sábado, 27 de febrero de 2021

OJO CLÍNICO

Me contaba un amigo que un conocido doctor, catedrático de patología, solía llevar a sus alumnos, como primera experiencia con la anatomía humana, hasta el depósito de cadáveres donde presentaba a los jóvenes un cuerpo humano tendido en una mesa  de exploración.

Los alumnos, conmocionados por lo extraordinario del arranque de curso, se mantenían mudos y tremendamente impactados por la clase magistral  que aquel afamado profesor les brindaba. El galeno, sabedor de la atención que su intervención levantaba entre sus docentes, les hizo  situarse alrededor del cuerpo difunto y cuando todos  se hubieron ubicado junto al finado  les dijo: “Un buen médico ha de tener dos condiciones  básicas. La primera, no sentir repugnancia por nada de lo que los enfermos se refiere. Y en segundo término, tener un sentido de la intuición que llamaré “ojo clínico”, es decir una sagacidad profesional  que permita darnos cuenta, de una manera inmediata y sin prácticamente error,  del tipo de dolencia y afección que presente el paciente.” Dicho aquello, el magno catedrático invitó a sus alumnos a imitarle en todo cuanto él hiciera. E inmediatamente introdujo su dedo índice en el ano del paciente y, sin limpiarlo, se lo metió en la boca.


Todos los estudiantes, todos, vencieron  su más que natural repugnancia por el experimento repitiendo la doble operación para quedar bien y seguir a rajatabla los consejos del maestro. Terminada la práctica “exploratoria”,  el doctor se volvió hacia los aspirantes a médicos  y evaluó sus conductas. “Muy bien y muy mal a la vez. Está claro  que todos ustedes saben vencer al instinto humano de repugnancia, pero  también ha quedado probado que en “ojo clínico” andan muy mal, ya que ustedes han usado siempre el mismo dedo, sin darse cuenta de que yo he usado dos. Uno para introducirlo en el cadáver y otro para metérmelo en la boca”.

Es de imaginar la escena siguiente. En mi caso, desde que conocí  esta anécdota intento fijarme  como un búho en lo acontece en mi derredor. No perder detalle. Y, después, hacer unas  gárgaras. Por si las moscas.

La división y el cainismo son las enfermedades tradicionales que  suelen afectar a la izquierda política. Sus consecuencias son conocidas, especialmente por quienes participan en su propagación que son, al mismo tiempo, víctimas y verdugos de una estrategia autodestructiva que se repite en el tiempo  como si fuera una maldición  congénita.

Resulta curioso observar cómo cuando las formaciones políticas de izquierda comienzan a sobreponerse  de su anterior recaída,  formulando  alianzas  que las vigorice  y proyecte  en el futuro, ceden a la tentación de  reforzar su perfil particular –intentando demostrar ser “más” izquierda genuina  que su organización de alianza-  en lugar de reforzar la nueva mayoría  alcanzada. Es como si la repugnancia natural a la amenaza de la “enfermedad de la división”  fuera vencida por la soberbia vanidad de querer dejar claro  quien manda de verdad  en la nueva mayoría.  

Algo de esto vuelve a ocurrir en el actual momento. Socialistas y Podemos conformaron un ejecutivo de coalición en el Estado   para plantear una alternativa  sólida  al poder de la derecha, gobernante durante largo tiempo por la incapacidad  de acuerdo de aquellos.  Pedro Sánchez y Pablo Iglesias habían demostrado  en los años pasados su incompatibilidad manifiesta  para gobernar juntos. Pero vencida la “repugnancia”  recíproca que se sentían, consiguieron  articular una nueva mayoría que, con el apoyo puntual de uno y otros, ha conseguido salvar su año  de mandato y cuyo principal éxito ha sido sacar adelante sus primeros presupuestos generales.

 

Pero, pasado ese hito, los síntomas del cainismo  han vuelto a aparecer y las relaciones entre socios se presentan  envenenadas  con un enfrentamiento  que crece y cuya tensión no augura un buen final.  Son muchas las grietas aparecidas en la argamasa del gobierno bipartito siendo las más acusadas las vinculadas al área de igualdad con un enfrentamiento abierto y sin límites entre la vicepresidenta Carmen Calvo y la ministra  Irene Montero. Las  rotundas desavenencias en proyectos en ciernes como la “ley trans”, la modificación  del aborto o  la pretensión de activar en el Congreso una proposición de ley  de “igualdad de trato” han alcanzado su punto más  virulento en las vísperas del 8 de marzo, con acusaciones cruzadas de zancadillas, deslealtades y sabotajes.  

 

No es este el único ámbito en el que las relaciones PSOE-Podemos echan chispas.  La comunicación entre Pablo Iglesias y el ministro Escrivá está prácticamente  suspendida. La gestión del Ingreso Mínimo Vital,  la polémica de las pensiones suman arañazos en las, cada vez más insostenibles conexiones entre los coaligados.  La nueva operación de Podemos de llevar al Congreso una alianza  de partidos, a modo de “trust” político en defensa  de sus planteamientos intervencionistas en relación a la vivienda, es un nuevo desafío  que Iglesias  plantea al PSOE.  La enésima jugada  por condicionar a Sánchez en una dinámica permanente de “estirar la cuerda”  hasta más allá de lo esperable.

 

A estos episodios hay que añadir la notoria antipatía no disimulada del propio Iglesias y Calviño  y las andanadas lanzadas en las recientes elecciones catalanas contra el ex titular de Sanidad, Salvador Illa.

 

El clima de desconfianza entre formaciones  se generaliza. Las declaraciones de Echenique ensalzando y apoyando a los jóvenes “antifascistas” movilizados en Madrid y Barcelona en las manifestaciones que acabaron con graves disturbios de orden público  o las repetidas  menciones  del vicepresidente segundo asegurando que “en España no hay una situación de plena normalidad política”, han hecho que los socialistas se hayan sentido  consternados y agredidos, respondiendo en tromba. Así, por primera vez en  todo este tiempo, Pedro Sánchez, desautorizaba a su vicepresidente  y reclamaba  del portavoz parlamentario de los “morados” que rebajara “los decibelios” en sus mensajes.

 

Según afirman fuentes de ambas formaciones, las tensiones se dejan sentir en el Consejo de Ministros. En ese foro, Pablo Iglesias permanece callado. Es Irene Montero  la voz más crítica por parte del partido minoritario. Iglesias  reserva  sus quejas  para el espacio público, como forma de presión a su interlocutor, Pedro Sánchez, a quien, en privado, trata de apretar para que “cumpla” sus “promesas”, si bien el término “traición” solamente se ha utilizado  ante algún medio de comunicación.  

 

La política “líquida” ha vuelto a las andadas  y la incertidumbre envuelve el escenario político español. La crisis gubernamental  parece evidente  aunque nadie aventura  como concluirá este episodio de bronca endémica que  aquí harta y  exaspera y que, en Europa, nadie comprende.

 

Pablo Iglesias tira de estrategia. Su “ojo clínico” le indica que la presión  hará que Sánchez ceda una y otra vez.  Hacer oposición desde el propio gobierno  es su receta. La fórmula de quien se cree el timonel  de una izquierda  que doblegará la resistencia de los socialistas.  Iglesias se siente imprescindible y en su amenaza de ruptura – “a lo mejor llega un momento en el que tenemos que hacer una reflexión y decir ‘hasta aquí hemos llegado'” –  no es un signo de fortaleza sino todo lo contrario. Su “ojo clínico” vuelve a fallar. Porque su falta de mesura va a terminar por desbordar el vasco  y no será él quien tome la iniciativa sino que será Sánchez  quien la promueva.  Si aún no lo ha hecho, no será por ganas, sino porque  teme que  Iglesias le “incendie” las calles como respuesta. O, porque aún no tiene garantizado el “colchón” parlamentario  que compense la crisis.

 

La visión distorsionada de Iglesias  está consiguiendo una cosa más. Dar una opción extra al PP de Casado  para tomar oxígeno  y recuperarse. Si el todavía  inquilino de Génova  utilizara su inteligencia, se prestaría a garantizar a Sánchez la tan necesaria estabilidad  que la coyuntura requiere. Ganaría en reconocimiento de utilidad y se alejaría de la influencia corrosiva de la ultraderecha, que de seguir por las actuales coordenadas, le dejará sin sangre electoral  en sus venas.

Si Casado y su PP se prestaran a  “dejar gobernar por un tiempo”  a Sánchez, rentabilizarían  también el desalojo  de Iglesias del poder.  Y ganaría oxígeno, tiempo y centralidad para abordar, con mayores garantías, un futuro más halagüeño para sus siglas. Los acuerdos alcanzados en el Consejo de RTVE y  el que se espera lleguen en la renovación del CGPJ quizá sean un indicio de este nuevo tiempo.  Es cuestión de ojo clínico.

 

 

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