viernes, 4 de mayo de 2012

REGURGITAR

Son muy pocos los niños que pasan la lactancia sin sacar nunca alguna que otra pequeña bocanada de leche, es decir, regurgitándola. Para referirse a este hecho, los progenitores no empleamos la incómoda palabra "regurgitación", pero tampoco asimilamos el incómodo episodio con el “vómito”, sino que aseguramos que la criatura “ha devuelto”. Son expresiones de matiz que diferencian sutilmente el hecho en cuestión. En el caso de los lactantes, el vómito es la expulsión activa, brusca y molesta del contenido gástrico, habitualmente en una sola tanda, casi siempre precedida de nauseas; mientras que al regurgitar se van devolviendo repetidamente y con poca fuerza pequeñas cantidades de leche, sin aviso ni incomodidad.



Las regurgitaciones son normales en los bebés, debido a una conjunción de factores tales como la inmadurez del mecanismo valvular de cierre de la entrada del estómago, la continuidad de la postura horizontal y la alimentación líquida que en exclusiva se les proporciona.

Es, por tanto, normal que los bebés regurgiten. Si eso no les impide ganar peso ni hay ningún síntoma sospechoso, basta con esperar el paso del tiempo, la alimentación de sólidos, mayor verticalidad postural y el eficiente cierre de la vávula de la boca del estómago, para que los episodios remitan satisfactoriamente.


Hace ya muchos años que como padre de criatura padecí –padecimos- los efectos del reflujo gástrico de nuestra hija. Toda ella era una preciosidad de niña. Pelona –rubia-, blanquita, risueña, dormilona... Tenía todos los condicionantes habidos y por haber para que un padre se sienta orgulloso de su retoño. Atontado por tener un querubín tan hermoso y precioso me convertí en un aitatxu con babero. El babero, inicialmente era para mí, pero cuando comenzaron las “devoluciones” gástricas, bien pudiera haber servido también para la chiquilla en cuestión.

Aquello era imprevisible. Reluciente como una patena, con su trajecito de perlé, sus bordaditos y lazos en el coche capota. Entre “ajjo” y “ajjo”, aquel pequeño angelito sonreía inocentemente para alegría de quien la contemplaba y , de repente y sin aviso alguno, bocanada al canto. ¡Qué olor!. ¡Que peste! ¡qué asco!. Ni el nenuco era capaz de enmascarar aquellos efluvios agrios de leche fermentada. Bastaba con tomarla en brazos para que la criatura regurgitara nuevamente y te fueras con su oloroso regalo a cuestas en el jersey o la camisa.

El pediatra nos aconsejó bien. Nada de movimientos bruscos y colocar la cuna en desnivel, favoreciendo la verticalidad corporal. Así lo intentamos. Contribuyó a aquel cambio de posición, disponer de una buena biblioteca. La incidencia de los libros –que no de su literatura- en la corta edad de aquella chiquilla comenzó por calzar la cuna en el extremo en el que reposaba la cabeza para propiciar el efecto de plano inclinado. Tres fueron las publicaciones que trastocaron las primeras semanas de vida de mi hija. La primera era una edición facsimil de “El Fuero nuevo”. El segundo libro era una “Historia de la Teoría Política” de G. Sabine y el tercer volumen en discordia correspondía a la actualización de las páginas amarillas del listin telefónico. Fuero, historia, pensamiento y márketing telefónico al servicio de un estómago inmaduro.

Pero ni con la influencia del conocimiento bajo el lecho infantil (el libro de Sabine tenía casi 700 páginas), aquello mejoró. Lo cierto es que una vez acostumbrado al espasmo improvisado de líquidos malolientes, supe encontra a quel efecto, su vertiente positiva. Sí, lo confieso. Utilicé, en ocasiones, a mi heredera, como arma de selectiva de defensa.

Cuando paseas con un bebé por la calle, siempre hay simpáticas personas que se te acercan a hacer monerías a la niña. “Ay que potxola. ¿Me dejas cogerla en brazos?. Será solo un momentito”. Y yo decía: “Sí mujer, cómo no. Es un angelito”. Y con el “angelito” en brazos ocurría lo inevitable. Como el surtidor del “Manneken Pis”, pero por la boca. Derivado lácteo de olor indefinible a la chaqueta de la fugaz admiradora de la niña . “Ay!. Ha sido sin querer. Ya lo siento, le ha manchado la blusa”. “No , no pasa nada, son cosas de chiquillos”.


Y así, en poco tiempo, los moscardones sólo curiosearon a distancia.
Con los primeros purés y las frutas trituradas con galleta, el reflujo y las regurgitaciones desaparecieron. La criatura, según las predicciones médicas, creció sana y la lavadora y la pituitaria del núcleo familiar lo agradeció.

Antonio Basagoiti no tiene la edad de un niño de cuna, aunque , a veces, lo aparente. Sonríe, ronronea y , cuando menos te lo esperas, regurgita. Bueno, unas veces devuelve y otras vomita (intencionadamente). Lo hace discursivamente. Con la incontinencia de quien tiene una válvula todavía inmadura que provoca la deposición de sus ideas más abyeptas. Su última vomitona ha rozado la xenofobia. Emulando a Le Pen o a un escorado Sarkozy, ha barruntado que habría que dejar sin prestación sanitaria a los inmigrantes sin papeles. Después del estropicio, ha pretendido arreglarlo hablando de los bolivianos que trabajan en Euskadi. Siempre es la misma técnica; regurgitación y posterior excusa. Lo hizo cuando comparó a Patxi López con Homer Simson, o cuando denominó a Currin y su Grupo Internacional de Contacto de “mercenarios”.

Son muchos –demasiados- los ejemplos en los que la desmesura ha caricaturizado al presidente de los populares vascos. Y sus vomitonas han pringado, siempre que ha podido, la chaqueta del lehendakari López, que se obstina en mantenerlo en brazos a pesar de la plasta. Su descontrol desaconseja cualquier aproximación a su persona. Tendrá que crecer si pretende hacer amigos. Crecer y controlar sus tripas, de donde provienen buena parte de sus discursos. Es hora ya de que empiece a comer sólidos. Potitos o papilla. Porque en política, los inmaduros no hacen gracia. Abochornan.

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