En varias ocasiones había tenido aproximaciones más o menos
peligrosas a él. Pero nunca pasó nada.
Ni un roce, ni un sobresalto. Por
eso lo ignoraba. Sabía que estaba allí y que su presencia siempre resultaba inquietante. Bastaba con
ajustar las distancias para garantizar la seguridad y eliminar el riesgo de
contacto.
A fuerza de repetir movimientos –las personas nos hacemos
enseguida a hábitos rutinarios- evité sus dañinas consecuencias. Pero el otro
día, el mapa cosmogónico varió totalmente. Y el desenlace de tal cambio fue
brutal.
Hacía ya unos minutos que el reloj había superado las 8,45
horas de la tarde. Era
de noche y la oscuridad, como a Dinio, me confundió.
Una afección de la vía pública había obligado a alterar el
sentido de la circulación en la calle que daba acceso al garaje. Una calzada de
sentido único que, por exigencias de las obras,
obligaba a los vehículos a salir por donde, en circulación normal, hasta entonces era dirección prohibida. Una
novedad que mis instintos rutinarios no
alcanzaron a sopesar debidamente.
La puerta del garaje se abrió. Pausadamente. Aceleré
levemente y, en lugar de girar a izquierda, como habitualmente hacía, me vi obligado a hacerlo a derecha.
Entonces ocurrió. Desgarrador. Destructivo. Ruidoso a más no poder. Era un
bolardo asesino que se incrustaba con saña en la carrocería de mi utilitario.
Violento y triturador.
Siempre estuvo allí. Una bola metálica de medianas dimensiones pero recia como una bala de cañón. Escondido como las
minas que durante las guerras se depositan a medias aguas para que barcos y submarinos impacten con
ellas. El golpe fue bestial. No ya por la velocidad sino por el componente
plástico del que están hechos los coches
modernamente. La esfera metálica penetró
por todo el lateral. Fue tal el escándalo que hasta media docena de ociosos,
cerveza en mano, salieron del bar
próximo para contemplar el desastre.
Hasta la rejilla que sujeta la matrícula saltó de su
ubicación. Parachoques, foco y bajos reventados en una hendidura esférica que, milagrosamente, había salvado el frontal; el radiador y la mecánica del
motor. El bolardo, por contra, intacto. Felicitaciones al fabricante. No
necesitan más innovación ni tecnología. Calidad total.
Los daños al vehículo, que aún el taller no ha evaluado, se
me antojan cuantiosos. Pero más que el deterioro material, aquel obstáculo no
percibido, me produjo una depresión temporal de la que, felizmente comienzo a
reponerme. Era el colofón a uno de esos
días angustiosos en los que todo sale
mal. En los que la sección de buenas noticias
está ausente en los medios de comunicación y en los que la sensación
negativa se cubre capa a capa, como una cebolla.
Sí, uno de esos días en los que hubiera resultado mejor quedarse en la cama,
cerrar puertas y ventanas, bajar las persianas, desconectar el teléfono y
esperar que el tiempo pasase. Aislado y abstraído de la realidad terrenal.
La víspera, un amigo,
haciendo una gracia, había pronunciado una frase absurda que me hizo
reír. “Lo redondo no tiene punta”. Joder que no tiene punta, pienso ahora. El
bolardo sí.
El martes pasado, el juzgado número 4 de Gasteiz, cerraba la
instrucción de lo algunos han denominado como “Caso Miñano”. Ni más ni menos
que cinco años después de que se iniciara la investigación.
Filtraciones periodísticas habían adelantado que ese momento
procesal llegaba y que a las puertas de la apertura de juicio oral se imputaría
a una larga lista de personas, muchas de ellas vinculadas en su origen al PNV.
No creo necesario insistir en el hecho de que el cierre del
procedimiento se haga ahora –cinco años después- a las puertas de una campaña
electoral o que cada uno de los movimientos
jurisdiccionales se hayan conocido previamente a través de filtraciones periodísticas. Eso son hechos objetivos que cada cual deberá
valorar e interpretar y que no empañan la gravedad de los hechos investigados y
su trascendencia pública.
Lo que hoy hemos conocido a través del auto judicial no aporta novedad informativa relevante a lo
ya publicado hace cinco años. Se trata de una supuesta trama societaria de
personas concretas que presuntamente buscaban “obtener irregularmente contratos
o adjudicaciones públicas de diferentes administraciones”. No se trata
por lo tanto de un caso del que se desprenda una relación orgánica o una financiación ilícita de partido. Son
comportamientos particulares los que han de juzgarse.
Decir esto no significa escurrir el bulto. Porque el caso, y
no reconocerlo sería engañarse, afecta al PNV. Bien porque, en el origen, los
encausados, o buena parte de ellos, militaban en el PNV, o porque sus
prácticas, supuestamente ilícitas, se cometieron o se pretendieron cometer en
un ámbito administrativo, en el que el PNV gozaba de una notoria representación.
De todos es conocida la respuesta inmediata que el PNV tuvo
una vez que los hechos fueron
descubiertos e investigados por la administración de justicia. El hoy
lehendakari, Iñigo Urkullu, por entonces presidente del EBB y Xabier
Agirre, Diputado General de Araba en
aquel tiempo, no dudaron en articular
las medidas preventivas de apartamiento cautelar de militancia
–voluntariamente asumida por los afectados- y
de responsabilidad pública en el caso del ente foral.
Unas medidas inéditas en el panorama político, tanto por la
rapidez en la gestión como en su claridad.
Lo que ahora toca al procedimiento judicial es probar si las
acusaciones imputadas en la investigación se ajustan a la verdad. Eso significa
dos cosas. Por un lado, que los encausados gozan de la ineludible presunción de
inocencia, algo que nadie debe olvidar, y, por otro, que quienes deben velar por la defensa del
bien común lo hagan con objetividad y eficacia. Es decir que, si en el esclarecimiento
de la verdad se demostrase perjuicio alguno para las Administraciones éstas
deberán garantizar la defensa del interés público. En este supuesto, y en lo que respecta al ámbito de poder representado por el PNV, dos son las
instituciones personadas ya en el procedimiento; el Gobierno vasco y la Diputación Foral
de Bizkaia (también lo está la Diputación alavesa).
Decir, como alguien ha manifestado que el caso demuestra que
Euskadi no es un oasis en materia de corrupción, resulta evidente. Cualquier
ámbito con un colectivo humano es susceptible de actitudes indignas. Y Euskadi
también.
Afirmar, como desde determinadas organizaciones políticas se
ha hecho –especialmente el PP- que este es el “mayor caso de corrupción política existente en
Euskadi” es, cuando menos tendencioso. Numeroso en encausados sí. En relación
orgánica con un partido no y en cuantificación económica delictiva tampoco. Ni
tan siquiera el juez instructor ha sido capaz de cuantificar en su investigación el potencial daño económico
causado en miles o millones de euros sino que
se ha limitado a desgranar numerosos contratos, la mayoría menores,
hablando igualmente de operaciones virtuales que podrían haberse realizado en
el futuro. Es decir que analiza una potencial trama con potenciales daños en
fase inicial pero sin perjuicio demostrado.
Esto no
significa ni minusvalorar la gravedad del hecho, ni restar preocupación
por las consecuencias del mismo. El caso ofrece múltiples vertientes de
erosión mediática para el PNV. Y en el
juego político, donde el canibalismo imperante aprovecha cualquier
circunstancia para menoscabar el crédito del adversario, todo argumento es
aprovechable. Y aquí argumentos hay varios. Aunque circunstanciales.
El PNV sabe, desde que el caso estallara, que un bolardo ha impactado con su carrocería. Desde el primer momento llevó el vehículo al
taller para sanearlo. Cambiar el parachoques y restañar los daños para que el
coche volviera a funcionar a pleno rendimiento. Algunos tratarán de
rentabilizar aquel accidente y sus circunstancias. Alfileres en piel de
paquidermo que diría Txema Montero.
La cuestión ahora, además de conocer la verdad, es
conducir con mayor cuidado y prestancia al terreno. Incrementar los
controles de transparencia en la gestión ya existentes. Mayor transparencia en
la contratación pública, en el seguimiento de expedientes, en la liquidación de
los contratos. Mayor burocracia, tal vez, pero más sensores que impidan, o cuando menos dificulten,
tentaciones nocivas en los comportamientos públicos. Eso, y tener los ojos bien
abiertos para no sufrir más incidentes.
Malditos bolardos.
Bolardo vooyyy!! bolardooo vengooo engooo ... por el caminoooo yo me entretengo....
ResponderEliminarTal como vienen se irán tras la fiebre electoral,... o eso creo...
Solo desear que sea cierto que los nuevas generaciones que emergen en nuestro partido sean honestos. Por ello no estaría de mas, como en las culturas antiguas pero sorprendentemente modernas, un consejo de mayores. Y sobre todo, compromiso, militancia y Pedigrí. Koldo esto ultimo sin comentar mas, tu ya me entiendes. DE DONDE VENIMOS Y A DONDE VAMOS. No vale un lumbreras efímero, vale un Gainza con un futuro de muchas temporadas en 1ª División. Gora Gu ta Gutarrak
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