En Fort Laramie supieron no solo que la guerra no había terminado,
sino que tendrían que enviar urgentes refuerzos a Fort Kearny. Le preguntaron
al mensajero si había visto indios durante su largo camino entre ambos fuertes.
El soldado afirmó no haber visto absolutamente a ninguno, pero nadie interpretó
adecuadamente aquel hecho: siendo ya legendaria la capacidad de los nativos
para hacerse invisibles sin por ello dejar de acechar a sus enemigos, podía
pensarse que les había interesado particularmente que las noticias de su ataque
fuesen conocidas en Fort Laramie (o de lo contrario, claro, aquel mensajero
jamás hubiese llegado a Fort Laramie con vida). Aquella era una idea
inquietante que alguien debió haber tenido en cuenta: ¿por qué los indios no se
molestaron en evitar que Fort Laramie recibiese el mensaje y enviase refuerzos?
Pero en Fort Laramie no se detuvieron más de la cuenta en analizar aquella
sospechosa situación o bien se sintieron en la obligación de responder
inmediatamente a la solicitud de ayuda. Así que tras haber visto abruptamente
interrumpidas sus galas navideñas, un contingente de tropas partió hacia Fort
Kearny para ayudar al fuerte supuestamente asediado. No fue un viaje fácil: los
soldados de refuerzo tuvieron que hacer el camino inverso al del mensajero,
padeciendo las mismas temperaturas dignas de la Antártida. Al menos uno de los
hombres murió de frío durante el trayecto. Otros perdieron dedos de los pies
por congelación y no pocos enfermaron. Tampoco ellos vieron a ningún indio por
el camino y para cuando llegaron a Fort Kearny, los guerreros que teóricamente
lo asediaban habían vuelto a desaparecer. Porque los indios, ahora sí, se
habían retirado definitivamente a sus respectivos refugios… no sin antes haber
atraído a nuevas tropas hacia el inclemente corazón de las praderas, donde iban
a ser azotados por lo peor del invierno. A los soldados que llegaron para
reforzar Fort Kearny y a los que ya estaban allí les tocaba pasar por un
auténtico calvario: con tanta nieve no había pastos, así que perdieron —o se
comieron— a casi todos sus animales.
Los suministros desde Fort Laramie no
llegaban en cantidad suficiente porque el mal tiempo y la dificultad del
trayecto hacían casi imposible la asistencia. En sus almacenes empezó a
escasear la comida fresca como la fruta y la verdura, así que los soldados,
además de enfermar por el frío, lo hacían también por el escorbuto. Los indios
estaban ganando una nueva batalla sin necesidad de disparar ni una sola flecha,
ni una sola bala de sus escasos y anticuados rifles. Todo lo que habían
necesitado era atraer más soldados a Fort Kearny para que el famoso General
Invierno, el mismo que había derrotado a Napoleón, demostrase que
se había aliado con Nube Roja y los suyos. Una vez más, la astucia india estaba
costándoles muy caro a los casacas azules estadounidenses.
Todavía en pleno invierno, a principios de 1867, finalmente, empezaron a
llegar a Washington las noticias sobre la intensa Navidad que se había vivido
en las praderas: en la capital supieron de la «masacre de Fetterman», del
asedio sufrido por el ya destituido general Henry B. Carrington en Fort Kearny,
del ataque al tren, etc. Aquello revolvió completamente la percepción que los
estadounidenses tenían del progreso colonial en las llanuras. Habían creído que
la paz estaba firmada pero ahora se encontraban con lo que solo podía ser
calificado como desastre militar. Los periódicos airearon profusamente los
inquietantes datos del catastrófico intento de dominar las praderas. Los
mensajes triunfalistas del presidente fueron súbitamente ridiculizados por la
realidad. Los Estados Unidos estaban perdiendo la guerra. La situación era
muchísimo peor que antes del primer intento de firmar un tratado, cuando Nube
Roja había salido airado de Fort Laramie.
El gobierno de Washington envió nuevas tropas a Fort Laramie para reforzar
la presencia militar en la región, pero a casi ningún oficial con dos dedos de
frente se le escapaba que incluso con aquellos refuerzos iba a resultar
prácticamente imposible someter a la coalición nativa. Sí, los indios eran poco
numerosos y mal armados, y su ejército tenía una organización desestructurada y
dispersa. Pero sus tácticas de guerrilla, su conocimiento del terreno y su
bravura contrastaban dramáticamente con la aparente indefensión de los soldados
estadounidenses en las praderas, desmoralizados por un territorio inclemente y
aterrorizados ante un enemigo al que veían como diabólicamente astuto. Por otra
parte, a causa de los recortes presupuestarios y de la mala situación que se
había heredado de la reciente guerra civil estadounidense, Washington no tenía
tantas tropas de refresco como hubiese necesitado para hacer frente a la
situación. Los hombres que tenían en las praderas eran casi todos los que
podían desplazar a la región en aquel momento… y no parecían bastantes.
No hay invierno que dure por siempre y finalmente llegó la primavera, lo
que en principio constituía una buena noticia, al menos para las maltrechas
tropas de Fort Kearny. Pero con la primavera no solamente retornaba el buen
tiempo; también los indios reaparecieron de donde quiera que hubieron estado
ocultos.
Esta vez, la «Guerra de Nube Roja» se dividió en dos frentes. Tras las
deliberaciones que sin duda habían tenido lugar durante el invierno entre los
jefes indios, las tres naciones habían decidido dividir sus fuerzas. Los
cheyennes y los arapajoes atacaron un fuerte en Montana. Mientras, los sioux de
Nube Roja lanzaron un ataque supuestamente definitivo a Fort Kearny para
intentar desmantelarlo por completo.
Sin embargo Nube Roja se topó con un obstáculo que no podía haber previsto.
En aquellos tiempos la tecnología armamentística progresaba a velocidad de
vértigo y los soldados blancos disponían de un arma temible: el nuevo rifle
Springfield, que había llegado con los refuerzos enviados por Washington, era
más fácil de recargar, podía disparar más balas en menos tiempo y era un arma
que básicamente multiplicaba por diez la capacidad de resistencia de los
soldados guarnecidos en un fuerte. Gracias al Springfield, el ataque a gran
escala de Nube Roja fue firmemente rechazado: los sioux se vieron envueltos en
una lluvia de balas y se dieron vuelta rápidamente cuando comprendieron que la
potencia de fuego de los defensores resultaba ahora prácticamente
infranqueable. Pero Nube Roja se caracterizaba por extraer lecciones incluso de
sus fracasos: supo que, pese a su plan inicial, ya no debía atacar directamente
las guarniciones militares. Era hora de retornar a las viejas tácticas: atacar
las caravanas y los convoyes de transporte que estaban facilitando la
colonización minera a través del llamado «camino de Bozeman», el mismo que
conducía directamente al oro de Nebraska. Quizá los soldados tenían mejores armas ahora, pero ya no eran suficientes para cubrir todos los frentes. Los sioux de Nube Roja, a quienes no se les había escapado la importancia que los blancos concedían al ferrocarril, volvieron nuevamente sus ojos hacia el «caballo de hierro».
Con un fabuloso sentido de la oportunidad, Nube Roja dirigió un exitoso ataque sobre un tren de la Union Pacific que hizo saltar todas las alarmas en Washington. La importantísima conexión este-oeste, clave para la consolidación de los Estados Unidos como potencia internacional, podía pender de un hilo si los sioux continuaban asediando el ferrocarril.
Pero si decidían enviar tropas a proteger las vías de tren, tenían que
descuidar la vigilancia en el «camino de Bozeman», porque ya no disponían de
soldados suficientes para garantizar la seguridad en ambos frentes. Los indios,
en cambio, utilizaban tácticas guerrilleras que les permitían estar en todas
partes con muchos menos guerreros disponibles. Así que la providencial
aparición del rifle Springfield bien pudo haberle dado un giro a la guerra en otras
circunstancias, pero para entonces la situación psicológica en Washington ya
había cambiado del ciego triunfalismo de la Navidad anterior al sentimiento de
que se encontraban en la antesala de un desastre. Los informes de los militares
no ayudaban a mejorar los ánimos: resultaba más difícil de lo previsto enviar
nuevos refuerzos para cubrir las numerosas bajas causadas por la coalición
india. Los comandantes advertían de que, de seguir así las cosas, apenas se
podía contar con el ejército como no fuese para agazaparse en sus fuertes,
utilizando sus modernísimos rifles para disuadir a los indios de atacar las
guarniciones directamente, pero poco más. Y aunque salieran a campo abierto
para enfrentarse directamente a los indios, o bien protegían el ferrocarril, o
bien protegían la carretera Bozeman que estaba facilitando la colonización de
Nebraska y aledaños. Una de las dos cosas iba a perderse. Si es que no se
terminaban perdiendo las dos.
El presidente, sus asesores, el congreso… todos temían un cataclismo.
Washington no tenía muchas opciones. O dedicaban ingentes recursos —que no iba
a resultar fácil reunir— a intentar darle la vuelta a una guerra que podía
alargarse varios años más, ahogando el crecimiento de la nación, o intentaban
firmar de nuevo la paz, pero esta vez otorgando a los indios casi todo lo que
estos pidieran. Desde que Nube Roja abandonó las anteriores negociaciones de
paz, la coalición nativa había tenido todo a su favor. Resultaba evidente que
no iban a ceder. Era la primera vez desde la llegada de los blancos al
continente en que los indios se encontraban en una posición más fuerte para
negociar una paz.
Washington envió una nueva propuesta de diálogo, aunque hacer llegar el
mensaje costó lo suyo porque en Fort Laramie y alrededores no se conseguía
encontrar hombres dispuestos a adentrarse en territorio sioux. Nadie se atrevía
a llevarle personalmente el mensaje a Nube Roja. Cuando finalmente encontraron
un voluntario, pese a todo, este entregó el mensaje y regresó con vida. Con
vida y con una respuesta de Nube Roja.
Esta vez, el gran jefe sioux quería imponer varias condiciones antes de
siquiera sentarse a parlamentar. No negociaría nada al menos que los soldados
abandonasen los tres nuevos fuertes que se habían erigido en sus territorios,
Fort Kearny incluido. Ese era un requisito sine qua non para
que se dignase aparecer de nuevo por Fort Laramie. Washington aceptó, así
que los casacas azules abandonaron sus fortificaciones: tardaron apenas unas
horas en saber que los sioux les habían vigilado estrechamente para comprobar
que efectivamente se marchaban; los soldados estadounidenses vieron humaredas
en el horizonte, señal de que los fuertes ahora vacíos estaban siendo reducidos
a cenizas por los indios. El abandono de aquellos fuertes era una renuncia
territorial sin precedentes en el imparable avance de los Estados Unidos a
costa de las naciones indias. Después de tres años de conflicto, la coalición
india había derrotado a la potencia emergente de más rápido crecimiento en todo
el planeta. Y Nube Roja, su principal líder, era el primer jefe indio que
verdaderamente podía afirmar que le había ganado una guerra a Washington. Sería
el último.
La tensión en Fort Laramie se mantuvo durante meses, porque aunque algunos
jefes iban apareciendo para negociar la paz, Nube Roja no daba señales de vida.
Nadie podía afirmar si estaba esperando para comprobar que no llegaban nuevas
tropas a la región, o si sencillamente estaba planeando una prolongación de la
guerra. Pero resultó ser la primera opción: Nube Roja no quería precipitarse y
tardó bastante tiempo en aparecer por Fort Laramie, donde se lo esperaba
ansiosamente. Cuando finalmente se dejó caer por allí, ya sabía que los blancos
no habían hecho ningún intento por volver a avanzar en sus territorios. Sabía
que tenía todas las cartas a su favor. De todos los jefes indios presentes fue
nuevamente el más duro a la hora de negociar. Únicamente cuando se le garantizó
la creación de una muy amplia reserva india en cuyo territorio no podría entrar
ningún hombre blanco sin permiso expreso de los indios, aceptó a firmar unos
papeles que no podía leer pero en cuyo contenido confió con una ingenuidad casi
infantil, algo sorprendente en un guerrero tan experimentado y astuto. Y es que
también los blancos tenían sus astucias. Nube Roja era un hombre de honor: bien
sabía que los blancos nunca cumplían sus promesas y sin embargo, pensó que
aquella victoria tal vez había cambiado la situación.
Después de firmar el tratado junto a otros muchos jefes indios, Nube Roja
se retiró a vivir a la reserva, decidido a dejar atrás una vida marcada por las
constantes guerras. Estaba cansado de luchar. Había vencido a los
estadounidenses y pensaba que había obtenido para su nación un territorio
inviolable en donde los sioux pudieran vivir en paz, cazando búfalos, rindiendo
culto a sus espíritus y criando a sus hijos según sus propias costumbres.
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