Aquel huérfano que había librado su primera batalla con dieciséis años
después estar a punto de perdérsela por quedarse dormido, tenía ahora más de
cuarenta y se había convertido en uno de los comandantes militares más
reputados de la Nación Sioux. El incauto ataque del general Grenville Dodge iba
a sacar lo mejor de aquel guerrero sioux y lo iba a convertir en leyenda. Así
comenzaba la guerra de Nube Roja.
Esta es la primera oportunidad que tengo de escribirle desde la gran
masacre, y para empezar le diré que siento vergüenza por haber formado parte de
aquello. No serviría de nada contarle cómo fue conducida la lucha; me limitaré
a decirle que pienso que el oficial al mando debería ser ahorcado. Tras la
batalla hubo una escena que espero no volver a ver jamás: a los hombres, a las
mujeres y a los niños se les quitaron las cabelleras, se les cortaron los dedos
para despojarlos de sus anillos. Se disparó a niños pequeños mientras rogaban
por sus vidas. Le dije al coronel que creía que era un asesinato atacar a
indios amistosos. Me respondió diciendo: «Dios maldiga a cualquier hombre que
simpatice con esos indios». (Carta del teniente estadounidense Joseph
Kramer a uno de sus superiores)
Noviembre de 1864. La tétrica noticia corre por las grandes llanuras como
un reguero de pólvora encendido: setecientos soldados blancos, dirigidos por el
sanguinario coronel John Chivington, han atacado una aldea cheyenne
en Colorado. Una aldea pacífica, no involucrada en la guerra que otra parte de
la Nación Cheyenne libra contra los blancos. Una aldea teóricamente
beneficiaria de la protección estadounidense por efecto de un tratado con el gobierno
de Washington. Y aun así, los hombres de Chivington han cometido una carnicería
que ha horrorizado incluso a militares que formaban parte de esa misma
expedición: en su correspondencia personal y oficial, así como en los informes
verbales ante sus superiores, algunos de esos oficiales piden abiertamente que
el coronel Chivington sea llevado al patíbulo. Cuando la noticia de la masacre
empieza a circular por el país, incluso renombrados enemigos de los nativos
—como el antiguo trampero y aventurero de la frontera reconvertido en líder
militar Cristopher «Kit» Carson— hablan de la matanza con una
mezcla de rabia y náusea:
Lo que ese perro de Chivington y sus sucios sabuesos han hecho en Sand
Creek… sus hombres han disparado a mujeres y le han volado los sesos a niños
inocentes. Y llamáis a esos soldados «cristianos», ¿no es así? ¿Y en cambio
llamáis «salvajes» a los indios? ¿Qué pensará de esto el padre celestial, que
nos creó tanto a nosotros como a ellos? Te diré algo: no me gusta un piel roja
hostil más de lo que te gusta a ti. Y cuando son hostiles he luchado contra
ellos tan duramente como cualquier otro hombre. Pero aún no le he puesto un
dedo encima a una mujer o a un niño. Y abomino de los hombres que sí lo hacen.
El suceso alcanza tal resonancia que el mismísimo Congreso estadounidense
se verá obligado a organizar una comisión de investigación en la que se escucharán
testimonios verdaderamente tristes, como el de este soldado que estuvo presente
en Sand Creek: «Vi los cuerpos tendidos allí, cortados a trozos, con las peores
mutilaciones que yo hubiese visto nunca. Las mujeres despedazadas a cuchillo,
sus cráneos pelados, sus cerebros al aire. Gente de todas las edades muerta en
el suelo, desde bebés hasta guerreros. ¿Que quiénes los mutilaron? Las tropas
de los Estados Unidos».
Si entre los estadounidenses de la época —generalmente poco escrupulosos a
la hora de despojar a los nativos de sus tierras e incluso de sus vidas— se
produjo tal reacción, cabe imaginar la honda impresión que la noticia causó en
las naciones indias. La coalición sioux-cheyenne-arapajoe, ahora en guerra,
conoció detalles de aquellos hechos gracias a la llegada de supervivientes de
Sand Creek: indios antes pacíficos que tras haber sido testigos de la matanza
decidieron unirse a la lucha contra los Estados Unidos.
La masacre era un motivo más, pensaron sin duda los jefes de la coalición,
para no desfallecer en su resistencia frente a una invasión blanca cada vez más
cruenta. Sin embargo, para librar una exitosa guerra contra los soldados
blancos necesitaban enfocar la estrategia bélica de manera distinta a lo
tradicional. Los indios de las praderas, cuando se enfrentaban entre sí,
estaban acostumbrados a librar guerras efímeras. Como mucho se producían
guerras «prolongadas» que no eran sino estados de animadversión perenne entre
determinadas naciones que por lo general se manifestaban mediante incursiones
fugaces y aisladas a nivel local. Siendo tan escasa su población y disponiendo
de un reducido número de guerreros no podían permitirse guerras masivas ni
prolongadas, así que habían desarrollado una mentalidad combativa basada en la
revancha instantánea. Las partidas de guerra indias solían causar pocas bajas
en ambos bandos y estaban más dirigidas al pillaje o a la captura de esclavos
que a la exterminación del contrario. Los indios de Norteamérica carecían de
estrategia militar a largo plazo.
Y tan primitivas como sus estrategias eran sus motivaciones bélicas, casi
siempre puramente coyunturales ya fuesen la disputa de un territorio de caza o
la mera revancha por un ataque anterior. Para los indios, la venganza era en
principio un casus belli legítimo. Una aldea atacada
injustificadamente se consideraba con el derecho e incluso con el deber de
vengar la afrenta. En ocasiones se conformaban con saquear a sus enemigos, pero
lógicamente también se podía llegar al frío asesinato, especialmente de los
guerreros y los líderes rivales. Nube Roja, por ejemplo, nunca fue
un hombre particularmente misericordioso y durante su juventud ejecutó más de
una venganza con sus propias manos. Un ejemplo: parte del clan donde vivía se
rebeló contra el Viejo Jefe Humo(tío materno de Nube Roja,
recordemos) mediante el teatral gesto de lanzarle tierra a la cara. Tras la
escenita, los rebeldes se escindieron del clan y formaron uno propio con el que
comenzaron a atacar las aldeas o campamentos de su antiguo jefe. En una de
aquellas incursiones llegaron a matar a otro pariente de Nube Roja, quien tomó
buena nota y participó vigorosamente en una partida guerrera destinada a acabar
con los rebeldes. En la batalla final, el líder rebelde fue herido en una
pierna y quedó sentado en el suelo, incapaz ya de combatir. Nube Roja se
dirigió directamente a él. Pese a ver que estaba indefenso, pese a las súplicas
que el líder rebelde hacía por su propia vida, Nube Roja le apuntó con su arma
a la cabeza y tras pronunciar la frase «todo esto es por tu causa», disparó.
Matar a un hombre herido e indefenso fue un gesto inmisericorde, sin duda, pero
Nube Roja estaba imponiendo la férrea ley de las praderas. La piedad, pensaba
él, quedaba para quienes se la habían merecido y un guerrero que había
asesinado a antiguos compañeros de clan no la merecía.
Pero Nube Roja nunca tuvo fama de hombre injusto, más bien al contrario, y
por eso logró escalar puestos hasta la jefatura máxima cuando se declaró la
guerra a los blancos. Es más: pese a su acerado pasado como guerrero y pese al
miedo que su nombre estaba empezando a provocar entre los blancos, Nube Roja no
era un líder guerrero arrastrado únicamente por pulsiones de venganza, ni
siquiera sabiendo que aquellos blancos trataban de quitarle sus tierras a su
pueblo o que acababan de provocar un baño de sangre inocente en Sand Creek (no
fue el único de la época, por cierto, aunque sí el más sonado). Nube Roja
comprendía perfectamente que la guerra contra los Estados Unidos no podía
limitarse a la típica sucesión de golpes de revancha. Los blancos estaban mejor
armados, eran superiores en número —aunque la ulterior leyenda propagandística
en novelas y películas afirmase lo contrario— y sobre todo eran capaces de
reemplazar rápidamente sus bajas con nuevos reclutas, algo que los indios no
podían permitirse. Así, aunque los indios preferían las guerras muy breves,
Nube Roja sabía que este nuevo conflicto debía ser planificado a medio plazo.
También había que elegir cuidadosamente los objetivos para crear en el ejército
rival una sensación de desgaste sin compensación. En esto se distinguió de
otros jefes indios, quienes pensaban que el hostigamiento a las líneas de
suministro y comunicación de los colones estaban poniéndoles en situación de
ventaja de cara a una negociación de paz. Nube Roja, por el contrario, sabía
que se necesitaba más. Y entendía la necesidad de que sus nuevos objetivos
fuesen sobre todo militares: tenían que hacer entender a los soldados blancos
que no podrían establecer cómodamente su dominio en aquellas tierras.
Sus ideas fueron escuchadas. En 1865, la coalición india atacó un puesto
militar estadounidense llamado Platte Bridge Station. Veintiséis soldados
blancos murieron, entre ellos uno de sus comandantes. Esto constituía un golpe tremendo
para la sensación de seguridad de los soldados en la región: hasta entonces los
indios habían hostigado las líneas de suministros y las caravanas de los
colonos, y a los militares porque estaban ejerciendo los militares como
escolta. Pero ahora los indios comenzaban a atacar directamente a las
guarniciones. La noticia llegó al general Greenville Dodge,
responsable de Fort Laramie, el mayor establecimiento militar en esa parte del
continente. Él ya había estado considerando planes para detener la intensa
actividad india, y ante el ataque de Platte Bridge Station creyó necesario
enviar una inmediata expedición de castigo a gran escala. De hecho lo hizo de
manera precipitada y sin un verdadero estudio de la situación. Irónicamente,
estaba adoptando la misma estrategia primitiva que los indios habían desechado
para el conflicto: ir a la batalla como resultado de una venganza automática.
Dos mil seiscientos «casacas azules» —aquel era el nombre que los indios
daban a los soldados estadounidenses— partieron de Fort Laramie decididos a
apagar la rebelión india. Era la llamada expedición del Powder River, principal
operación militar estadounidense desde el comienzo de las guerrillas indias,
ahora transformadas en una guerra abierta. Consistía en tres columnas de
soldados que se adentraron en los territorios de caza indios de Nebraska,
Wyoming y Montana. Los soldados estadounidenses eran superiores en armamento y
organización. Muchos de ellos, para colmo, eran veteranos de la reciente guerra
civil. Así que Greenville Dodge creía ciegamente en la victoria. Aquel iba a
ser el principal error de toda su carrera.
La primera de las columnas, dirigida por el general de brigada Patrick
Connor, fue la única que obtuvo algunos éxitos iniciales. Se internó en el
territorio del actual estado de Wyoming y edificó un fuerte (Fort Connor) desde
el cual hostigar a los indios de la zona. Connor era un militar despiadado:
había tenido un importante papel en otra sangrienta matanza de indios —la
masacre de Bear River, donde murieron varios centenares incluyendo a mujeres y
niños— y también aquí dio la orden inicial de matar a todo varón indio «de doce
años de edad en adelante» aunque, por fortuna, esa orden fue atemperada por un
superior, muy consciente del impacto todavía reciente de la masacre de Sand
Creek. Pese a la consabida brutalidad de Connor, contó con la inestimable ayuda
de algunos exploradores pawnee y omaha, que eran tradicionales enemigos de los
sioux. Las debilidades humanas, ni que decir tiene, también se producían en el
bando indio. Gracias a aquellos rastreadores, Connor tomó por sorpresa a toda
una aldea arapajoe en la batalla de Tongue River, una emboscada que desembocó
en una derrota aplastante del clan indio. Sus soldados también consiguieron
rescatar a una importante y costosa expedición minera que había estado siendo
asediada por los arapajoes en la región.
Pero aquí se detuvo el inicio triunfal de Connor. Aquellos golpes no fueron
suficientes para desanimar a los arapajoes, quienes siguiendo las mismas
tácticas que la coalición india llevaba empleando desde hacía meses, procuraban
dirigir sus ataques sobre todo a los medios de transporte del enemigo. Así,
poco a poco, las carretas y monturas de los soldados estadounidenses iban
desapareciendo. Pronto los casacas azules tuvieron que moverse a pie, sin
suministros frescos y alimentándose con la carne los pocos caballos que todavía
les quedaban con vida. Finalmente, la capacidad operativa de la columna de
Connor terminó siendo prácticamente nula y las magras victorias iniciales se
habían obtenido a costa de un desgaste inaceptable. La misión de Connor
concluyó, pues, en total fracaso. Sus tropas, desprovistas de caballos y
comida, regresaron al fuerte para refugiarse en espera de ayuda, incapaces ya
de hacer frente a los indios en campo abierto.
Las otras dos columnas de la gran expedición del Powder River sufrieron un
destino igual o incluso peor. Tras adentrarse en Montana y Nebraska
respectivamente, descubrieron que no sabían cómo sobrevivir en aquellas tierras
donde los indios se desenvolvían con mucha mayor facilidad. La falta de pastos
provocaba la muerte de los caballos (cuando no eran propios los indios quienes
mataban o robaban a sus animales). El mal tiempo entorpecía la marcha. La falta
de conocimiento del terreno hacía que se perdieran o que diesen vueltas en
círculo, algo agotador, especialmente cuando empezaron a verse obligados a ir a
pie. Los nativos aparecían, atacaban brevemente y desaparecían; así una y otra
vez, dando la sensación de ser como fantasmas a los que no se podía dar caza.
Los soldados estadounidenses se desmoralizaron y su voluntad combativa se
desplomó. Cuando las dos columnas —o lo que quedaba de ellas— consiguieron
reunirse tras experimentar un vía crucis por las praderas, partieron también
hacia Fort Connor buscando refugio. Cuando aparecieron allí, parecían, como lo
resumiría un historiador, «la tropa más patética que se haya visto jamás en
Wyoming».
En resumen: la triple expedición de Powder River, que teóricamente debía
finiquitar la guerra con los indios, terminó en un absoluto desastre y provocó
la completa desbandada de las tropas estadounidenses enviadas desde Fort Laramie.
Fue una victoria india sin paliativos, en tres frentes distintos, y que
básicamente había desbaratado la fuerza militar estadounidense en la región.
Iniciado el verano de 1866, el Departamento de Interior del gobierno los
Estados Unidos pareció reconocer implícitamente su derrota cuando envió a los
indios un mensaje en el que invitaba a los jefes de la coalición india a
visitar Fort Laramie para firmar un tratado de paz.
Nube Roja tuvo que pensarse mucho si debía acudir a la negociación o no.
Algunos jóvenes guerreros muy destacados de su tribu, como el ahora
legendario Caballo Loco, se oponían visceralmente a la negociación
y consideraban que firmar la paz en aquel momento era precipitado. Pero Nube
Roja, como gran jefe que era, tenía que atender a otras razones: por un lado
consideraba que la situación militar era lo bastante buena como para intentar
forzar un tratado beneficioso. Por otro, aún más importante, la temporada de
caza había sido muy mala y a los guerreros les iba a venir muy bien un tiempo de
paz para alimentar a los suyos, entre quienes comenzaba a amenazar el hambre.
Incluso podrían necesitar para vivir la indemnización de guerra estadounidense
—generalmente pagada en bienes— que pudiesen obtener a raíz del acuerdo de paz.
Finalmente Nube Roja aceptó negociar, al igual que prácticamente todos los
demás jefes participantes en la guerra. En Fort Laramie se produjo un
espectáculo sin duda notable cuando numerosos grupos de guerreros indios
acamparon en los alrededores mientras sus jefes parlamentaban con el
representante del gobierno, E. B. Taylor.
Pero la negociación, que en principio parecía marchar bien, estaba
condenada a fracasar desde el principio. Los indios no tardaron en descubrir el
doble juego que siempre se practicaba desde el gobierno de Washington, o desde
sus diferentes ramificaciones regionales. La prueba de ello no pudo llegar en
peor momento: justo cuando los jefes indios estaban en Fort Laramie, apareció
una cuarta columna estadounidense. Eran un millar largo de soldados dirigidos
por el general Henry B. Carrington, cargados de materiales de
construcción y con la evidente misión de erigir un nuevo fuerte en la región.
Nube Roja no daba crédito a sus ojos. Al día siguiente le enfureció comprobar
que el general Carrington se sentaba en la sesión de negociación como si tal
cosa. Nube Roja se negaba a parlamentar con un militar, porque la paz era un
asunto entre gobiernos. Para él, la aparición de Carrington y sus hombres era
una prueba de que los blancos continuaban empeñados en amenazar a los indios
incluso tras haber sufrido una seria derrota. La cosa estaba clara: los
estadounidenses fingían negociar la paz mientras se preparaban para continuar
la guerra.
Los jefes cheyennes y arapajoes, en cambio, no consideraron tan grave el asunto.
Al día siguiente se presentaron ante Taylor y Carrington para seguir
conversando, aunque parecían más dubitativos, como si no estuviesen seguros de
querer estar allí. Y Taylor no dejó de notar que Nube Roja se encontraba
ausente. Quiso saber dónde estaba. La respuesta que recibió no fue nada
halagüeña: Nube Roja, le dijeron, se había marchado para continuar la guerra
por su cuenta. Nube Roja ya no quería firmar la paz y los jinetes sioux volvían
a cabalgar por las llanuras.
Aquello era un más que evidente signo de que la guerra iba a continuar,
pero Taylor estaba obcecado con obtener un éxito político de aquellas
negociaciones y decidió maquillar la situación de cara a Washington. Envió un
mensaje diciendo que el acuerdo de paz era inminente y que casi todos los jefes
indios de la región iban a firmarlo. Admitía que Nube Roja se había negado a
firmar y que había partido hacia las llanuras acompañado de algunos centenares
de guerreros, pero que aquello no impedía pintar el triunfal retrato de la paz
inminente. En sus parciales informes, Taylor ni siquiera hizo notar el hecho
todavía más inquietante de que el puñetazo en la mesa de Nube Roja había
sacudido a sus aliados y que, gradualmente, los jefes cheyennes y arapajoes
estaban empezando a imitar el ejemplo de los sioux. En sus informes, a
Taylor se le olvidó decir que los indios estaban siguiendo
masivamente a Nube Roja. Y que el porcentaje de jefes dispuestos a firmar la
paz era cada vez menos representativo del conjunto de la coalición.
En Washington compraron fácilmente las mentiras de Taylor. Incluso más
ansiosos por obtener rédito político de la paz y también ansiosos por demostrar
que se daban las condiciones para finalizar su gran proyecto nacional —el
ferrocarril transcontinental—anunciaron a bombo y platillo un inminente tratado
de paz. La prensa, con igual despreocupación, vendió felizmente la piel de un
oso al que no se había cazado. A nadie en la capital se le ocurrió comprobar si
realmente Nebraska, Wyoming o Montana eran ya territorios pacificados. No había
comunicación telegráfica entre la capital y la frontera, recordemos, y las
noticias llegaban a caballo o en carreta. Y como las últimas noticias decían
que los indios estaban comenzando a disgregarse —y era cierto, pero lo hacían
para seguir la vieja costumbre de pasar el invierno con los suyos incluso en
tiempos de guerra— la ilusión de una paz en el «salvaje oeste» se extendió
hasta límites absurdos. El mismísimo presidente de los Estados Unidos, Andrew
Johnson, se plantó en el debate sobre el estado de la nación —allí llamado
«debate sobre el estado de la Unión»— y se ganó los aplausos de sus ilustres
señorías presumiendo de que la guerra contra los indios había terminado.
Pero lejos de allí, en aquellos mismos días en que el presidente alardeaba
desde el estrado, estaba sucediendo algo completamente inesperado: contra todo
pronóstico y aun habiendo entrado en lo peor del invierno… los indios estaban
reapareciendo.
Mientras en Washington se celebraba una paz inexistente, un comando indio
dirigido por Caballo Loco atacó un tren de transporte de madera. En otro lugar,
los guerreros nativos tendieron una astuta trampa de factura casi napoleónica a
la guarnición de un pequeño fuerte, aparentando ser inferiores en número para
atraer a los soldados guarnecidos a campo abierto, en donde sufrieron una
ominosa derrota. Poco después, la coalición india atacaba por sorpresa Fort
Kearny, aquel nuevo fuerte construido a toda prisa por el mismo general
Harrington cuya aparición en las negociaciones de paz había provocado la furia
de Nube Roja. Los blancos volvieron a caer en la trampa de intentar dispersar y
perseguir a unos indios aparentemente escasos que asediaban el fuerte: un
contingente de soldados comandados por un fogoso subordinado de Carrington —el
capitán William Fetterman— abandonó el fuerte para eliminar a los
asaltantes. Y aquellos escasos asaltantes parecieron huir (aunque dejándose
perseguir) hasta un lugar predeterminado en donde los casacas azules se vieron
repentinamente emboscados por una nube de guerreros comandados por Nube Roja:
en la aparentemente vacía pradera, como saliendo de la nada, atacaron los
arapajoes y los cheyennes desde un lado y los sioux oglala desde el otro. Los
estadounidenses quedaron justo en medio. No hubo piedad. Ninguno de los casacas
azules regresó con vida. Pero lo más significativo tuvo lugar tras la batalla:
los cadáveres de los soldados blancos fueron mutilados en simbólica imitación
de lo sucedido con los habitantes del poblado de Sand Creek. Aquellas
mutilaciones de cadáveres pretendían enviar un claro mensaje a Washington: los
indios no estaban dispuestos a olvidar. Eso sí, hubo algún detalle
sorprendente: el único cadáver que no había sido mutilado era el del
corneta Adolph Metzger, inmigrante alemán enrolado en la infantería
que había dado grandes muestras de valor durante la batalla, atacando a los
indios con su corneta a modo de porra metálica (lo sabemos porque los propios
indios lo contaron más adelante). Los indios, en señal de admiración por el
evidente coraje del corneta, no solamente habían respetado la integridad de su
cadáver sino que lo habían envuelto en una piel de búfalo, gesto de respeto con
claros tintes ceremoniales.
En Fort Kearny, extrañados por la ausencia de noticias de los soldados que
habían partido persiguiendo a los indios, enviaron un nuevo contingente de
tropas en ayuda de la primera expedición. Todo lo que encontraron fue la
espantosa imagen de los cadáveres concienzudamente desfigurados. Aquella fue la
«matanza de Fetterman», uno de los hechos definitorios de la «Guerra de Nube
roja».
Durante varios días, más allá de Fort Kearny, nadie tuvo noticia de la
matanza. Menos de una semana después, en la guarnición más cercana —Fort
Laramie, a casi cuatrocientos kilómetros— desconocían por completo lo sucedido
y mientras una tormenta de nieve azotaba el paisaje, en el interior del fuerte
tenía lugar un despreocupado baile navideño donde oficiales y sus esposas
lucían sus mejores galas al estilo de cualquier película de John Ford.
Pero aquella no sería la imagen más cinematográfica de la velada, porque de
repente, irrumpiendo en plena fiesta, apareció un mensajero recién llegado
desde Fort Kearny. El soldado presentaba un aspecto lamentable: estaba cubierto
por la escarcha, temblando de frío y al borde del colapso por agotamiento tras
haber forzado la marcha para cubrir la distancia que separaba ambos fuertes
—más o menos la misma distancia que hay entre Madrid y Valencia— en cuatro
jornadas a caballo, por la nieve, bajo la ventisca y afrontando un frío
inhumano que en ocasiones podía superar los treinta grados bajo cero. Ante la
dantesca visión del mensajero, la música cesó y todos se dispusieron a escuchar
las malas noticias que el pobre tipo traía desde Fort Kearny: los indios habían
reaparecido en pleno invierno contra todo pronóstico, habían masacrado a
Fetterman y su tropa, y amenazaban con asaltar directamente el fuerte y diezmar
a las pocas fuerzas que le quedaban al general Carrington.
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