Hay días en los que “arrancar” cuesta un montón. No sé yo a qué obedece esta dificultad. Si es somática, mental o si esa sensación se alimenta por puro azar. Pero hay condiciones que, sumadas, ponen la agenda cuesta arriba aunque objetivamente no haya elementos de conflicto que salvar.
El pasado lunes tenía yo el biorritmo un tanto atravesado. Veníamos de un fin de semana un tanto desapacible, con la primera borrasca que nos hacía recordar la altura del calendario en la que vivimos.
El inicio de la semana comenzaba como había terminado la anterior. La ciclogénesis dejaba sus últimos coletazos en un panorama desapacible. Además, las obligaciones precisaban madrugar. Debía trasladarme hasta Gernika donde el parlamento vizcaino se reuniría como segunda parte del pleno anual de política general. Y la previsión de movilidad aconsejaba ir con tiempo anticipado para evitar inoportunos retrasos.
La jornada, además de áspera en lo meteorológico, se presentaba oscura. La falta de claridad, más que el frío o la lluvia, encoge el ánimo. Es, quizá, uno de los factores más determinantes en mi estado de ánimo.
De entrada, se daban todas las condiciones para que el día se hiciera a contracorriente. La percepción subió un poco más gracias al monumental atasco que encontré en la ruta. A pesar de la tempranera hora, la carretera parecía un aparcamiento en superficie. En esas condiciones suelen proliferar los idiotas “cum laude” que ponen en evidencia toda su destreza a la hora de hacer el gilipollas en la calzada pasando de un carril a otro compulsivamente y obligando a la mayoría a extremar reflejos y seguridad en la conducción.
La radio, esa gran compañera que en la cerrazón del vehículo permite la conexión con el mundo exterior, no facilitó tampoco la descompresión de la carga negativa que llevaba a cuestas. Malas noticias y peores. Estridencia y ruido de declaraciones bochornosas. La mochila emocional se iba cargando en una jornada depresiva en la que todo parecía estar alineado en clave pesimista. Hasta la Academia de las Ciencia de Suecia aportaba su granito de arena a esa percepción derrotista al premiar con el Nobel de Física a tres investigadores de los agujeros negros. Jodé, un símil paradigmático. Galardón a la observancia de “agujeros negros” ¿Podía haber algo más desconsolador?. Sí, por supuesto. Otro titular mal entendido: “Donald Trump era positivo”. Cuando todos creíamos, como diría Van Gaal, que el presidente norteamericano era siempre negativo, nos informaban de lo contrario; que era positivo. Lo que faltaba.
Llegué a Gernika desolado. Todos los aparcamientos ocupados, pero aunque lejos, conseguí estacionar el vehículo. Por fin conseguí acceder a la Casa de Juntas. Mojado como un pollo. No es de extrañar que siguiendo el protocolo de seguridad frente a la COVID mi temperatura corporal, observada en el acceso al recinto, marcara los 34,5 grados. O el termómetro digital estaba desfasado o, mi situación de destemple lo decía todo. No fui el único que parecía haber iniciado la semana subiendo hasta la cima del Tourmalet. Un compañero, con rostro de fatiga me saludó con desdén; “Egun on, por decir algo. Y, para alegrar el día, cuatro horas de “entretenido” debate. ¡Que planazo!”.
.-Otros están mucho peor –le contesté quitando hierro a su lamento-. Ni que tuviéramos que picar piedra en la mina.
.-Ya –me respondió-, pero como dijo un condenado a muerte a quien ejecutaron un lunes; “joder, que mal empezamos la semana”.
Aquella ocurrencia me hizo entrar en calor al instante y esbozar una sonrisa. Comenzaba la cuesta abajo y el cambio de tendencia.
El pleno parlamentario no fue ningún tostón. Y salvo algunos rifi-rafes lógicos, la sesión fue civilizada, respetuosa y contemporizadora. Hasta el punto que los grupos gobernantes (PNV y PSE), pese a su mayoría absoluta pactaron varias resoluciones con todo el arco político; Elkarrekin Bizkaia, EH Bildu y el Partido Popular. Y en temas no menores (financiación municipal, control en las residencias, etc) Un ejercicio alentador en tiempos de crisis, de dificultad y de innecesarios desencuentros.
La semana comenzaba a enderezarse. Hasta salió el sol y la luz dejó entrever una estampa otoñal mucho más acogedora.
La metáfora podría aplicarse a otros ámbitos de nuestro día a día, de esa rutina que es la que de verdad preocupa a la gente.
El retorno de los jóvenes a los centros educativos, después del parón obligado por la pandemia en el mes de marzo, preocupaba notablemente a todo el mundo. A padres y madres, inquietos por la seguridad de sus descendientes frente a la enfermedad; a los gestores de los colegios (públicos y privados) que habían seguido con su mejor afán las recomendaciones y protocolos determinados por los expertos sanitarios; a los profesionales de la enseñanza que se iban a tener que enfrentar a un nuevo modelo de prestación lectiva y también a la propia Administración, que en el insospechado comportamiento de la COVID seguía sin tener certidumbre sobre su evolución. Todos estaban, estábamos, preocupados. Una inquietud lógica pues nadie podía garantizar certezas y seguridad sobre el no contagio del alumnado y de los profesores en el nuevo curso iniciado. El recelo ante el comportamiento desconocido del virus en las aulas era justificable pero tal preocupación no debía impedir que el sistema formativo retomara, bajo medidas restrictivas y atípicas, la actividad. Y el curso comenzó.
Lo hizo a pesar de que los sindicatos del país lo intentaran impedir con una huelga general. La verdad es que bajo el pretexto de reclamar más “seguridad”, cuesta entender el por qué de aquel paro, único en nuestro entorno geográfico. Los sindicatos justificaron su movilización en el miedo. Miedo a un porvenir oscuro que invitaba al recelo y a la depresión. Aquella invocación a las siete plagas atemorizó a madres y padres que asustados por lo que podría ocurrir a sus hijos pidieron algo que nadie les podría dar; certezas.
Pasado un mes del retorno presencial de los adolescentes y menores a los centros educativos, el descenso de la incidencia de la COVID 19 en la franja de edad de los escolares de 3 a 16 años ha descendido notablemente. Los pitonisos de la hecatombe han vuelto a equivocarse. Es más, los contagios producidos en las últimas semanas del verano son significativamente superiores a los producidos tras el inicio del curso. Y eso quiere decir una cosa, que para nuestros hijos e hijas el entorno actual de las aulas es mucho más seguro que el que puedan encontrar en la calle. Lo avala el dato de que, a mediados de la presente semana, el porcentaje aulas cerradas por positivos era del 0,52% del total. 91 de las 17.554 que hay en el País Vasco.
Desde ese alentador panorama es de celebrar que las actividades extraescolares hayan vuelto a estar permitidas en Euskadi. Un rayo de luz en el sombrío panorama que nos habían cantado con desparpajo los “Ubera y Casanova” de turno y el coro góspel de ELA y LAB.
Pero, aunque las evidencias resultan incontestables, los sindicatos continúan enrocados; erre que erre. Convocando otras tres nuevas jornadas de huelga, esta vez en los comedores escolares. Más madera. Más presión a las familias. Y un nuevo pulso a la Administración. Los motivos esgrimidos para esta nueva protesta son tres y por este orden; “el mantenimiento del empleo y las condiciones laborales de las trabajadoras del sector, y las garantías sanitarias para trabajadoras y usuarios”.
La pandemia, la COVID, el riesgo de contagio en un tercer estadio. Todo el mundo tiene derecho a mejorar pero resulta llamativo que el “vil metal” esté por delante. Acordémonos de aquella crítica de contraponer “economía y salud”. Pues eso.
Lo mismo ocurre en otro sector, en el de las residencias de tercera edad, donde los sindicatos han retomado la huelga en Gipuzkoa y amenazan con extenderla a Araba. La razón esgrimida para esta acción extraordinaria por los representantes sindicales pasa por la mejora de las condiciones laborales y la renovación de un convenio digno. Nadie, que yo sepa, niega la legitimidad de luchar para mejorar la calidad de vida de los trabajadores. En condiciones normales se vería normal tal reivindicación. Pero, promover huelgas ahora en las residencias, con el virus activo y siendo sabedores de los estragos que puede llegar a hacer en la tercera edad, ¿puede justificarse? Cuando hablen de “abandono” y de “falta de cuidados” a nuestros mayores pensaré en la huelga.
¿No hay otra forma mejor de empezar la semana?
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