domingo, 18 de agosto de 2019

Nube Roja, el hombre que derrotó a los Estados Unidos IV)


Aquel huérfano que había librado su primera batalla con dieciséis años después estar a punto de perdérsela por quedarse dormido, tenía ahora más de cuarenta y se había convertido en uno de los comandantes militares más reputados de la Nación Sioux. El incauto ataque del general Grenville Dodge iba a sacar lo mejor de aquel guerrero sioux y lo iba a convertir en leyenda. Así comenzaba la guerra de Nube Roja.

Esta es la primera oportunidad que tengo de escribirle desde la gran masacre, y para empezar le diré que siento vergüenza por haber formado parte de aquello. No serviría de nada contarle cómo fue conducida la lucha; me limitaré a decirle que pienso que el oficial al mando debería ser ahorcado. Tras la batalla hubo una escena que espero no volver a ver jamás: a los hombres, a las mujeres y a los niños se les quitaron las cabelleras, se les cortaron los dedos para despojarlos de sus anillos. Se disparó a niños pequeños mientras rogaban por sus vidas. Le dije al coronel que creía que era un asesinato atacar a indios amistosos. Me respondió diciendo: «Dios maldiga a cualquier hombre que simpatice con esos indios». (Carta del teniente estadounidense Joseph Kramer a uno de sus superiores)

Noviembre de 1864. La tétrica noticia corre por las grandes llanuras como un reguero de pólvora encendido: setecientos soldados blancos, dirigidos por el sanguinario coronel John Chivington, han atacado una aldea cheyenne en Colorado. Una aldea pacífica, no involucrada en la guerra que otra parte de la Nación Cheyenne libra contra los blancos. Una aldea teóricamente beneficiaria de la protección estadounidense por efecto de un tratado con el gobierno de Washington. Y aun así, los hombres de Chivington han cometido una carnicería que ha horrorizado incluso a militares que formaban parte de esa misma expedición: en su correspondencia personal y oficial, así como en los informes verbales ante sus superiores, algunos de esos oficiales piden abiertamente que el coronel Chivington sea llevado al patíbulo. Cuando la noticia de la masacre empieza a circular por el país, incluso renombrados enemigos de los nativos —como el antiguo trampero y aventurero de la frontera reconvertido en líder militar Cristopher «Kit» Carson— hablan de la matanza con una mezcla de rabia y náusea:

Lo que ese perro de Chivington y sus sucios sabuesos han hecho en Sand Creek… sus hombres han disparado a mujeres y le han volado los sesos a niños inocentes. Y llamáis a esos soldados «cristianos», ¿no es así? ¿Y en cambio llamáis «salvajes» a los indios? ¿Qué pensará de esto el padre celestial, que nos creó tanto a nosotros como a ellos? Te diré algo: no me gusta un piel roja hostil más de lo que te gusta a ti. Y cuando son hostiles he luchado contra ellos tan duramente como cualquier otro hombre. Pero aún no le he puesto un dedo encima a una mujer o a un niño. Y abomino de los hombres que sí lo hacen.
El suceso alcanza tal resonancia que el mismísimo Congreso estadounidense se verá obligado a organizar una comisión de investigación en la que se escucharán testimonios verdaderamente tristes, como el de este soldado que estuvo presente en Sand Creek: «Vi los cuerpos tendidos allí, cortados a trozos, con las peores mutilaciones que yo hubiese visto nunca. Las mujeres despedazadas a cuchillo, sus cráneos pelados, sus cerebros al aire. Gente de todas las edades muerta en el suelo, desde bebés hasta guerreros. ¿Que quiénes los mutilaron? Las tropas de los Estados Unidos».

Si entre los estadounidenses de la época —generalmente poco escrupulosos a la hora de despojar a los nativos de sus tierras e incluso de sus vidas— se produjo tal reacción, cabe imaginar la honda impresión que la noticia causó en las naciones indias. La coalición sioux-cheyenne-arapajoe, ahora en guerra, conoció detalles de aquellos hechos gracias a la llegada de supervivientes de Sand Creek: indios antes pacíficos que tras haber sido testigos de la matanza decidieron unirse a la lucha contra los Estados Unidos.

La masacre era un motivo más, pensaron sin duda los jefes de la coalición, para no desfallecer en su resistencia frente a una invasión blanca cada vez más cruenta. Sin embargo, para librar una exitosa guerra contra los soldados blancos necesitaban enfocar la estrategia bélica de manera distinta a lo tradicional. Los indios de las praderas, cuando se enfrentaban entre sí, estaban acostumbrados a librar guerras efímeras. Como mucho se producían guerras «prolongadas» que no eran sino estados de animadversión perenne entre determinadas naciones que por lo general se manifestaban mediante incursiones fugaces y aisladas a nivel local. Siendo tan escasa su población y disponiendo de un reducido número de guerreros no podían permitirse guerras masivas ni prolongadas, así que habían desarrollado una mentalidad combativa basada en la revancha instantánea. Las partidas de guerra indias solían causar pocas bajas en ambos bandos y estaban más dirigidas al pillaje o a la captura de esclavos que a la exterminación del contrario. Los indios de Norteamérica carecían de estrategia militar a largo plazo.

Y tan primitivas como sus estrategias eran sus motivaciones bélicas, casi siempre puramente coyunturales ya fuesen la disputa de un territorio de caza o la mera revancha por un ataque anterior. Para los indios, la venganza era en principio un casus belli legítimo. Una aldea atacada injustificadamente se consideraba con el derecho e incluso con el deber de vengar la afrenta. En ocasiones se conformaban con saquear a sus enemigos, pero lógicamente también se podía llegar al frío asesinato, especialmente de los guerreros y los líderes rivales. Nube Roja, por ejemplo, nunca fue un hombre particularmente misericordioso y durante su juventud ejecutó más de una venganza con sus propias manos. Un ejemplo: parte del clan donde vivía se rebeló contra el Viejo Jefe Humo(tío materno de Nube Roja, recordemos) mediante el teatral gesto de lanzarle tierra a la cara. Tras la escenita, los rebeldes se escindieron del clan y formaron uno propio con el que comenzaron a atacar las aldeas o campamentos de su antiguo jefe. En una de aquellas incursiones llegaron a matar a otro pariente de Nube Roja, quien tomó buena nota y participó vigorosamente en una partida guerrera destinada a acabar con los rebeldes. En la batalla final, el líder rebelde fue herido en una pierna y quedó sentado en el suelo, incapaz ya de combatir. Nube Roja se dirigió directamente a él. Pese a ver que estaba indefenso, pese a las súplicas que el líder rebelde hacía por su propia vida, Nube Roja le apuntó con su arma a la cabeza y tras pronunciar la frase «todo esto es por tu causa», disparó. Matar a un hombre herido e indefenso fue un gesto inmisericorde, sin duda, pero Nube Roja estaba imponiendo la férrea ley de las praderas. La piedad, pensaba él, quedaba para quienes se la habían merecido y un guerrero que había asesinado a antiguos compañeros de clan no la merecía.

Pero Nube Roja nunca tuvo fama de hombre injusto, más bien al contrario, y por eso logró escalar puestos hasta la jefatura máxima cuando se declaró la guerra a los blancos. Es más: pese a su acerado pasado como guerrero y pese al miedo que su nombre estaba empezando a provocar entre los blancos, Nube Roja no era un líder guerrero arrastrado únicamente por pulsiones de venganza, ni siquiera sabiendo que aquellos blancos trataban de quitarle sus tierras a su pueblo o que acababan de provocar un baño de sangre inocente en Sand Creek (no fue el único de la época, por cierto, aunque sí el más sonado). Nube Roja comprendía perfectamente que la guerra contra los Estados Unidos no podía limitarse a la típica sucesión de golpes de revancha. Los blancos estaban mejor armados, eran superiores en número —aunque la ulterior leyenda propagandística en novelas y películas afirmase lo contrario— y sobre todo eran capaces de reemplazar rápidamente sus bajas con nuevos reclutas, algo que los indios no podían permitirse. Así, aunque los indios preferían las guerras muy breves, Nube Roja sabía que este nuevo conflicto debía ser planificado a medio plazo. También había que elegir cuidadosamente los objetivos para crear en el ejército rival una sensación de desgaste sin compensación. En esto se distinguió de otros jefes indios, quienes pensaban que el hostigamiento a las líneas de suministro y comunicación de los colones estaban poniéndoles en situación de ventaja de cara a una negociación de paz. Nube Roja, por el contrario, sabía que se necesitaba más. Y entendía la necesidad de que sus nuevos objetivos fuesen sobre todo militares: tenían que hacer entender a los soldados blancos que no podrían establecer cómodamente su dominio en aquellas tierras.

Sus ideas fueron escuchadas. En 1865, la coalición india atacó un puesto militar estadounidense llamado Platte Bridge Station. Veintiséis soldados blancos murieron, entre ellos uno de sus comandantes. Esto constituía un golpe tremendo para la sensación de seguridad de los soldados en la región: hasta entonces los indios habían hostigado las líneas de suministros y las caravanas de los colonos, y a los militares porque estaban ejerciendo los militares como escolta. Pero ahora los indios comenzaban a atacar directamente a las guarniciones. La noticia llegó al general Greenville Dodge, responsable de Fort Laramie, el mayor establecimiento militar en esa parte del continente. Él ya había estado considerando planes para detener la intensa actividad india, y ante el ataque de Platte Bridge Station creyó necesario enviar una inmediata expedición de castigo a gran escala. De hecho lo hizo de manera precipitada y sin un verdadero estudio de la situación. Irónicamente, estaba adoptando la misma estrategia primitiva que los indios habían desechado para el conflicto: ir a la batalla como resultado de una venganza automática.

Dos mil seiscientos «casacas azules» —aquel era el nombre que los indios daban a los soldados estadounidenses— partieron de Fort Laramie decididos a apagar la rebelión india. Era la llamada expedición del Powder River, principal operación militar estadounidense desde el comienzo de las guerrillas indias, ahora transformadas en una guerra abierta. Consistía en tres columnas de soldados que se adentraron en los territorios de caza indios de Nebraska, Wyoming y Montana. Los soldados estadounidenses eran superiores en armamento y organización. Muchos de ellos, para colmo, eran veteranos de la reciente guerra civil. Así que Greenville Dodge creía ciegamente en la victoria. Aquel iba a ser el principal error de toda su carrera.
La primera de las columnas, dirigida por el general de brigada Patrick Connor, fue la única que obtuvo algunos éxitos iniciales. Se internó en el territorio del actual estado de Wyoming y edificó un fuerte (Fort Connor) desde el cual hostigar a los indios de la zona. Connor era un militar despiadado: había tenido un importante papel en otra sangrienta matanza de indios —la masacre de Bear River, donde murieron varios centenares incluyendo a mujeres y niños— y también aquí dio la orden inicial de matar a todo varón indio «de doce años de edad en adelante» aunque, por fortuna, esa orden fue atemperada por un superior, muy consciente del impacto todavía reciente de la masacre de Sand Creek. Pese a la consabida brutalidad de Connor, contó con la inestimable ayuda de algunos exploradores pawnee y omaha, que eran tradicionales enemigos de los sioux. Las debilidades humanas, ni que decir tiene, también se producían en el bando indio. Gracias a aquellos rastreadores, Connor tomó por sorpresa a toda una aldea arapajoe en la batalla de Tongue River, una emboscada que desembocó en una derrota aplastante del clan indio. Sus soldados también consiguieron rescatar a una importante y costosa expedición minera que había estado siendo asediada por los arapajoes en la región.

Pero aquí se detuvo el inicio triunfal de Connor. Aquellos golpes no fueron suficientes para desanimar a los arapajoes, quienes siguiendo las mismas tácticas que la coalición india llevaba empleando desde hacía meses, procuraban dirigir sus ataques sobre todo a los medios de transporte del enemigo. Así, poco a poco, las carretas y monturas de los soldados estadounidenses iban desapareciendo. Pronto los casacas azules tuvieron que moverse a pie, sin suministros frescos y alimentándose con la carne los pocos caballos que todavía les quedaban con vida. Finalmente, la capacidad operativa de la columna de Connor terminó siendo prácticamente nula y las magras victorias iniciales se habían obtenido a costa de un desgaste inaceptable. La misión de Connor concluyó, pues, en total fracaso. Sus tropas, desprovistas de caballos y comida, regresaron al fuerte para refugiarse en espera de ayuda, incapaces ya de hacer frente a los indios en campo abierto.

Las otras dos columnas de la gran expedición del Powder River sufrieron un destino igual o incluso peor. Tras adentrarse en Montana y Nebraska respectivamente, descubrieron que no sabían cómo sobrevivir en aquellas tierras donde los indios se desenvolvían con mucha mayor facilidad. La falta de pastos provocaba la muerte de los caballos (cuando no eran propios los indios quienes mataban o robaban a sus animales). El mal tiempo entorpecía la marcha. La falta de conocimiento del terreno hacía que se perdieran o que diesen vueltas en círculo, algo agotador, especialmente cuando empezaron a verse obligados a ir a pie. Los nativos aparecían, atacaban brevemente y desaparecían; así una y otra vez, dando la sensación de ser como fantasmas a los que no se podía dar caza. Los soldados estadounidenses se desmoralizaron y su voluntad combativa se desplomó. Cuando las dos columnas —o lo que quedaba de ellas— consiguieron reunirse tras experimentar un vía crucis por las praderas, partieron también hacia Fort Connor buscando refugio. Cuando aparecieron allí, parecían, como lo resumiría un historiador, «la tropa más patética que se haya visto jamás en Wyoming».

En resumen: la triple expedición de Powder River, que teóricamente debía finiquitar la guerra con los indios, terminó en un absoluto desastre y provocó la completa desbandada de las tropas estadounidenses enviadas desde Fort Laramie. Fue una victoria india sin paliativos, en tres frentes distintos, y que básicamente había desbaratado la fuerza militar estadounidense en la región. Iniciado el verano de 1866, el Departamento de Interior del gobierno los Estados Unidos pareció reconocer implícitamente su derrota cuando envió a los indios un mensaje en el que invitaba a los jefes de la coalición india a visitar Fort Laramie para firmar un tratado de paz.

Nube Roja tuvo que pensarse mucho si debía acudir a la negociación o no. Algunos jóvenes guerreros muy destacados de su tribu, como el ahora legendario Caballo Loco, se oponían visceralmente a la negociación y consideraban que firmar la paz en aquel momento era precipitado. Pero Nube Roja, como gran jefe que era, tenía que atender a otras razones: por un lado consideraba que la situación militar era lo bastante buena como para intentar forzar un tratado beneficioso. Por otro, aún más importante, la temporada de caza había sido muy mala y a los guerreros les iba a venir muy bien un tiempo de paz para alimentar a los suyos, entre quienes comenzaba a amenazar el hambre. Incluso podrían necesitar para vivir la indemnización de guerra estadounidense —generalmente pagada en bienes— que pudiesen obtener a raíz del acuerdo de paz. Finalmente Nube Roja aceptó negociar, al igual que prácticamente todos los demás jefes participantes en la guerra. En Fort Laramie se produjo un espectáculo sin duda notable cuando numerosos grupos de guerreros indios acamparon en los alrededores mientras sus jefes parlamentaban con el representante del gobierno, E. B. Taylor.

Pero la negociación, que en principio parecía marchar bien, estaba condenada a fracasar desde el principio. Los indios no tardaron en descubrir el doble juego que siempre se practicaba desde el gobierno de Washington, o desde sus diferentes ramificaciones regionales. La prueba de ello no pudo llegar en peor momento: justo cuando los jefes indios estaban en Fort Laramie, apareció una cuarta columna estadounidense. Eran un millar largo de soldados dirigidos por el general Henry B. Carrington, cargados de materiales de construcción y con la evidente misión de erigir un nuevo fuerte en la región. Nube Roja no daba crédito a sus ojos. Al día siguiente le enfureció comprobar que el general Carrington se sentaba en la sesión de negociación como si tal cosa. Nube Roja se negaba a parlamentar con un militar, porque la paz era un asunto entre gobiernos. Para él, la aparición de Carrington y sus hombres era una prueba de que los blancos continuaban empeñados en amenazar a los indios incluso tras haber sufrido una seria derrota. La cosa estaba clara: los estadounidenses fingían negociar la paz mientras se preparaban para continuar la guerra.

Los jefes cheyennes y arapajoes, en cambio, no consideraron tan grave el asunto. Al día siguiente se presentaron ante Taylor y  Carrington para seguir conversando, aunque parecían más dubitativos, como si no estuviesen seguros de querer estar allí. Y Taylor no dejó de notar que Nube Roja se encontraba ausente. Quiso saber dónde estaba. La respuesta que recibió no fue nada halagüeña: Nube Roja, le dijeron, se había marchado para continuar la guerra por su cuenta. Nube Roja ya no quería firmar la paz y los jinetes sioux volvían a cabalgar por las llanuras.
Aquello era un más que evidente signo de que la guerra iba a continuar, pero Taylor estaba obcecado con obtener un éxito político de aquellas negociaciones y decidió maquillar la situación de cara a Washington. Envió un mensaje diciendo que el acuerdo de paz era inminente y que casi todos los jefes indios de la región iban a firmarlo. Admitía que Nube Roja se había negado a firmar y que había partido hacia las llanuras acompañado de algunos centenares de guerreros, pero que aquello no impedía pintar el triunfal retrato de la paz inminente. En sus parciales informes, Taylor ni siquiera hizo notar el hecho todavía más inquietante de que el puñetazo en la mesa de Nube Roja había sacudido a sus aliados y que, gradualmente, los jefes cheyennes y arapajoes estaban empezando a imitar el ejemplo de los sioux. En sus informes, a Taylor se le olvidó decir que los indios estaban siguiendo masivamente a Nube Roja. Y que el porcentaje de jefes dispuestos a firmar la paz era cada vez menos representativo del conjunto de la coalición.

En Washington compraron fácilmente las mentiras de Taylor. Incluso más ansiosos por obtener rédito político de la paz y también ansiosos por demostrar que se daban las condiciones para finalizar su gran proyecto nacional —el ferrocarril transcontinental—anunciaron a bombo y platillo un inminente tratado de paz. La prensa, con igual despreocupación, vendió felizmente la piel de un oso al que no se había cazado. A nadie en la capital se le ocurrió comprobar si realmente Nebraska, Wyoming o Montana eran ya territorios pacificados. No había comunicación telegráfica entre la capital y la frontera, recordemos, y las noticias llegaban a caballo o en carreta. Y como las últimas noticias decían que los indios estaban comenzando a disgregarse —y era cierto, pero lo hacían para seguir la vieja costumbre de pasar el invierno con los suyos incluso en tiempos de guerra— la ilusión de una paz en el «salvaje oeste» se extendió hasta límites absurdos. El mismísimo presidente de los Estados Unidos, Andrew Johnson, se plantó en el debate sobre el estado de la nación —allí llamado «debate sobre el estado de la Unión»— y se ganó los aplausos de sus ilustres señorías presumiendo de que la guerra contra los indios había terminado.

Pero lejos de allí, en aquellos mismos días en que el presidente alardeaba desde el estrado, estaba sucediendo algo completamente inesperado: contra todo pronóstico y aun habiendo entrado en lo peor del invierno… los indios estaban reapareciendo.
Mientras en Washington se celebraba una paz inexistente, un comando indio dirigido por Caballo Loco atacó un tren de transporte de madera. En otro lugar, los guerreros nativos tendieron una astuta trampa de factura casi napoleónica a la guarnición de un pequeño fuerte, aparentando ser inferiores en número para atraer a los soldados guarnecidos a campo abierto, en donde sufrieron una ominosa derrota. Poco después, la coalición india atacaba por sorpresa Fort Kearny, aquel nuevo fuerte construido a toda prisa por el mismo general Harrington cuya aparición en las negociaciones de paz había provocado la furia de Nube Roja. Los blancos volvieron a caer en la trampa de intentar dispersar y perseguir a unos indios aparentemente escasos que asediaban el fuerte: un contingente de soldados comandados por un fogoso subordinado de Carrington —el capitán William Fetterman— abandonó el fuerte para eliminar a los asaltantes. Y aquellos escasos asaltantes parecieron huir (aunque dejándose perseguir) hasta un lugar predeterminado en donde los casacas azules se vieron repentinamente emboscados por una nube de guerreros comandados por Nube Roja: en la aparentemente vacía pradera, como saliendo de la nada, atacaron los arapajoes y los cheyennes desde un lado y los sioux oglala desde el otro. Los estadounidenses quedaron justo en medio. No hubo piedad. Ninguno de los casacas azules regresó con vida. Pero lo más significativo tuvo lugar tras la batalla: los cadáveres de los soldados blancos fueron mutilados en simbólica imitación de lo sucedido con los habitantes del poblado de Sand Creek. Aquellas mutilaciones de cadáveres pretendían enviar un claro mensaje a Washington: los indios no estaban dispuestos a olvidar. Eso sí, hubo algún detalle sorprendente: el único cadáver que no había sido mutilado era el del corneta Adolph Metzger, inmigrante alemán enrolado en la infantería que había dado grandes muestras de valor durante la batalla, atacando a los indios con su corneta a modo de porra metálica (lo sabemos porque los propios indios lo contaron más adelante). Los indios, en señal de admiración por el evidente coraje del corneta, no solamente habían respetado la integridad de su cadáver sino que lo habían envuelto en una piel de búfalo, gesto de respeto con claros tintes ceremoniales.

En Fort Kearny, extrañados por la ausencia de noticias de los soldados que habían partido persiguiendo a los indios, enviaron un nuevo contingente de tropas en ayuda de la primera expedición. Todo lo que encontraron fue la espantosa imagen de los cadáveres concienzudamente desfigurados. Aquella fue la «matanza de Fetterman», uno de los hechos definitorios de la «Guerra de Nube roja».

Durante varios días, más allá de Fort Kearny, nadie tuvo noticia de la matanza. Menos de una semana después, en la guarnición más cercana —Fort Laramie, a casi cuatrocientos kilómetros— desconocían por completo lo sucedido y mientras una tormenta de nieve azotaba el paisaje, en el interior del fuerte tenía lugar un despreocupado baile navideño donde oficiales y sus esposas lucían sus mejores galas al estilo de cualquier película de John Ford. Pero aquella no sería la imagen más cinematográfica de la velada, porque de repente, irrumpiendo en plena fiesta, apareció un mensajero recién llegado desde Fort Kearny. El soldado presentaba un aspecto lamentable: estaba cubierto por la escarcha, temblando de frío y al borde del colapso por agotamiento tras haber forzado la marcha para cubrir la distancia que separaba ambos fuertes —más o menos la misma distancia que hay entre Madrid y Valencia— en cuatro jornadas a caballo, por la nieve, bajo la ventisca y afrontando un frío inhumano que en ocasiones podía superar los treinta grados bajo cero. Ante la dantesca visión del mensajero, la música cesó y todos se dispusieron a escuchar las malas noticias que el pobre tipo traía desde Fort Kearny: los indios habían reaparecido en pleno invierno contra todo pronóstico, habían masacrado a Fetterman y su tropa, y amenazaban con asaltar directamente el fuerte y diezmar a las pocas fuerzas que le quedaban al general Carrington.

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