sábado, 23 de septiembre de 2023

EL DÍA QUE NOS UNE

Tenía dieciséis años recién cumplidos. En la calle se respiraba ansiedad. Agitación por doquier. Como cuando a una botella de gaseosa se le descorcha el tapón tras haberse agitado durante un tiempo y la espuma se desparrama sin control... Todo era nuevo para mí. Las manifestaciones, la amnistía, la ikurriña… En mi familia nunca había visto una actitud política. Los años de represión debieron de ser muy duros. Hasta el punto de ‘esconder’ el euskera a los ámbitos íntimos de los progenitores mayores. Ese uso ‘clandestino’ hizo que sus hijos perdieran el contacto con la lengua y solo los dos mayores, José y Javier, la mantuvieron. Fue osaba José quien me apuntó, junto a él, a uno de los autobuses que desde Galdakao partirían aquel último domingo de septiembre hacia San Miguel de Aralar.

Yo prácticamente no conocía a nadie de la expedición y aquella ‘excursión’ fue todo un descubrimiento. La primera novedad era el alborozo de la gente. Alegría a raudales, música, txistus, canciones en euskera… El viaje, pese al madrugón y la duración del trayecto, se hizo ameno. Hasta que, pasado Irurzun y en las proximidades de Lekunberri, la presencia policial y de la Guardia Civil presagiaba follón del gordo. Sobre todo, a tenor del número de vehículos que, como el nuestro, enfilaban la carretera en una procesión reivindicativa que nadie hubiera imaginado.

El acceso por carretera al santuario se hizo imposible.






Los vehículos se quedaron varios kilómetros atrás estacionados en unas campas. Desde allí comenzamos el paseo. Miles de personas, como una marea humana, caminaban hacia la cima en una marcha multicolor. Ikurriñas, pancartas, kaikus, mendigoizales… Los postes que envolvían la pancarta pesaban una enormidad. Pero no importaba. Desplegada, la tela ocupaba más de cinco metros. Y en ella se leía la reivindicación de “Askatasuna-Amnistía-Autonomía”.

Arriba, en la cima, el paisaje era cautivador. Miles de hombres y mujeres, mayores y jóvenes, pertrechados en la hierba, en las rocas. En todas partes. Al fondo, una torreta de mecanotubo con una imagen de Sabino Arana, y en ella dirigentes históricos y del momento. Con Manuel Irujo a la cabeza. De las puertas del santuario salían, como en un desfile, las juntas municipales y con ellas gudaris, extraterritoriales, etc. Identificados los colectivos con ikurriñas y cartelones indicando la procedencia de cada cual.

Una avioneta surcaba el cielo, y el miedo a una intervención policial, a la represión, flotaba en el ambiente. Pero nada de esto ocurrió. Aralar, San Miguel, fue una fiesta. Un encuentro memorable. El Partido Nacionalista Vasco salía a la luz de la noche de la dictadura. Emergía con toda la fuerza de la legitimidad histórica y el ansia de ganar un porvenir. Y lo hacía en paz, alejado de quienes reventaban la convivencia con goma-2 o pretendía liberar al país a punta de pistola.

Aquella demostración de viveza, de organización activa pese a los años de clandestinidad, me impactaron. Apenas dos días después de aquel primer Alderdi Eguna , con dos fotos de carnet y toda la ilusión del mundo solicité mi afiliación en el municipio en el que vivía , Basauri. Allí, en un viejo caserón de tres plantas propiedad de un pequeño industrial de curtida militancia, el PNV disponía del primer centro de reuniones tras la legalización. Yo desconocía a quienes componían el corpus de la organización, pero pronto me di cuenta de que eran hombres y mujeres que habían estado, que vivían, a mi alrededor. Gente normal que jamás hubiera pensado que, además de vida ordinaria, tenían un compromiso militante. Descubrí que en la junta estaba Sagardui, un vecino del portal contiguo al mío. También Ildefonso, otro colindante. Gente que jugaba al fútbol en el Basconia y que yo animaba en los partidos de casa (García, Larrea…). Jóvenes de una generación anterior a la mía (Guatxi, Txutxo, Peke, Floren…). Personas mayores que jamás hubiera pensado de su compromiso (Gandiaga, Bajeneta…). Y al frente de aquella legión de gente comprometida se encontraba un hombre que era la cabeza de la organización municipal. Un dirigente con una inteligencia innata y que, a pesar de su por entonces juventud, tenía muchas horas de vuelo en la militancia antifranquista. Era Fede Bergaretxe. Fede, a quien yo veía desde la ventana de la cocina, pues vivía enfrente, tenía un perfil de ciudadano ‘normal’. Para la mayoría pasaba inadvertido, pero su compromiso democrático tenía solera, ya que durante los años de la clandestinidad fue el Jefe Nacional de la Resistencia en el Interior” (en el exterior su homólogo era Rezola).

En aquella ‘familia’ me integré yo. Con mucho desconocimiento pero ávido por ‘metabolizar’ la filosofía y la práctica del Partido, y por participar en su nombre en lo que fuera. Enseguida me integré en un numeroso colectivo de jóvenes, EGI, que además de asistir a clases de txistu, de euskera y de dantza protagonizaba todo tipo de actividades propagandísticas y de ocio (salidas al monte, campeonatos de fútbol…). Aquellos primeros años fueron intensos y siempre los recordamos con un margen de añoranza. Las campañas electorales, el dominio de la calle, la lucha encarnizada con las formaciones política rivales (las revolucionarias), los carteles, las pancartas, las pintadas y, también, los Alderdi Eguna.

Tras Aralar, el siguiente lo celebramos en Olarizu (Vitoria-Gasteiz). Hizo un calor tremendo y la arboleda nos dio cobijo en un mitin en el que escuchamos a Arzalluz y a Garaikoetxea. Eran los tiempos de la negociación constitucional. De la Disposición Adicional, de los Derechos Históricos, de la ‘reintegración foral plena’. Momentos cruciales –cómo no– donde recordamos la cita a ‘la bota de Madrid’ que durante siglos había aplastado los derechos de los vascos.

Un año más tarde, la cita fue en Aixerrota con el trasfondo de la campaña de aprobación estatutaria. Con Estitxu y su canción “Bai, bai, bai, Estatutoari bai”. Nuestro mensaje era positivo, mientras que los energúmenos de siempre intentaban boicotearlo todo, desde el Estatuto hasta la llegada de decenas de autobuses al municipio de Getxo.

En 1980, en una jornada brumosa, nos reunimos en el alto de Itziar (Deba) con el foco puesto en las primera Elecciones Vascas. Un año más tarde volvimos a Nafarroa (Aiegi), donde acabara sus días el carismático Juan Ajuriagerra. Fue allí donde, por primera vez, la lluvia del Alderdi Eguna nos caló hasta los calzoncillos. Pero ni la mojadura ni el frío pudieron con nuestro ánimo.

En 1983 la fiesta del Partido cambió de calendario. No se celebró, como suele ser habitual, el último domingo de septiembre. Se trasladó a octubre, y la causa fue la devastación provocada por las inundaciones de agosto. El lema de aquel encuentro en Aixerrota fue “Saldremos adelante”. Y lo hicimos. A pesar de que el firmamento nos tenía reservado una parte del diluvio universal. Pero la desgracia meteorológica no vino sola. La víspera de la concentración nacionalista, en la acampada de EGI, Xabier Arzalluz pasaba revista de los temas de actualidad de aquel momento. Y en su disertación ante los jóvenes, su tono de gravedad presagiaba malas noticias. El presidente del EBB invitó a los allí concentrados a manifestarse a favor de la liberación del capitán de farmacia Alberto Martin Barrios, secuestrado por ETA político-militar. Cerca de un millar de firmas se recogieron exigiendo a los ‘poli-milis’ la inmediata liberación del detenido. El llamamiento fue en vano, pues en la madrugada del martes 18 de octubre el cuerpo sin vida de Martín Barrios aparecía en una carretera boscosa de Galdakao, asesinado de un tiro en la cabeza. La lacra de la violencia nos acompañó durante años en una pesadilla de dolor y sufrimiento que hoy sigue teniendo sentido recordarla.

A partir de 1984 y hasta 2001 las campas de Salburua acogerían las reuniones anuales del Partido Nacionalista Vasco. Allí, en las inmediaciones del hoy populoso barrio gasteiztarra, padecimos las heridas de la escisión. La ruptura de la familia nacionalista es un desgarro que todavía hoy mantiene cicatrices sin cerrar. Allí, en Salburua, nos resuenan frases como “No seré manzana de discordia” o desplantes significativos que evidenciaban la dureza del divorcio que llegaba. Recuerdo la amargura de Román Sudupe haciendo llamamientos a la unidad; la tristeza de ‘Uzturre’ ante el cisma provocado; la tensión entre quienes nos quedábamos y quienes se marchaban… Los Alderdi Eguna sufrieron también las consecuencias de una ruptura sentimental en el corpus familiar de la infantería nacionalista.

Tras una edición en Altube, las campas de Foronda han acogido esta insólita concentración partidaria que congrega a miles de ciudadanas y ciudadanos en un hito sin par en nuestro entorno geográfico europeo. En Foronda hemos participado en la construcción del mural-mosaico más grande conocido de una ikurriña. Y allí también hemos participado, como consecuencia de la pandemia del COVID-19, de los actos más desangelados y, al mismo tiempo, más emotivos de cuantos se han celebrado en estos 46 años de Alderdi Eguna, los de 2020 y 2021.

El encuentro anual del Alderdi Eguna ha tenido siempre una relevancia en el discurso político. Las palabras pronunciadas a cielo abierto siempre encontraron eco mediático y sirvieron como ‘alimento’ ideológico para la militancia nacionalista. Pero, además, la cita de septiembre siempre tuvo otra característica básica: la de ser un acontecimiento social y festivo de primer orden. Más allá de los discursos, de las consignas, de las reivindicaciones de cada momento, del apoyo a los representantes institucionales u orgánicos congregados alrededor del evento, el Alderdi Eguna es también una fiesta en la que gente que no se ve en todo un año se reencuentra, se saluda y comparte emociones. Es, sin duda, la cita intergeneracional más multitudinaria en la que el vínculo de unión de los participantes es Euskadi y el compromiso compartido por construir este país como una casa común. Una armonía que para el nacionalismo vasco se convierte en ‘vitamina’ para continuar avanzando.

En las txosnas o fuera de ellas, en los comedores colectivos representativos de las comarcas o municipios, en las mesas de camping familiares, en el capó de los coches utilizados como soporte de tarteras y viandas, se produce un momento mágico de convivencia, de amistad y de afinidad.

En 46 ediciones son incontables las vivencias acumuladas. Desde la incomodidad y el frío de dormir en una tienda de campaña hasta las ‘excursiones’ de víspera a Villabuena para visitar al buen amigo Alfonso Besa. Con el paso del tiempo, extraño la falta de las fotos de Peru, las tortillas de patatas de Mari Tere, la garrafa de patxarán casero de Donato, las tertulias interminables alrededor de una mesa de camping. Echo de menos a quienes no están. A quienes se han ido en el trayecto. Algunos íntimos y familiares. Otros, conocidos y reconocibles. Pienso en Leizaola, izando la ikurriña con su impecable traje gris de raya diplomática. Añoro la totémica imagen de Xabier, enfundado en unas botas de monte y apuntando al horizonte. Escucho a otro Xabier, Agirre, cantando el ‘Araban bagare’. Me emociono con los ausentes, con Gorka, con Joseba... Los tendré a todos presentes.

Un año más, en Foronda, hoy saludaré a decenas de amigos, amigas y compañeros. Seremos un año más viejos, más torpes en la movilidad, con más achaques, pero con el mismo espíritu que hace ya 46 septiembres. Y con la ilusión renovada de ver cómo dos jóvenes criaturas, Oier y Unai, de tres años y siete meses respectivamente, tomarán el relevo en la campa acompañando a sus aitas y a sus aitites, garantizando que la cadena no se rompa. Katea ez da eten eta ez da etengo. Esto es el Alderdi Eguna, el día que nos une.

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