guerreros se reúnen ante las angustiadas miradas de sus familiares— Nube Roja no da señales de vida. No ha aparecido. «Bueno», deben de pensar los demás guerreros, «era de prever que el muchachito se echase atrás en el último momento». Nadie le pidió a Nube Roja que acudiese a la batalla y ahora va a quedar como un cobarde. Esta retirada a última hora pueda convertirse en un imborrable estigma en su ahora improbable futuro. Los guerreros han esperado suficiente. Ya se han despedido de sus familiares, es hora de partir. Los caballos empiezan a caminar.
Súbitamente, un rumor crece entre la gente y se empiezan a escuchar excitadas voces:
—¡Ahí viene! ¡Ahí viene!
Los guerreros se giran, extrañados por el tumulto. Preguntan «¿quién viene?». La gente responde: «¡Nube Roja! ¡Nube Roja está viniendo!». En el último minuto, el jovencísimo aspirante a guerrero aparece cabalgando sobre un caballo ornamentado  con las plumas reservadas únicamente para las monturas de los guerreros.
Nube Roja se había dormido.
Ahora se dirige hacia su primera batalla. Horas después regresará convertido en uno de los héroes de la triunfante expedición de venganza. Además de matar a cuatro pawnee, los guerreros sioux se han apoderado nada menos que de cincuenta caballos del enemigo. El propio Nube Roja ha tenido el arrojo de hacerse con algunas monturas por sí mismo. El muchacho piensa que lo ha conseguido: por fin es un guerrero. Y la guerra marcará su destino durante las siguientes décadas.
Cuarenta años más tarde, en 1876, un distinguido visitante se dispone a hablar en el estrado del prestigioso colegio universitario Cooper Union de Nueva York. Tiene cincuenta y cinco años, la piel cobriza y marcada por las profundas líneas que son como la crónica de una intensa vida en las praderas. El hombre que se dispone a hablar exhibe una expresión severa, poco habitual entre los despreocupados rostros de la burguesía neoyorquina que han acudido para verlo; su aspecto, aunque ligeramente acondicionado para la ocasión, es ciertamente una visión extraordinaria entre los grandes edificios de la Gran Manzana. Ese hombre es Nube Roja, aquel adolescente que quería convertirse en guerrero. Ahora uno de los más importantes líderes de la Gran Nación Sioux y también uno de los más indomables combatientes nativos a los que se haya enfrentado jamás el gobierno de Washington. Poco queda del alocado muchacho que se durmió el día de su primera batalla. Ahora es un hombre que lo ha visto todo y lo ha vivido todo. Está revestido de un aura solemne: el aura de una leyenda. Él ha doblegado a los destacamentos del ejército estadounidense en territorio sioux. Su renombre era tal que en las praderas el ejército estadounidense no podía encontrar voluntarios ni siquiera para enviarle mensajes, tan aterrorizados estaban los hombres blancos ante la idea de personarse ante él. Y ahora la Gran Nación Sioux le ha elegido para representar a su país en unas infructuosas negociaciones con los Estados Unidos de América. Ha venido a Nueva York invitado por una minoría de blancos defensores de los derechos de los indios, intelectuales y reformistas que tratan de solidarizarse con su causa. Con su impresionante y exótica estampa, inmóvil ante un expectante público y una nutrida representación de la prensa local que ha acudido para cubrir tan singular evento, Nube Roja habla por medio de un traductor para todos aquellos hombres blancos que quieran escucharle:
Hermanos y amigos míos que hoy estáis ante mí: Dios todopoderoso nos creó a todos. Él está aquí para bendecir lo que tengo que deciros. El Buen Espíritu nos creó a ambas razas. A vosotros os dio tierras. A nosotros nos dio tierras. Vinisteis a nuestras tierras y os respetamos como a hermanos. Dios todopoderoso os creó, pero os hizo blancos y os dio ropas con las que vestiros. Cuando nos creó a nosotros, nos hizo con la piel roja y también nos hizo pobres. Cuando llegasteis por primera vez, nosotros éramos muchos y vosotros erais pocos. Pero ahora vosotros sois muchos y nosotros somos cada vez menos. Quizá no sabéis quién ha aparecido hoy aquí para hablaros: soy un representante de la raza americana originaria, la primera gente que habitó este continente. Somos buena gente. No somos mala gente; las noticias que escucháis acerca de nosotros han sido elaboradas por una de las partes interesadas, pero nosotros siempre estuvimos bien dispuestos. Aquí os dicen que somos unos ladrones, y esto es falso. Os hemos dado casi todas nuestras tierras. Y si tuviésemos más tierras, estaríamos muy felices de entregároslas también. Pero no tenemos nada más que entregaros. Nos han encerrado en una franja de tierra diminuta. Y queremos que vosotros, como mis queridos amigos que sois, nos ayudéis frente al gobierno de los Estados Unidos.

El público, formado como decimos por simpatizantes de la causa india, escucha en conmovido silencio la voz del gran jefe sioux. Quién sabe si Nube Roja ve en este discurso la última oportunidad de alcanzar una solución pacífica. Una solución pacífica en la que probablemente ya no cree, si es que alguna vez ha creído. Porque el líder sioux acaba de llegar de Washington, donde ha viajado para reclamar al gobierno estadounidense que permita a los sioux permanecer en las pocas tierras que todavía pueden llamar suyas. Pero su visita a la capital estadounidense ha resultado frustrante. Ha estado en la Casa Blanca y ha conversado brevemente con el presidente Ulysses S. Grant—al que los indios, con su escrupulosa etiqueta caracteristica, llaman «el Gran Padre»— y le ha ofendido que Grant le ofreciese veinticinco mil dólares a cambio de que acepte llevar a los suyos a una pequeña reserva. Le ha ofendido todavía más descubrir el verdadero contenido del tratado de Fort Laramie, el documento que Nube Roja firmó en las praderas con los representantes blancos para terminar una guerra en la que los guerreros sioux —bajo su liderazgo— habían estado poniendo en jaque a las guarniciones militares de Montana y Wyoming. Teóricamente aquella había sido una sonada victoria para los indios sioux. Pero cuando en Washington le leen a Nube Roja lo que de verdad está escrito en el tratado, el legendario jefe no puede creer lo que oye.
Nube Roja no sabía leer. En Washington, hablando con el secretario de interior, descubrió con disgusto que el papel firmado en Fort Laramie incluye una cláusula en la que efectivamente  acepta llevar a los suyos a una reserva. Sintiéndose engañado, el jefe sioux entró en cólera y se marchó de la reunión asegurando que jamás había oído hablar de aquella cláusula, que se negaba rotundamente a someterse a ella. En Washington nada hacen por resolver el entuerto e ignoran las protestas de la delegación india. Para ellos, un papel firmado es algo inamovible. La paz entre los sioux y los blancos parece cada vez más lejana. Desencantado con la frialdad de los gobernantes estadounidenses, Nube Roja está deseando regresar a su poblado para descansar. Pero antes ha aceptado la invitación para hablar en Nueva York. Y su discurso es como un último grito de socorro:
En 1868 vinieron unos hombres y trajeron unos papeles. Somos ignorantes y no sabemos leer papeles. No nos dijeron lo que de verdad estaba escrito en ellos. Lo que nosotros queríamos era que levantasen sus fuertes, que se marcharan de nuestro país, que no nos hicieran la guerra y que les dieran algo a nuestros comerciantes como compensación. Cuando nos dijeron que nos debíamos limitar a comerciar en el Missouri les dijimos que no, que nos negábamos. Pero los intérpretes nos engañaron. Cuando fui a Washington, vi al Gran Padre. El Gran Padre me enseñó lo que de verdad eran aquellos tratados, me leyó todos esos puntos y aquello me hizo comprender que los intérpretes me habían engañado, que no me habían hecho saber cuál era el auténtico sentido del tratado. Todo lo que quiero ahora es que se haga lo correcto, todo lo que quiero es justicia. Estoy aquí en nombre de la Nación Sioux. Ellos se regirán por lo que yo diga y por lo que yo represento. Miradme. Soy pobre y no tengo buenas ropas. Pero soy el jefe de una nación. No queremos riquezas, no son riquezas lo que pedimos. Pero sí queremos poder educar y criar a nuestros niños como es debido. Buscamos vuestra simpatía. Las riquezas no nos harán bien, y no podemos llevar al otro mundo nada de los bienes que podamos tener. Lo que queremos tener es amor y paz.
Nube Roja es un guerrero, probablemente uno de los mejores guerreros que ha visto el continente norteamericano. Pero está cansado de la guerra. De esa misma guerra que algunos de sus ilustres compatriotas sioux —como Toro Sentado y Caballo Loco—están dispuestos a continuar porque no encuentran otra salida. Nube Roja tampoco se ha plegado jamás a la rendición y la humillación. Ha intentado negociar siempre que ha habido oportunidad, ha ido a Washington para hablar con el presidente. Pero no solo está hastiado de la guerra, sino también de que los representantes del gobierno estadounidense lo engañen una y otra vez, a él y los demás jefes indios. De que incumplan cada uno de sus acuerdos. Ahora, en Nueva York, ante uno de los escasos auditorios blancos dispuestos a escucharle, continúa quejándose amargamente:
Le he enviado muchas grandes palabras al Gran Padre, pero no sé si alguna vez harán mella en él. Fueron hundidas por el camino, así que me sentí un tanto ofendido y pensé que yo mismo vendría aquí ante vosotros para decíroslas. Hoy os dejo, voy a volver a casa. Quiero deciros que no podemos confiar en los agentes y superintendentes que enviáis a nuestras tierras. No quiero gente extraña de la que no sé nada. Estoy feliz de que vosotros seáis de los nuestros, estoy feliz de venir aquí y descubrir que vosotros y nosotros podemos entendernos mutuamente. Pero no quiero a más de aquellos hombres en mis tierras, hombres que son tan pobres que cuando llegan a nuestras tierras su primer pensamiento es el de cómo hacer para llenarse los bolsillos. Queremos tener garantías en nuestras reservas. Queremos hombres honrados, queremos que nos ayudéis a mantener las tierras que nos pertenecen, de manera que no sigamos siendo una presa para aquellos que tienen malas intenciones. Me vuelvo a casa. Estoy feliz de que me hayáis escuchado, os deseo lo mejor y os doy una afectuosa despedida.
Esto es una parte de las palabras que Nube Roja pronunció durante su peculiar visita a Nueva York. Se retira del estrado mientras el público se pone en pie y le dedica una sentida ovación. Nube Roja vuelve a casa habiendo triunfado sólo en el púlpito; es un guerrero pero también es un orador. Más allá de los matices del intérprete o de la traducción, la esencia de su mensaje traspasa todo idioma: los sioux solamente quieren lo que les pertenece. Su tierra, su país. Ni siquiera lo reclaman al completo, solamente lo que precisan para seguir viviendo según sus costumbres. Pero este discurso, la ovación que ha provocado y la posterior repercusión en los periódicos puede haber sido otra de sus pírricas victorias en una guerra que él y todo su pueblo están destinados a perder. El gran jefe sioux abandona New York sumido en quién sabe qué sombríos pensamientos. Nube Roja, jamás un hombre rencoroso, ha aceptado hablar por petición de los propios neoyorquinos, más sensibles y sofisticados, más receptivos hacia la causa india que los codiciosos aventureros del oeste o que los fríos genocidas de Washington. Pero sus palabras probablemente podrán poco frente a eso que los gobernantes estadounidenses bautizaron cruelmente como «destino manifiesto».

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