No suelo ir al fútbol. Me gusta. Me apasiona este deporte.
Pero hace tiempo que decidí apartarme de los estadios y del juego en vivo y en
directo. Lo hago por mi bien. Porque soy consciente en lo que me transformo en
una grada. Es como una metamorfosis instantánea, en la que el ser racional se
convierte en el “increíble Hulk”. Es como si mis genes de neandertal escasamente evolucionado se activaran a la
vez en una transfiguración repentina. Apareciendo en escena el “energúmeno”.
Ese ser que vocifera, increpa, protesta y airadamente reparte estopa dialéctica
y anima indistintamente, incomodando a propios y extraños.
Desde chaval fui un apasionado del balompié. Mi padre me
hizo socio del equipo local, el Basconia. Y no había partido que me perdiera.
En aquella preferencia lateral de Basozelai. Con horarios intempestivos.
Mediodías sin vermut. Y tardes con los garbanzos en la garganta tras subir la
cuesta que llevaba desde el ayuntamiento
hasta el recinto futbolero.
Jornadas con olor a linimento, con “café torero” en el
ambigú. Con rifa de un jamón en el descanso y con linieres que corrían la banda
dos metros campo adentro, por temor a los aficionados más fieros y más
inconscientes. Y que recuperaron su terreno cuando las vallas se hicieron
obligatorias. Encerrando como a las fieras a un público, que poco a poco, se
volvió más social y comprensivo.
He defendido mis colores con pasión y vehemencia. Demasiada.
Nunca con violencia. Me aterra. Pero sí, resulto ruidoso. Molesto. La última
vez que pisé el viejo San Mamés –el nuevo aún no lo he estrenado- monté tal
despropósito durante la primera parte del partido (partido de copa) que en el
descanso quienes se situaban en la localidad
de abajo compartieron su bota de vino con mi fila de asiento y llegado mi
turno, me saltaron y corrieron el turno.
Fue todo un signo. Cuando llegué
a casa lo medité. Y llegué a la conclusión de que si no sabía comportarme ante
la tensión balompédica, debía evitar ese
“pico” de adrenalina que me convertía en “hooligan” vociferante. Y decidí seguir el fútbol
encerrado entre cuatro paredes.
Así sigue siendo. Bien por la radio –era adicto al “Bacalao,
Bacalao” de nuestro entrañable Hoss Iragorri-, por la televisión o a través de
internet, cada partido del Athletic
transforma a Mediavilla en el “increíble Hulk”. Pero atemperado en una
habitación cerrada.
El primer síntoma que me advierte del cambio es físico. Las
manos se me quedan heladas. No recuperarán la temperatura normal hasta el pitido
final. El segundo es menos tangible, pero
definitivo. El cerebro se me
licua. No puedo hacer dos cosas a la
vez. Mi grado de atención sólo obedece a un estímulo; la
pantalla o el transistor. La tercera
consecuencia es mucho más paranormal.
Comienzo a hablar lenguajes ignotos. Arameo. Sánscrito. Y , para que todo
conjugue acompasadamente necesito de una hidratación adecuada. Depende de las
circunstancias, el vino, la cerveza o el gin-tonic son los mejores
catalizadores para que la
“transformación” no vaya a mayores.
Eso sí, si alguien o algo, interrumpe el aislamiento, se produce el caos.
Pasados los 90 minutos de juego, vuelvo a mi ser. Como un
buceador que emerge a la superficie
siguiendo las recomendaciones de la descompresión. De vuelta a la realidad,
tras la repetición de las jugadas y las entrevistas a los protagonistas del
encuentro, el cuerpo se resiente del
trance. Si hemos ganado, la euforia
enmascara las secuelas. Si por el contrario, el Athletic ha perdido, y además,
merecidamente, el malestar te acompaña hasta el día siguiente. Como una resaca
en la que tras el cabreo llega el momento de la compasión. Compasión
sí, porque si durante el encuentro te acordaste, injustamente, de la madre del
colegiado, ahora piensas en qué te habrá hecho la pobre mujer para ganarse tu
ira. Y reniegas de tanta mención
impropia. ¿Por qué acordarnos solamente del segundo apellido de los árbitros?.
Además, ¿a quien le importa el segundo apellido de los árbitros?. ¿Por qué los
medios de comunicación cada vez que los citan lo hacen con las dos menciones
antroponímicas? (Undiano Mallenco, Acebal Pezón, Japón Sevilla, Teixeira
Vitienes, Sánchez Arminio). En el fútbol
de antes, bastaba nombrar a Guruceta
para decirlo todo.
Pobres madres. Se merecen un acto de reconocimiento por todo
el daño injusto causado.
Mi comportamiento en los estadios me ha llevado a borrarme
de la masa. El
fútbol tiene su liturgia, sus reglas de juego. Respeto al deporte, al
espectáculo y a las miles de almas que se reúnen a su alrededor. Por eso, quienes se comportan alteradamente,
como puede llegar a ser mi caso, deben
evitar que su ánimo exacerbado empañe un
ambiente excepcional. De los ultras, mejor no hablar. Los ultras, quienes hacen
de la violencia, de la xenofobia o de la
provocación su acción principal, no deberían estar ni en un campo de fútbol ni
en ningún ámbito de comunión social masiva. Por mucho que griten o aprieten en la grada.
Mañana, domingo, las selecciones de Euskadi y Catalunya
disputarán un hermoso partido de fútbol en el nuevo San Mamés. Con la reivindicación
de la oficialidad para ambas escuadras. Oficialidad como la que tienen Escocia,
Gales o... Gibraltar. Reconocimiento oficial para competir en representación de
dos naciones que no abdican a ganarse el reconocimiento internacional.
El encuentro será en sí mismo un acto de relevancia social y
política, además de un espectáculo deportivo de primer nivel. Pero, para estar
a la altura de lo que todos
pretendemos, deberán darse una serie de
condiciones mínimas que garanticen la solvencia del evento. La misma solvencia,
por ejemplo, que comporta un
enfrentamiento Inglaterra-Francia. Controles de seguridad que impidan
introducir al campo material pirotécnico peligroso. Medidas cautelares -como en cualquier otro partido de fútbol-
que imposibilite portar elementos contundentes, bebidas alcohólicas o
elementos que distorsionen el ambiente deportivo. Respeto a la simbología y a
la representación institucional de ambos países. Cordialidad en las gradas. Que
el espectáculo esté en el terreno de juego y las aficiones puedan expresarse libremente
evitando actitudes intolerantes o
discriminatorias.
Que sea un partido homologable a cualquier otro organizado
por la UEFA o la FIFA. Y
, que , además sea una fiesta.
Para mí, como para muchos,
conseguir la oficialidad de la
selección de Euskadi en fútbol –o en otro deporte- sería un sueño. También lo
es para muchas familias que, en estas ocasiones, acuden con todos sus
componentes al campo con el corazón en verde, blanco y rojo. Ilusionados por su país y por el fútbol.
Quienes sean incapaces de compartir ese espíritu,
absténganse de ir a San Mamés. Si queremos oficialidad de verdad, actuemos con
rigor. No demos ni una excusa a quienes prefieren contemplarnos como si fuéramos una
pachanga.
Muy buena entrada!!
ResponderEliminarUna curiosidad. .. ¿cómo se le queda el cuerpo cuando el Athletic pierde injustamente? ...Por saber lo que perpetra Hulk en tales circunstancias....