sábado, 12 de octubre de 2019

EL ASCENSOR

Cómo pasa el tiempo!. El otro día di una vuelta por la calle en la que crecí y me quedé impresionado de la transformación  que ha sufrido. No ya en la fisonomía urbana. En la peatonalización, en los locales, o en las terrazas  que lo invaden todo. Hasta el callejero ha evolucionado. Cuando yo vivía allí  quien daba nombre a la vía era beato. Ahora es santo. La culpa la tiene algún “milagro” que encontró el Vaticano en la trayectoria mística de Balendin de Berriotxoa.

Pero, sin duda alguna, lo que más llamó mi atención de la transformación  de la zona fue  una pequeña  instalación que apenas se veía desde  el exterior de la calle. Se trataba de un equipamiento modesto  que ocupaba un hueco estrecho en unos de los laterales internos del edificio. Era un montacargas. Un ascensor. 

En la antigua casa había un ascensor. Lo instalaron cuando nosotros ya no habitábamos allí.  Una lástima.  En nuestro tiempo se intentó en dos pero la propuesta  no prosperó porque los de los pisos bajos se negaron a pagar. Los que vivíamos en el cuarto, entre subir y bajar,  hacíamos más ejercicio que  las preceptivas horas  escolares de gimnasia. Salir a la compra, al trabajo, al estudio, o cualquier actividad, y retornar  al núcleo familiar suponía  un gran  esfuerzo. Máxime si  las idas y venidas se hacían con bultos, bolsas o cualesquiera  materiales pesados.  Por no pensar en el  desgaste que tenía que suponer  para el butanero  o el  vinatero  subiendo y bajando  escaleras cargados con una bombona o una jaula de botellas.  

Solo de pensarlo jadeo fatigado. 

Cuatro tramos de dieciséis escalones,  otros tantos de cuatro, más  una decena de peldaños de acceso desde el portal.  Hoy, afortunadamente, aquellas idas y venidas  las tengo olvidadas pero, con las rodillas machacadas, como las que tenía Mari Tere,  la accesibilidad suponía un inconveniente  destacable en la vida cotidiana.  Aquello era un problema, hasta el punto que tras las dos operaciones para implantar prótesis en las articulaciones de mi madre, ésta, a pesar  de su invencible voluntad y su resistencia al dolor, no habría podido salir de casa. Quizá por ello, una vez que la mayoría  de prole se había emancipado, surgió la idea de mudarse de casa. La decisión de uno de mis hermanos y el apoyo de Donato acertaron a la hora de salir  de aquel piso. Además, atinaron  en el momento y en la nueva elección de domicilio. 

El elevador o ascensor  es uno de los mejores inventos de la humanidad. Desde mi perspectiva, pugna por el primer puesto de “mejor invento” con la cama. 

El piso en el que nos criaron  era pequeño. No superaba los sesenta metros cuadrados y en él pernoctábamos seis personas –los cabezas de familia y cuatro vástagos- y, en ocasiones dos canarios. No quiero decir que  con nosotros vivieran dos personas procedentes de las islas afortunadas sino que compartían techo dos pájaros de raza canaria. 

La distribución  de aquella instancia era un todo aprovechable. La cocina-comedor  era  un único espacio  separado por una puerta  corredera que nunca se cerraba.  Allí era  donde transcurría toda la actividad del hogar.  Se guisaba, se comía, se veía la televisión y hasta se estudiaba o se cosía.  

Además, teníamos dos habitaciones. Una para el matrimonio. Y la otra, a la noche, se convertía en campamento donde nos aposentábamos los chicos. La más joven de la casa  dormía en una salita  minúscula.  Durante el día, las camas plegables volvían al armario  y las estancias quedaban diáfanas.  Completaba el conjunto un micro baño, con inodoro, lavabo y media bañera. Ese era el “casoplón”.  La doble villa y media (cinco mediavillas)  que nos vio crecer.

El vecindario  era  entrañable a la vez que simpático.  Unos casi imperceptibles. Apenas se les veía. Otros, ruidosos  y  fácilmente detectable. El estrépito era su medio natural. Las conversaciones elevadas de tono, los portazos, hasta las pisadas en las escaleras  retumbaban.  Yo les llamaba los “congrios”, porque en aquella casa siempre andaban con gritos. Y, siguiendo con peces, también había un inquilino a quien  se le conocía como el “delfín”. Era el del último piso. 

Por tener, teníamos de colindante hasta  el dueño del bar de abajo.  Se llamaba “La sirena”. No él, la tasca  de mala muerte que regentaba. Como diría mi madre, un “gandul” de vida licenciosa que vivía con su madre y un perrote maloliente.  Un can – “Nerón”-  era poco simpático,  y se pasaba todo el día gruñendo. Como su dueño.  El muchachote en cuestión fue uno de los que se negó a instalar el ascensor.  Como él  siempre estaba “colgado”, no necesitaba  elevadores.  

La comunidad era plural, como la sociedad en general. Buena gente, aunque de vez en cuando  acontecían trifulcas   porque alguien esparcía pelusas  y suciedad por los felpudos ajenos o por los turnos de limpieza insatisfechos. Vamos, lo que pasa en todas partes. 

La democracia entonces no existía y las reuniones de comunidad eran, salvadas las distancias, el único habito de libertades  conocido. Si bien los ejemplos asamblearios de este tipo invitaban a la anarquía. El rechazo, por dos ocasiones, al ascensor, fue  el paradigma, pues  solo los de los pisos altos optaron por asumir la obra. Los demás  la rechazaron. Preferían seguir subiendo y bajando a pie antes que pagar. Como si ellos y sus familias no terminarían haciéndose viejos y no tendrían, más pronto que tarde, problemas de movilidad. 

Hoy, con inquilinos mucho más jóvenes, aquel portal  cuenta con un ascensor-descensor  moderno y funcional. Pequeño, pero suficiente. Con total seguridad, aquellas pequeñas viviendas se habrán revalorizado  y la calidad de vida y bienestar del vecindario habrá ganado  notablemente.  La decisión de instalar un elevador ha sido tardía pero acertada. 

Quienes velan por gestionar los dineros públicos y tienen que definir qué hacer o invertir  en sus funciones de gobierno se enfrentan al difícil dilema de establecer prioridades. Habida cuenta de que las necesidades siempre son mayores que las disponibilidades reales  de dinero, establecer unas preferencias, una prelación de objetivos, resulta fundamental . 

Lo que no es  en ningún caso de recibo, anunciar a bombo y platillo, cuando  el tiempo de mandato ha finalizado,  acciones que se desarrollarán no se sabe bien cuando  ni de qué manera. Propaganda casposa pura y dura.

Pedro Sánchez se ha pasado meses afirmando que un gobierno en funciones no podía legalmente  destinar fondos públicos para abordar actuaciones ordinarias. Que necesitaba pasar por el filtro de una nueva investidura  para ejercer potestades gubernativas. Según él, no cabían decisiones  de compromiso presupuestario, aunque estas dispusieran de reservas  legales  vía convenio (desmantelamiento de pasos a nivel) o plurianuales (inversiones en alta velocidad). 

 Sánchez  y los suyos, so pretexto de  interinidad, han dejado pasar el tiempo sin mover un dedo en los compromisos públicos adquiridos. Ni transferencias, pese a haber acordado un calendario, ni inversiones,  ni nada que estuviera pactado.  Y ahora,  en plena campaña electoral,  como si de una subasta se tratara, anuncian  incremento de pensiones, peonadas, financiación autonómica, hasta la licitación del tren en el corredor del Mediterráneo. Una desvergüenza  que esperemos tenga sus consecuencias. 

La política no es marketing. No es teatrillo ni ilusionismo. No es determinar qué hacer o qué decir  como consecuencia de una encuesta  o de las conclusiones de un “focus group”.  Es transformar, mejorar, la sociedad. En definitiva, cumplir con lo acordado  en el contrato de confianza  suscrito con la ciudadanía a través de los votos.

Esta semana veremos como la acción política y la agitación mediática pivotará en la consecuencia de la sentencia del “procés” que inicialmente  será conocida el próximo día 14. A la espera de la literalidad de fallo, se augura  mucho ruido y crispación. Nada que ayude a desatascar el problema o que lo encamine hacia una vía de diálogo.  Y en ese maremágnum de declaraciones altisonantes, de admoniciones y amenazas de “hacer  cumplir  la ley con rigor y orden”, nos encontraremos  vecinos “congrios” estridentes y hasta “gandules” arrogantes  que “leviten”  en su propio ego.  Unos y otros  se negarán a posibilitar una solución democrática  que satisfaga  la demanda ciudadana de  definir el futuro de su sociedad. Negarán   una solución como quien negaba el permiso para instalar un ascensor que facilitara el bienestar reclamado por los vecinos.  Pero esta, pese a quien pese, terminará llegando. Aunque sea tarde . 


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