sábado, 31 de octubre de 2020

CUANTO PEOR, PEOR

 No soy virólogo. Ni epidemiólogo. Tampoco soy médico. Ni estoy en condiciones de sentar cátedra sobre una materia tan sensible como la salud porque desconozco lo básico en relación al coronavirus. Por eso evito manifestarme al respecto. Porque sobre lo que no se sabe, mejor no decir nada. Es un principio sencillo pero que casi nadie  nos aplicamos. Todos, y yo el primero, somos entrenadores de fútbol. Todos, y yo el primero, opinamos  alegremente de temas  cuya realidad desconocemos, aunque  cometamos estupideces mayúsculas al airear libremente nuestras valoraciones. 

He participado en tertulias radiofónicas pero opté por dejarlo. Entre otras razones porque había temas sobre los que prefería no manifestarme. No porque me resultaran incómodos. Sino porque  no tenía conocimiento suficiente para proponer un criterio. Y lo de “cantinflear”  me resulta  difícil de practicar.  No lo creo honesto. Aunque veo que muchos no coinciden con tal apreciación porque no tienen  problemas de expresarse  como loros sobre cualquier materia.  

Yo prefería callar. Y un tertuliano callado  está de más en un programa de radio o de televisión. Es como los figurantes mudos en las ruedas de prensa.  Esos que acompañan a quien trasmite un mensaje   sin  más razón aparente que la de salir en la foto. En comunicación habla quien tiene algo que decir.  El resto se convierte en “ruido” que interfiere el mensaje. 

Siento pudor  ante quienes hablan de la actual pandemia como si fueran  expertos en medicina. De esos que se permiten  aconsejar y hasta pontificar  sobre lo que debemos o no hacer.  Nos han  dicho de todo. Que no se actúa con criterio. Que cuando se hace, se llega siempre  tarde. Que hay que hacer  cribados masivos, que es preciso  "limitar la interacción social y la movilidad en función de los rastreadores que se vayan a contratar". Antes nos garantizaron  que  los contagios se acabarían con la paralización total del país. Que había que someter a Euskadi  a una especie de coma económico.  Y ahí siguen, dando pláticas como si de premios nobel de medicina se tratara. Demostrando, sobradamente,  que la ignorancia es la madre del atrevimiento. Doctores  en conjeturas. En frivolidades.  En desparpajo y en irresponsabilidad. 

Me avergüenzo ante tanto “intrusismo” de charlatanes cuyo único interés no es la seguridad o la salud pública sino el beneficio político. 

Yo no caeré en esa tentación. Creo que nuestro deber, el de la ciudadanía de a pie que asiste temerosa y preocupada a la nueva crisis sanitaria, es hacer caso a las recomendaciones  y medidas de obligado cumplimiento que las administraciones competentes  han adoptado para procurar  poner freno al contagio de  la enfermedad. Hacer caso  responsablemente, lo que no significa dejar de ser exigentes para con quienes nos gobiernan.  Porque de la actitud individual  de cada uno de nosotros dependerá en buena parte  la reducción o no de la propagación  del virus. Y no nos olvidemos  que las consecuencias que esta infección genera, provoca muertes a diario. Muertes  y graves dolencias a centenares de personas  en una cadena de contagio  que debemos  minimizar  si no detener. 

No. No soy virólogo. NI epidemiólogo. Ni médico. Ni tengo conocimientos mínimos de medicina. 

Pero todas las mañanas, cuando me afeito y contemplo  bajo mi garganta una cicatriz a modo de “culo de pollo”,  me doy cuenta  de lo que supone estar intubado, sometido a una respiración  artificial y a un proceso prolongado de sedación.  Esa cicatriz, ahora anecdótica,  es el recuerdo de una traqueotomía practicada para la instalación de un respirador que  combatiera el “distrés pulmonar” provocado por un “bicho”  que me llevó a conocer como paciente una Unidad de Cuidados Intensivos durante 28 días  y cuyas secuelas aún  padezco  “afortunadamente”.  El “bicho” que me afectó no fue el COVID, no fue un virus, sino una bacteria, pero sus efectos fueron muy parecidos y tan devastadores como los que hoy causa el coronavirus. 

Quizá por eso,  cada mañana, al rasurarme, pienso  en quienes  han sido víctimas de esta enfermedad y luchan por sobrevivir en una UCI. Algunos lo hacen  desde el coma inducido, tumbados boca-abajo (decúbito prono) para hacer frente a los bajos niveles de oxígeno que llegan a los pulmones.  Si, afortunadamente, consiguen salir  adelante –y así lo espero-  sufrirán  consecuencias que  afectarán a sus vidas durante mucho tiempo.  La pérdida de masa muscular les obligará a  resetear su cuerpo. Algo muy duro porque tendrán que aprender a respirar, a moverse, a caminar. Algo  que he conocido, no de oídas, sino personalmente.

No soy virólogo, ni epidemiólogo,  pero esa pequeña cicatriz reafirma mi voluntad de hacer caso a los consejos y medidas  que las autoridades sanitarias  y los gobiernos legítimos han planteado para frenar  la senda destructiva de este virus. Admito que  el recorte de movimientos y de actividades  mediatiza nuestra calidad de vida. A nadie le gusta que le recorten sus libertades,  que le limiten  sus contactos, que le  restrinjan sus relaciones sociales.  Me duele, como a todos, no poder  estar con la familia, con los amigos.  No poder abrazarles  o besarles. Entiendo a quienes, en su rebeldía,  se lamentan de que su vida  se limite al estudio, al trabajo  y a la casa.  Percibo que necesiten  más espacio. Más ocio. Más roce, más cariño. Y, al no disponer  de la libertad  requerida, se enfaden con el mundo  y con quienes les pedimos sacrificio y disciplina. 

Entiendo que piensen que la enfermedad  no les afecta tan gravemente como  a otros.  Pero  ellos y ellas deben ser conscientes de que  si abandonan las cautelas y bajan la guardia,  el virus que  quizá a ellos  no les debilite, puede que, por contagio, termine matando  a su padre, o a su abuela. 

Todos estamos cansados  por la situación. Desanimados porque  no se ve la luz al final del túnel. Pero la ansiedad o el desapego no pueden  favorecer que rindamos nuestras defensas. Si bajamos los brazos,  las consecuencias seguirán siendo nocivas para todos y, tal vez,  las nuevas medidas que  se nos planteen deban ser las que nadie deseemos; el retorno al confinamiento domiciliario. 

He visto con preocupación, y también con un punto de indignación, los primeros incidentes provocados por una minoría que protestaba el pasado jueves en Bilbao contra el estado de alarma  y la restricción  de movimientos  y actividades  establecida por el Gobierno vasco.  El centenar pasado de manifestantes, reunidos tras una convocatoria en las redes sociales  bajo el título de “no mas represión 2020, comenzaron gritando “libertad”  y terminaron incendiando seis contendores (25 dañados), cuatro vehículos  y destrozando diverso mobiliario público.  Al grito de “libertad”, se  articuló una algarada  que concluyó con la detención de seis personas  y la investigación de otras dos más por desordenes públicos.  El episodio en cuestión es, quizá, el más grave de cuantos se han producido en Euskadi  en las últimas fechas con relación directa con las medidas coercitivas vinculadas a la lucha contra la pandemia.  Sería injusto identificar en  tales desmanes a un grupo social determinado.  Pero  ojo con las provocaciones  porque detrás  de  magnas reivindicaciones como la libertad  o los derechos civiles, muchas veces se esconden  totalitarios, negacionistas o activistas  de la revolución por el caos. Gentes que creen que, cuanto peor, mejor para ellos. Pero la realidad demuestra  siempre, que cuanto peor, peor. 

 Cumplamos las normas, aunque no nos gusten. Aunque  aborrezcamos términos como “estado de alarma” o “toque de queda”. Dejen ya las formaciones políticas de comportarse   irresponsablemente,  porque lo que hay que vencer es al virus, no al adversario. Firmemos una tregua en la confrontación de nuestras diferencias. Desterremos  el “río revuelto” de huelgas  impresentables en el actual momento,  y seamos capaces de ofrecer una respuesta  adecuada  y comprometida con el bien común de todas las personas. Porque todas queremos que esta desgracia acabe pronto. 

No hace falta ser un experto  para hacer frente al coronavirus. Basta  con actuar con sensatez y responsabilidad. Pensando en uno mismo pero también en los demás. Pensando  en aquella frase que inmortalizó Kennedy;  “No preguntes lo que tu país puede hacer por ti; pregunta lo que tú puedes hacer por tu país.”



   


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