Que el virus COVID 19 rebrote en determinadas partes de nuestro territorio evidencia que las medidas de control establecidas por las autoridades sanitarias no se están cumpliendo. No que hayan fallado. Quienes hemos fallado hemos sido las personas que hemos relajado nuestros hábitos individuales obviando que la pandemia no ha desaparecido y que la enfermedad sigue latente entre nosotros.
Basta mirar alrededor para cerciorarnos de que hay una parte de la gente, no sé si mucha o poca, que aplica las medidas preventivas contra el contagio de manera laxa. Actuamos como “mediopensionistas”. Con firmeza intermitente, y en cuanto podemos, pretendemos volver a la libertad en la que vivíamos tiempo atrás y que añoramos con ansiedad. En ese afán de recuperar el modo de vida pasado, a veces, perdemos la perspectiva de los sacrificios que hemos padecido y el alto coste en vidas humanas que la infección global nos ha generado.
Cada vez más tengo la sensación, a tenor de las conductas que se observan, que una parte de nuestra población posee memoria pez, o en su caso padece de amnesia selectiva. Otra porción, que no soy capaz de cuantificar, actúa a conciencia. Son conscientes de la irresponsabilidad de su comportamiento pero les importa un huevo, con perdón, que propicien una extensión de coronavirus.
Se trata de gente insolidaria que no ha tenido en su entorno, ni enfermos ni víctimas y que, además, se cree inmune, por lo que se pasa las recomendaciones sanitarias por el forro de sus caprichos. Sé que generalizar es injusto, pero mi impresión particular me indica que hay una parte de la juventud de este país (no sé si mucha o poca gente) que “pasa” de recomendaciones ya que su prioridad de disfrute está por encima de cualquier otra cuestión. Y esta sensación me apena mucho.
Digo todo esto porque , hastiado de tanta insensatez, me permití llamar la atención el pasado día a un nutrido grupo de jóvenes que enfrascados en sus cosas se manoseaban, jugaban y relacionaban sin mascarilla, distancia , ni medida de contención alguna. Eran niñatos y niñatas que se comportaban como si estuviéramos viviendo en un a sociedad en la que nada hubiera pasado de un tiempo a esta parte.
No reproduzco la respuesta que obtuve a mi requerimiento de que utilizaran la mascarilla, porque, a pesar de lo malhablado que me considero, su respuesta me escandalizó. Sólo una joven, con cierto aire de culpabilidad atenuada por la conducta grupal, supo aclararme que “con el calor que hace, la mascarilla resulta incomodísima”. “Espero -le dije desde mi cabreo patriótico- que, si por desgracia necesitaseis que os metieran un tubo por la tráquea supieseis diferenciar qué resulta más incómoda; la mascarilla o la respiración asistida”. La respuesta del rebaño fue irreproducible y mi encabronamiento también.
Mi experiencia no relata un estudio sociológico ni obedece a una observancia empírica de un fenómeno. Es fruto de una situación esporádica vivida de manera subjetiva. Desconozco si la falta de observancia de las medidas sanitarias recomendadas obedece al comportamiento de una mayoría o si por el contrario solamente tiene lugar en la indisciplina de grupos aislados. Pero me preocupa , que aún siendo exiguo tal irresponsabilidad, termine por contaminarnos a todos y una nueva ola de contagios nos someta a otra crisis sanitaria con las consecuencias que ello tendría en una población exhausta y con un colectivo, el sanitario, al límite de la resistencia. Por no hablar del tiempo que nos costaría salir del pozo inducido de pobreza y depresión.
La observancia de los criterios preventivos no es simple cumplimiento de la legalidad. Es mucho más. Y de mayor trascendencia que una jornada de playa, una cena con los amigos, la celebración de un éxito deportivo o social o el comienzo de las vacaciones. A todos nos gustaría disfrutar de esos momentos que demuestran con profunda nitidez que la felicidad es efímera y que está conformada por pequeñas sensaciones irremplazables, que en la “normalidad” despreciaríamos pero que en ambientes extraordinarios suponen tesoros que nada tienen que ver ni con el dinero ni con el poder.
¿Y si todo eso se quiebra? ¿Y si la ilusión se pierde, como diría amama Teresa, por “nuestra mala cabesa”? Seguro que encontraríamos alguien a quien echar la culpa. Siempre lo hay. Aunque sea el maestro armero o Rita la pollera
El alcalde de Ordizia, Adur Ezenarro, lo ha encontrado rápidamente. Los “de arriba” que no informan. Le faltó decir que la culpa la tiene Urkullu.
¡Qué fácil es tirar la piedra y esconder la mano!
No creo que sea bueno entrar en una pugna por repartir responsabilidades, porque, en el lío no hallaríamos nada positivo. Pero cuando alguien pretende lavarse las manos y responsabilizar a los demás de las “graves” consecuencias que podría tener la decisión del Gobierno vasco de permitir acudir a las urnas este domingo a las personas confinadas” y no positivas de COVID , debería aportar medidas que personalmente estaría dispuesto a asumir y promover para que tal hipótesis no se produjera. No ha sido así. El primer edil, con la inestimable asistencia de su partido -EH Bildu- ha insistido en abonar la tesis de la sospecha respecto a las elecciones -no se dan las condiciones sanitarias ni democráticas- a pesar de que la Junta Electoral validara, en respuesta a un recurso de los de Otegi, las medidas adoptadas por las autoridades sanitarias “para garantizar el derecho a la salud y a ejercer el derecho a voto en Ordizia y la comarca”.
Resulta fácil poner el grito en el cielo, culpabilizar a los demás de lo que pase, olvidándose, por otro lado, de que fue él mismo y su corporación municipal que preside quien permitió la apertura de establecimientos de ocio hasta altas -muy altas- horas de la madrugada contraviniendo lo previsto en el decreto de “nueva normalidad” establecido por el Gobierno vasco tras la desaparición de la emergencia sanitaria. De esa laxitud en los horarios de ocio, probable foco de encuentros desregulados nada dice el alcalde de EH Bildu sin que por ello se le pretenda responsabilizar del brote epidémico surgido en un bar de la localidad de Goiherri.
No es mi interés incidir en ese aspecto porque creo que tampoco aquí vale lo del “tú más”, y mucho menos cualquier intento de carroñería política como otros sí han hecho con la pandemia, con Zaldibar u otras desgracias.
Las dificultades que se observan para disciplinar una conducta colectiva a través de las restricciones no es plato de buen gusto para nadie. Pero la seguridad de las personas, la de todos nosotros, nos obliga a abandonar la demagogia, y, sobre todo, a que nadie instrumentalice la batalla contra el virus atemorizando a la gente e imputando a los demás oscuras premoniciones. No hay mayor factor motivador de la conducta humana que el miedo y quien lo utilice como factor de ganancia política se convertirá en miserable.
Dicho todo esto es necesario incidir en la importancia que tiene que mañana ejercitemos nuestro derecho a voto. Estamos ante un momento crucial en la vida de este país. Además, la seguridad está salvaguardada con el cumplimiento de las medidas previstas por las autoridades sanitarias. Votar será tan seguro para nuestra salud como acudir al supermercado, tomar un café en una terraza o pasear por la playa o el monte. Idénticas garantías pero mucho más importante. No votar será escurrir el bulto. En su momento quedarnos en casa propició que parásemos la proyección de la pandemia.
Fue el inicio de una recuperación. De volver a poner el país en pie. El domingo, quedarse en casa no es una alternativa responsable. Lo auténticamente responsable es ejercitar nuestro derecho a decidir. Libre y democráticamente. .
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