No sé ahora, pero años atrás, cuando era chaval, existía una cierta veneración a los muertos en el momento posterior al óbito. Era una especie de necrofilia que no entendí nunca y que se sustentaba en una liturgia de película de miedo. El muerto o la muerta eran expuestos hasta el momento de su entierro en una habitación de la casa. A la luz de las velas, en penumbra (de ahí lo de velatorio). Vestido con la mejores galas o con un sudario a modo de hábito religioso.
Por allí, por la capilla ardiente, pasaba todo quisque. Familiares, amigos, vecinos. Hasta los curiosos que nada tenían que ver con el finado.
Mi “primer muerto” fue el “tío” Justo. Yo sería un crío que apenas llegaría a los diez años pero mi madre se obstinó en que, tras el óbito, “tenía que ver” a aquel personaje, marido de una hermana de mi abuela; la “tía Julia”. Mi relación con aquella familia se limitaba a los veranos. Era una progenie humilde. Sin apenas recursos pero que sobrevivía con mucha dignidad. Habitaban una pequeña casa. De aquellas que se alimentaban con una lumbre en el fuego bajo situado en una chimenea acampanada cónica. Dos habitaciones oscuras y una cuadra. Sin cuarto de baño. Ni apenas luz. La que suministraba unas desnudas bombillas colgantes de unos cables.
La tía Julia era el nervio de la casa. Su cara arrugada y curtida, el moño que resguardaba debajo de un pañuelo negro, su escasa dentadura, la hacían singular. Pero lo era más por su enorme corazón. Eran pobres de solemnidad a pesar de que en las vigas de su cocina ancestral colgaran jamones, lomos y chorizos en abundancia. Pero toda la chacina no era propia. Se trataba de la “matanza” de otros que se “curaba” en aquel frio espacio moldeado a modo de ahumadero.
El “tío Justo”, conocido como “remendón”, a tenor de su oficio, era hombre al que siempre recordé sentado. Sin dar un palo al agua y acompañado de un porroncito de vino tinto, espeso como la pez del pellejo que lo albergaba. Era el mismo vino con el que la “tía Julia” untaba en una rebanada de hogaza a la que espolvoreaba azúcar y que yo me zampaba como un manjar divino.
La cuestión es que el hombre –que era tío de mi padre- se murió de repente (todos nos morimos en un momentito). Y ama, que tenía esa cultura tributaria a los difuntos, me “llevó” para que le viera ya cadáver y me despidiera de él. Fue terrible. El muerto reposaba sobre la cama en una habitación iluminada por candelas. Era la primera vez que le veía sin boina y la ausencia de esta descubría un tono de color mucho más claro en la piel de su pronunciada calva. ¿El sol o la mugre?
Alrededor del muerto se había situado gente sin identificar lanzando “ayes” y quejidos mientras un coro de mujeres vestidas de negro de los pies a la cabeza rezaban el rosario de manera compulsiva. Plañideras?
La experiencia fue traumatizante. Casi tanto como ver a la viuda Julia sin moño. Con una larguísima melena blanca expandida como la cabellera de las brujas de película.
Por desgracia no fue esta mi única capilla mortuoria. He visto cadáveres en casa. Hasta encima de una mesa de comedor. Ni que decir tiene que a partir de entonces, la sopa con garbanzos de los domingos no volvió a saberme igual.
También he asistido a velatorios de “cuerpo presente” con proyección pública. Ahora bien, siempre que he podido, he evitado el trance de toparme con un cadáver. Y con más razón si el cuerpo inerte pertenecía a alguien querido. Prefiero los recuerdos vivos a la frialdad inanimada.
Hoy, los nuevos tiempos nos han traído modos de despedida vital mucho más llevaderos. Íntimos, pero con mejor y más digerible gestión del duelo. Normalmente, las horas previas al entierro o la incineración de la persona finada, ya no se hace en el domicilio. Ese trance, afortunadamente, se ha externalizado. Así encontramos los tanatorios, recintos especialmente acondicionados para acoger la última despedida al difunto. Las empresas funerarias cuidan especialmente el ambiente de dichos locales. Música tenue como fondo sonoro, luces indirectas, vitrina expositora, sala de espera con butacas, capilla…Todo acorde a un servicio cómodo y funcional.
A nadie le gusta que la muerte le pase cerca. Pero, mal que nos pese, su llegada es de las pocas certidumbres que tenemos. Ahora bien, una cosa es que incomode su reconocimiento en la vida diaria y otra, bien distinta, son las reacciones incomprensibles que el comportamiento humano desarrolla frente a ella. Eso es lo que lleva ocurriendo durante un tiempo en un lustroso barrio vizcaino donde el vecindario ha decidido llevar su protesta a los balcones –carteles y caceroladas- por la apertura de un tanatorio en la planta baja de su monumental manzana de viviendas.
La historia no es nueva. Resulta recurrente, pues han sido varios los casos en los que se han producido movilizaciones por la instalación de servicios funerarios en zonas residenciales. Es como si la muerte debiera expatriarse de puertas afuera de las ciudades. Pero el caso ahora conocido tiene miga. El barrio en cuestión es el getxotarra de Las Arenas. Y la zona que ha mostrado su indignación linda con la parte más noble del casco urbano pues se encuentra entre el Puente “Bizkaia” -también conocido como “colgante”- y el inicio de las urbanizaciones señoriales de Neguri. Allí, en la desembocadura de la ría, junto al muelle de Churruca, la iglesia de las Mercedes y la escuela de Música “Andrés Isasi”, el precio del metro cuadrado de vivienda construida se escapa –por mucho- a la media del mercado inmobiliario. Nos encontramos por lo tanto en una zona residencial de alto nivel, no una barriada obrera de aluvión. Y el inmueble cuya actividad hoy se cuestiona ya albergó en el pasado un comercio de venta de motocicletas y posteriormente un supermercado “regentado por chinos”.
El tanatorio objeto de la protesta pertenece a una conocida empresa funeraria de la Margen Derecha de la ría y ha obtenido todos los permisos y licencias necesarias para su apertura. Destacar que entre los servicios que presta no se encuentra el de incineración ni “tanatoplaxia” (conjunto de prácticas que se desarrollan sobre un cadáver para su conservación y embalsamamiento) por lo que no hay emisiones ni contaminación de ningún tipo que pueda achacársele.
Sin embargo, para los ilustres residentes de la zona, instalaciones de este tipo no debieran autorizarse en entornos urbanos ya que deterioran la imagen de un núcleo puramente residencial, afectando a la tranquilidad del vecindario, ya que los horarios suelen ser todos los días de la semana con atención las 24 horas. A estas razones para la crítica suman una más, “no tiene sentido urbanístico emplazarlo a escasos diez metros de un parque infantil” lo que hace que “los niños tengan que convivir con imágenes y escenas para las cuales muchos no están preparados”. El entrecomillado no es mío, apareció en boca de los supuestos vecinos en un medio local de comunicación.
El ejemplo del tanatorio me recuerda otros paradigmas que explican la insolidaridad y el egoísmo de una sociedad, cada vez más exigente para con los poderes públicos y para con los demás. Y en consecuencia, más pensando en el “yo” que en el “nosotros”.
Todos queremos que nuestros residuos, la basura que generamos, se recoja pronto, de manera higiénica y cercana a nuestros domicilios. Pero nadie quiere tener un contenedor en la puerta de su portal. Mejor en el de al lado.
Todos reclamamos servicios públicos, transportes, carreteras, de calidad, eficientes, modernos, universales. Pero los queremos sin peajes, gratuitos, subvencionados. Todos queremos, exigimos, que se cree empleo, pero cuando una empresa está dispuesta a invertir y a fomentar nuevos puestos de trabajo (Corrugados Azpetitia) quienes deben posibilitarlo se eluden su responsabilidad instalados en la pancarta.
Todos queremos que la pandemia se acabe. Pero cuando alguien anuncie el fin del estado de alarma que ampara legalmente las restricciones sociales tendentes a evitar los contagios, nos llamaremos a andanas y lo festejaremos. ¡Viva la pepa!, ¡Fiesta en Nápoles, que ya no habrá ni “toque de queda”, ni limitaciones de la movilidad, ni prohibición de botellones!
La excepcional caducó, luego la pandemia se acabó. Por fin se podrá viajar. Turismo a la “madrileña”, con cervecita y todo. Mañana, sol y buen tiempo…Inconscientes,
Mientras tanto, algunos se olvidarán que en esta semana, otros 49 vascos y vascas han perdido la vida afectados por esa enfermedad que, temerariamente, se va a dejar sin paraguas legal que combatir. ¿Muertos? ¿Qué muertos?
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